“… and we did speak only to break the silence of the sea!”.
The Rime of the Ancient Mariner, S.T.Coleridge”
A Fabiana di Luca
Ya fueron todos a acostarse. Ya me dejaron solo. Como cada noche, voy a ser el último despierto. Acá viven cansados. Siempre con frío, no importa que sea verano. Encerrados aunque el cielo invite a andar. El sol entibia el aire desde muy temprano, pero las ventanas siguen cerradas y las estufas no se apagan nunca.
Por estos meses no llegan demasiadas visitas. A algunos les pesa. No a mí. Yo no espero a nadie. Sólo extraño a mis perros. Cuando los últimos se murieron de viejos, mi casa dejó de ser mi casa y la abandoné. Desde entonces, cada noche me sobresaltan ladridos lejanos en respuesta a alguna sirena, ladridos a la luna, ladridos al silencio. Parece que la noche entera ladrase para siempre.
Vine acá por mi voluntad y soy el único autorizado a salir cada vez que se me ocurra. Las pocas veces que lo hago, las calles me resultan ajenas. En una de mis últimas salidas descubrí que ya no quedan casas por el centro, las demolieron a todas para alzar construcciones altísimas, tan parecidas unas a otras como si usaran moldes para multiplicarlas. Esos monstruos devoraron el poco de cielo que la ciudad no había perdido, le arrebataron hasta la última esperanza de horizonte. Cada edificio público está enrejado, cada monumento en cada plaza está enrejado y también hay rejas en farmacias, rejas en kioscos, rejas en tiendas. No hay negocio que no ostente un cartel con la leyenda sonría, lo estamos filmando. A la entrada de los edificios de departamentos hay carteles que dicen no se olvide de cerrar la puerta con llave. Todos andan con expresión alerta. Parecen a la vez carceleros y presos. Sin embargo, paso entre ellos como un fantasma. Todos son para mí desconocidos, extraños. Afuera es un país remoto. Es el presente.
Cada atardecer crece acá el miedo: un pulpo al acecho en lo oscuro. Por eso, desde que comienza a retirarse la luz del sol, yo cuento historias. Para que esta tripulación confinada se duerma tranquila, para que a todos les duela menos cada uno de sus dolores, para que se distraigan mejor que con la televisión siempre encendida. Casi nadie recibía mis palabras al principio. Hasta que unos pocos, por coraje o por hastío, se acercaron. Mis historias entristecieron a varios más allá de las lágrimas. Pero antes de que pasaran demasiados días regresaron. Con ellos trajeron a otros. Y otros más se sumaron, no sé si por curiosidad o por emulación.
Las primeras tardes, una inquietud me tentaba, rompía con su insistencia el ritmo de las frases: ¿qué entenderán? Esa preocupación, me costó aprenderlo, además de resultar una descortesía, era prueba de mi impericia. Cada cual, fui sabiendo, con lo poco o mucho que lo tocara de mis palabras, valiéndose de su memoria y su deseo, o de su desmemoria y su desgano, valiéndose de sus preguntas, construía otra versión. Personal, única. No menos fantasiosa que la mía, no menos verdadera. Así, lejos de perderse, las palabras se multiplican, los silencios armonizan con silencios distintos, las reticencias de los otros inauguran rumbos que jamás hubiera sospechado a partir de mis alusiones y desvíos. La posesión se extravía, es imposible ya contar con propiedad, decir ésta es mi historia.
Alrededor de la voz que debo forzar un poco, se congregan cuerpos a medio desguazar como el mío. Los amigos junto a los amigos, las novias bien cerca de los novios, porque también acá se forman parejas, hay coqueterías y celos, pactos y traiciones. En minutos, las miradas que se encienden y las caras a las que vuelve a asomar el interés me estimulan a seguir. “Mi capitán”, me susurra una niña de casi nueve décadas. Un mar de sed acecha desde sus ojos casi muertos. En lo que dura el relámpago de su sonrisa, vuelve a ser aquella del retrato en blanco y negro que hay sobre su mesa de luz, junto a los remedios.
Como todas las noches, yo cuento. La cadencia de las sílabas se convierte en un río que corre hacia el sentido. Sé que nunca va a llegar, sé que no voy a llegar, que voy a secarme antes, pero no me detengo. Mi voz no se rinde aunque las palabras vacilan, las conmueven la lucha entre la nostalgia por lo que nunca fue y la inconstancia del pasado, el abismo entre el silencio donde hunden sus raíces y el eco de lo imposible. Son islas a la deriva por el viento de mi voz. Y de cara al viento ellos escuchan. Quizás se conviertan en tripulantes por unos minutos, quizás en aventureros. Seguramente ni sospechan que navegar fue siempre menos difícil que vivir.
Yo cuento sin dejar de advertir las mejillas demasiado empolvadas, los ojos mal pintados, los calzoncillos por sobre los pulóveres, la baba en la comisura de las bocas vencidas, el temblor de las manos, ramazones secas que la corriente ciega del tiempo arrastra. Alguno que no puede oírme se esfuerza por leer sobre mis labios. No me engaño: tampoco yo soy el mismo. Aunque distinguía a millas de distancia un bulk carrier de un petrolero, sin necesidad de recurrir a los Zeiss Ikon que había en cada puente de mando, y de día o de noche era el primero en avistar las balizas, los faros, las rompientes, mis ojos han comenzado a traicionarme ya hace años. Se apagan un poco más a cada pausa. Les cuesta encontrar en mi propio cuerpo esas marcas tan nítidas en los otros como un presagio. Pero sé que somos compañeros de naufragio. Y mientras viajamos hacia el fondo, yo cuento.
Cuento de aquella vez en que mis tripulantes, a escondidas, subieron un perro a bordo creyendo que no lo advertía, cuento cómo ese perro cayó al agua durante una maniobra y cómo lo rescaté. Cuento los viajes para cargar petróleo por una bahía de Tierra del Fuego, cuento del frío que paraliza en el aire las órdenes, de la bruma impenetrable, del viento caprichoso, de las olas altas como el cielo. Cuento de los albatros inmensos que planean sin mover las alas por millas y millas, cargando en la punta del pico una gota como una lágrima helada. Y yo mismo me asombro de algo furtivo que late en las palabras, mucho más poderoso que la aventura, mucho más desolador que la pérdida, algo como un hambre, como una huella que me es imposible descifrar.
Mi voz fue gastando los recuerdos como el mar gasta la roca, y aliada a la noche los transforma, así como la noche esculpe médanos con viento. De recuerdos erosionados hasta la disolución están hechas las historias. Otra cosa es lo que se encuentra en ellas. Jamás lo que pasó, jamás lo que vivimos. Si es que se encuentra algo es arena, es viento, es noche. Yo busco, cavo, cuento.
Hoy, como cada vez que cae el sol, obedecí a este impulso inmune a los años. Por más que yo sepa, ahora, que las palabras, a diferencia de los tripulantes, son indomables. A los tripulantes se les puede ordenar cualquier cosa, basta una condición: que antes se los haya convencido de que integran la mejor de las tripulaciones. En cambio nadie sujeta a las palabras mientras están vivas, fuera de las jaulas del diccionario o la costumbre. Las palabras son peces en fuga por un agua loca de escarceos.
Cuento y me cuento. Me busco, me pregunto. ¿Cuántos millones de olas atravesé? ¿Qué encontré más allá? ¿Cuál es la verdad de la orilla? ¿El límite que se sueña fijo? ¿O el agua que nunca se detiene? Cuento de cada barco en el que navegué, de cada cubierta sobre la que sonaron mis pasos, de cada mar que recibió mis fugas. Cuento de cada puerto en el que amarramos. ¿Pero cómo contar un color que se va, que nos deja, cómo un perfume remoto, un matiz de la lluvia o de la luz? ¿Cómo contar la ansiedad de los primeros viajes, cómo la indiferencia de los últimos? Todavía no lo sé.
Como cada noche, conté y conté hasta que todos desertaron. Como cada noche, voy a ser el último en dormir, al filo de la madrugada o más allá. Acurrucado sobre uno de los sillones, en medio del olor a remedios y orines que el desinfectante nunca llega a tapar, me voy entregando. De a poco, me suelto de esta vigilia tan intensa como si tuviera en carne viva el pensamiento. Es demasiado tarde o muy temprano. Qué importa ya, qué importó nunca. Unas pocas horas de sueño siempre bastaron para mí.
A veces, quizás por piedad del azar, ocurre todavía algo distinto. Como un barco que gana aguas abiertas, logro escapar y me encuentro a flote donde el tiempo se detiene y deja de ser tiempo, me pierdo en un espacio que es puro horizonte. Me acerco a un muelle naranja como una promesa.
Las voces que hablan de síntomas, de recetas, de fiebres, me traen de nuevo acá y me despierto lejos del mar, en la luz cenicienta, de cara a un día más que desgarra la noche para nacer en lo violento del verano. Un sol de acero ya gana los ventanales del salón y aún no logro dormirme del todo. En la luz crecida afinan su canto los pájaros. Desde un árbol, afuera, me observa el gato blanco de cada amanecer. Le sostengo la mirada. Los dos sonreímos en una especie de reconocimiento, de complicidad, de suspensión. Hasta que algo lo llama y se desvanece entre las hojas.
Ahora alcanzo a escuchar pasos de acá para allá, ir y venir de novedades, de consignas, de rumores. Por un momento me abandono a la deriva, sangre adentro, y estoy de nuevo a bordo, rumbo a cualquier parte con tal de que sea lejos. Tan lejos como se pueda navegar. Reverbera el océano por todo el círculo del horizonte. El palo mayor del barco dibuja lentos círculos contra el fondo azul de un cielo sin nubes. El viento salado ilumina mi cara mientras miro, desde el alerón, una costa escarpada y blanquísima a barlovento. De a ráfagas me llega desde la timonera algo que cuentan. Suena como una canción que creía perdida para siempre.
Algo me sacude desde adentro. Veo, entre los párpados a medio abrir, un sol rojo, islas, ballenas, un enfermero que me señala con un movimiento de cabeza y le dice a otro: “es un buen hombre”. Mientras me tapa con una manta de la que pronto voy a deshacerme, para cuidar mi fama de loco que nunca se abriga, su compañero le contesta que sí, que sí, que claro. Los dos están equivocados. ¿Quién puede afirmar soy bueno o soy malo? Y ya ni siquiera me siento un hombre. Aunque noche a noche respiro en lo que cuento, así como respiran los pulpos en el agua negra, soy apenas una voz que se va quedando sin palabras. Soy esto que se va callando, acurrucado en un sillón, a salvo para siempre de los peligros más hermosos.