Desde Berlín
Ni subte, ni buses ni tranvías. Nada. La mañana del viernes la ciudad se despertó sin transporte público, debido a una huelga –la primera en seis años– convocada por el sindicato que reúne a los 14.500 trabajadores del sector, en reclamo de mejoras salariales y de condiciones de trabajo. Y fue entonces que –con el sol brillando con una fuerza inusitada para el invierno alemán– las calles se llenaron como nunca de bicicletas. Miles de bicicletas. ¿Berlín o Beijing? Y como si hubiera querido sumarse a la jornada temática, la Berlinale cerró ayer su competencia con una película... china.
No precisamente la de Zhang Yimou, que aparentemente sigue teniendo “problemas técnicos”, el eufemismo con el que el Departamento de Propaganda del Partido Comunista de la República Popular China demora aquellas películas que todavía está evaluando su permiso de difusión en el exterior. Y la de Zhang, que debía haber sido el film de clausura, todavía está en ese limbo, aunque ya corren rumores de que para dentro de tres meses quizás ya tenga el sello de aprobación y el Festival de Cannes pueda aprovechar la película del director de Sorgo rojo que nunca llegó a Berlín, titulada Un segundo.
Once mil cien segundos (tres horas cinco minutos) es lo que dura en cambio Di Jiu Tian Chan, o Hasta siempre, hijo mío, una suerte de film–río que narra –a la manera de una novela decimonónica– las historias paralelas de dos familias durante más de tres décadas de cambios drásticos y constantes en el país, desde comienzos de la década del ‘80 hasta la actualidad. Su director es Wang Xiaoshuai, nacido en 1973 y miembro de la llamada “Sexta generación” del cine chino, aquella que le siguió a la de Zhang Yimou. Premiado una vez en Cannes por Shanghai Dreams (2005) y dos aquí en la Berlinale –con Beijing Bicycle (2001) e In Love We Trust (2008)–, Wang va ahora por el premio mayor, el Oso de Oro, que se entrega esta noche. Se trata de esa clase de películas de consenso, que no dividen las aguas como sí lo hacen en cambio las de la alemana Angela Schanelec y el israelí Nadav Lapid, ya comentadas en estas mismas páginas.
Esencialmente un cronista social, como lo prueban sus films anteriores, Wang se apoya aquí en la tradición del melodrama, muy fuerte por cierto en el cine chino. La muerte accidental de un niño en el comienzo de la película dará lugar a que dos familias amigas que hasta entonces eran inseparables queden distanciadas y traumatizadas por años, en tanto el hijo de una de ellas fue el responsable indirecto de la desgracia. Y este golpe brutal llega justo cuando esas dos familias pertenecientes a la clase trabajadora fabril deben acomodarse a los primeros cimbronazos del famoso apotegma “un país, dos sistemas” con el que Deng Xiaoping dio comienzo a las reformas económicas que introdujeron prácticas capitalistas.
Las consecuencias que produjo este cambio en el interior de la sociedad china ya fueron revisadas una y otra vez –y con mayor vuelo cinematográfico– por otro miembro de la Sexta generación, Jia Zhangke, como lo hizo por ejemplo en su última película estrenada en Argentina, Lejos de ella (2016). Pero aquí Wang introduce un tema hasta ahora tabú para el cine chino y que sin embargo no le impidió conseguir el llamado “Sello del Dragón”, que es la autorización oficial del gobierno chino y lo primero que se ve en la pantalla en cualquier película realizada con apoyo del estado. Se trata de la controvertida “política del hijo único” implementada entre 1979 y 2016 y que estableció un estricto control de la natalidad para evitar la superpoblación.
En el film de Wang, la madre del hijo fallecido no puede volver a concebir porque cuando su hijo todavía vivía había quedado embarazada y, obligada a abortar, luego de la operación queda infértil. El hecho de que la responsable de la planificación familiar en la fábrica –y quien ejerce todo el peso de la ley– fuera su mejor amiga es otro de los elementos de este melodrama social narrado por Wang de manera no cronológica, como si de esta manera quisiera dar cuenta de las marchas y contramarchas de la compleja macropolítica china y sus consecuencias en los individuos.
La mejor escena, la más sintética y reveladora, es cuando la pareja central vuelve después de muchos años a su ciudad natal, que tanto ha cambiado y donde ya no reconocen nada. En una avenida, sin embargo, una enorme estatua de Mao los saluda con el brazo en alto: está ubicada frente un enorme centro comercial llamado –paradójicamente, en inglés– “Victory Mall”.