Cuando la bomba atómica explotó sobre la ciudad de Hiroshima, Junko Watanabe jugaba en el patio de un templo cerca de su casa con su hermano mayor. Aunque vivían a las afueras de la ciudad, su madre advirtió un viento inusual, caliente y espantoso, y vio caer papeles quemados afuera de su casa. Con el hijo menor en brazos, la madre corrió a buscar a sus otros dos niños al templo y ahí fue cuando pasó. Una lluvia negra y pegajosa comenzó a caer. Pero Junko Watanabe no supo nada de todo esto sino 36 años después.
El jueves amarró en el Río de la Plata el crucero Peace Boat (Barco de la Paz en inglés), que promueve un proyecto llamado “Viaje Global por un Mundo Libre de Armas Nucleares”. Invitados de honor en este crucero, los sobrevivientes de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki o hibakusha (en japonés: persona bombardeada), como globalmente se los conoce, cuentan sus historias, de puerto en puerto, a quien quiera oír. Fue en uno de los salones del navío donde Junko Watanabe conversó con PáginaI12.
Después de aquella trágica mañana del 6 de agosto de 1945, en que Junko tenía dos años, se tendió un velo sobre lo que había ocurrido. Recién cuando cursaba la escuela secundaria se comenzaron a hacer ceremonias de la paz al acercarse la fecha, pero tampoco se daban muchos detalles. “En ese entonces yo no sabía que había sido afectada por la radiación, entonces no me interesaba demasiado”, dice. Lo que sí le interesaba era viajar al extranjero.
Cuando un día vio un póster del gobierno nipón que promovía la emigración a Brasil, supo que había encontrado su oportunidad. Pero había un gran problema: era mujer, nadie la iba a dejar viajar sola. Entonces, a escondidas de sus padres comenzó una regular correspondencia con un joven japonés que ya estaba viviendo en San Pablo. Llegaron a un acuerdo para casarse, y, en el año 68, cuando tenía 25 años, ella llegó al puerto de Santos. “Casarme fue solo un medio para lograr este objetivo de ir al extranjero. Ir a Brasil era mi deseo”, afirma y sonríe. Trece años después, ya con dos hijos, volvió a Hiroshima a ver a su familia. Fue entonces que su historia la alcanzó. Sus padres le dijeron que el gobierno estaba dando documentos a los sobrevivientes de las bombas y de la lluvia negra, y que debería sacarlo ya que estaba allí. “En ese momento no sentí nada, porque yo nada sabía de la bomba atómica entonces”, cuenta. Watanabe se sienta con los pies cruzados, derechísima, mueve mucho las manos y habla en un portugués impecable.
–¿Sus padres le dijeron por qué nunca antes le habían hablado de eso?
–Porque había discriminación. Muchas personas que estuvieron expuestas a la radiación no pudieron casarse.
Sólo muchos años después, cuando tenía 60 y comenzó a participar en una asociación de hibakushas en San Pablo, se enfrentó a su pasado. “En los primeros años, empecé a organizar en la computadora los documentos y la información que había en la asociación, así como los testimonios de la gente que contaba cómo habían vivido ese día”, relata. Watanabe, hoy con 76 años, cuenta su historia con el aplomo de quien ya lo ha hecho infinitas veces. Por eso es muy notorio cuando la voz le empieza a temblar: “Con el tiempo me di cuenta que los documentos, que son muy fuertes, eran fundamentales para mí. Cuando uno tiene memoria de las cosas, estas vienen naturalmente. Pero yo no tengo memorias, entonces, lo que a mí me sale naturalmente es recordar todas estas informaciones, estos documentos, y por eso para mí son fundamentales”.
La bomba de uranio llamada Little Boy (Niño Pequeño) explotó a una altura aproximada de 600 metros sobre el centro de Hiroshima. Al detonar se convirtió en una bola de fuego, de casi 300 metros de diámetro, caliente como la superficie del sol. Mató a 70.000 personas al instante carbonizadas o que directamente se desintegraron. Prueba del efecto devastador de la bomba son las impresiones que quedaron en las paredes, las llamadas sombras atómicas, siluetas de cuerpos que estaban justo delante de algunos muros cuando explotó el Niño Pequeño. De algunas personas sólo quedó su sombra.
Los relatos de sobrevivientes recolectados por innumerables documentales cuentan más o menos lo mismo: personas negras, con el pelo quemado, con la piel colgando, con los ojos fuera de sus cuencas, buscando el alivio en la frescura del río, pero el río ya estaba lleno de cadáveres. La cifra de muertos se fue agrandando en los días, meses y años siguientes, a causa de los distintos efectos de la radiación recibida.
En julio del 2017 se aprobó en la ONU el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares, que prohibe desarrollar, hacer pruebas, producir, adquirir, poseer o almacenar armas nucleares, así como también su uso como forma de amenaza. Sin embargo, los países que tienen armas nucleares se ausentaron de la votación y ya avisaron que no van a firmar el Tratado, que necesita que 50 países lo firmen y ratifiquen para entrar en vigor. Argentina tampoco lo firmó.
A los hibakusha les preocupa su salud y la de sus descendientes. Aunque hayan sobrevivido, el fantasma de la radiación los ronda. Los días posteriores a haber sido bañada por la lluvia negra (compuesta por polvo, hollín y partículas altamente radiactivas), Watanabe sufrió terribles diarreas. Pero más allá de ese primer susto su salud está bien, pero ella se preocupa por sus nietos. Sus hermanos sí sufrieron los efectos de la radiación. El mayor, con el que ella jugaba en el templo, murió hace diez años de cáncer de hígado y después de haber tenido los huesos débiles toda la vida. El menor tiene enfermedades sanguíneas y se está haciendo un tratamiento en este momento. “Pero fíjese qué misteriosos son los seres humanos que mi papá se metió de lleno en la zona cero a buscar a algunos parientes, y vivió hasta los 94 años”, dice.
Sadako Sasaki no tuvo la misma suerte. La niña tenía dos años cuando explotó la bomba a 1700 metros de su casa y la cubrió la lluvia negra. Sobrevivió y llevó una vida normal hasta enero de 1955, cuando fue diagnosticada con una leucemia gravísima. En el hospital otra chica hospitalizada le dijo que si doblaba 1000 grullas de papel sus deseos se cumplirían. Entonces Sadako dobló y dobló todo lo que encontraba: papeles de caramelo, papeles de medicamento, papeles de regalo se transformaron en grullas. En agosto, según el relato de su padre, aunque cumplió su objetivo, siguió doblando papeles. En octubre, con doce años, finalmente murió.
Del cuello de Watanabe cuelga la fotografía de Sasaki y se le llenan los ojos de lágrimas cuando cuenta su historia. “Sadako y yo teníamos la misma edad cuando experimentamos la bomba atómica. La diferencia es que ella murió y yo estoy viva. Porque yo estoy viva pude casarme, tener hijos, tuve una vida feliz. Pero ella no”, dice, con los ojos tristes.
Entrevista: Bianca Di Santi.