La elegante edición de La trompetilla acústica, la novela de Leonora Carrington que publica Fondo de Cultura Económica, se ilustra con varios de sus cuadros más famosos. Uno de ellos, fechado en 1947, se llama Crookhey Hall. Es el nombre de su casa natal, una mansión en Clayton Greene, Lancashire, propiedad de su padre, magnate de la industria textil. La casa está en el fondo del cuadro, inmóvil y magnífica: a su alrededor, se desparrama el mundo de Carrigton. Una mujer desnuda que acaricia a una hiena. Galgos entre arbustos. Seres flotantes, entre hermosos y amenazantes; la siempre presente dama de blanco que corre, jugando o escapando. Otra mujer, dormida y sonámbula, apunta hacia la casa: es tan alta que su cabeza llega al techo. En el lago, a la izquierda, hay muchas mujeres o ninfas acuáticas: sobre el embarcadero, en un bote, bañándose o saludando a quien mira el cuadro, un hada que dice hola y presente desde el pasado.
Así recordaba su infancia Leonora Carrington en 1947, ya instalada en Ciudad de México y casada con el húngaro Enrico Weisz, padre de sus dos hijos. Ella tenía 30 años y al fin había dejado de escapar, de su padre, de la guerra, de la locura. Ya en la infancia empezó a sentirse incómoda: la madre y la nana, las dos irlandesas, la estimulaban con relatos folkloricos, un mundo místico y oculto que Leonora trasladaría a su obra. Mientras tanto el padre, severo, esperaba para su hermosa hija una existencia de aristócrata. En un error (para él, claro: a ella le cambió la vida) le regaló a Leonora un libro sobre pintura que incluía el cuadro de Max Ernst Deux enfants menacés por un rossignol. Ellla quedó impactada y anunció que quería pintar, también, como esos hombres del libro, sobre todo como Ernst. La respuesta fue enviarla a un internado católico cercano a la casa. La echaron. Ingresó a otro. La echaron también. A los 14 de Leonora, el padre se resignó a la vocación y la mandó a estudiar arte a Florencia. Poco después, ella siguió con sus estudios en Londres, conoció de lleno a los surrealistas y decidió que así quería pintar, porque esas imágenes eran las de su mundo interior.
En Londres conoció al autor de la pintura que la había impactado tanto. Ella tenía 19; él, 46. Los dos estaban en el restaurante Barcelona de Beak Street –frecuentado por Man Ray, Lee Miller y Paul Eluard– y huyeron juntos a París. El padre, horrorizado por la osadía, la diferencia de edad y quizá el hecho de que Max Ernst fuese judío, amenazó con desheredarla. Leonora Carrington ya estaba, sin embargo, en un viaje distinto. En Francia ingresó al círculo surrealista, se hizo amiga de la argentina Leonor Fini, con quien compartía sensibilidades estéticas, y en 1938 mostró su obra en la Exposition Internationale du Surrealism. Después de un tiempo en la ciudad, ella y Ernst se mudaron a una granja abandonada en Saint-Martin d’Ardèche, sur de Francia. Allí Leonora pintó La posada del caballo del alba, uno de sus cuadros más famosos, un autorretrato donde se la ve con su pelo suelto y rojo, la eterna hiena compañera y dos caballos, uno vivo fuera de la ventana, el otro en un balancín, suspendido sobre la pared. También escribió dos libros, La casa del miedo (1938) y La dama oval (1939), ilustrados por Ernst.
La vida de la pareja acabó de manera abrupta y brutal y ese corte inició el periodo más difícil de la vida de Leonora Carrington. Ernst fue arrestado como “enemigo interno” en la Francia ocupada y enviado a dos campos de concentración, primero a Largentiere, luego a Aix-en Provence. Ella quedó sola en la casa y años después escribió: “Empiezo, por tanto, en el momento en que se llevaron a Max por segunda vez a un campo de concentración, escoltado por un gendarme que portaba un fusil (mayo de 1940). Estuve llorando varias horas en el pueblo, luego volví a mi casa, donde me pasé veinticuatro horas provocándome vómitos con agua de azahar, interrumpidos por una pequeña siesta. Esperaba desviar mi sufrimiento con estos espasmos que me sacudían el estómago como terremotos. Ahora sé que este no era sino uno de los aspectos de esos vómitos: había visto la injusticia de la sociedad, quería limpiarme yo misma primeramente, y luego ir más allá de su brutal ineptitud. Mi estómago era el lugar donde se asentaba la sociedad, pero también el punto por donde me unía a todos los elementos de la tierra. Era el espejo de la tierra, cuyo reflejo es tan real como la persona reflejada.”
Tratando de dar con un salvoconducto para Ernst, Leonora decidió cruzar los Pirineos vía Andorra, en un Fiat: quería llegar a Madrid. Difícilmente la España de Franco ayudara a un prisionero judío, pero ella ya sufría, según contó después, lo que consideró una psicosis de guerra. Su padre, junto a las autoridades españolas disgustadas por las declaraciones políticas de Leonora –denunciaba a los nazis por la calle, a los gritos– y el cónsul británico, decidieron internarla en un psiquiátrico de Santander. Fue contra su voluntad: la secuestraron en auto y le administraron tranquilizantes en la espina dorsal para anestesiarla por completo. La experiencia quedó registrada en Memorias de abajo (escrito originalmente en francés como En Bas y publicado de forma definitiva en 1989, con traducción y prólogo de Marina Werner). Estuvo encerrada medio año. “No sé cuánto tiempo permanecí atada y desnuda. Yací varios días y noches sobre mis propios excrementos, orina y sudor, torturada por los mosquitos, cuyas picaduras me pusieron un cuerpo horrible: creí que eran los espíritus de todos los españoles aplastados, que me echaban en cara mi internamiento, mi falta de inteligencia y mi sumisión. La magnitud de mi remordimiento hacía soportables sus ataques. No me molestaba demasiado la suciedad”.
Cuando salió de la internación, no fue hacia la libertad. Débil y todavía recuperándose del brote psicótico, empeorado por un tratamiento extremo y brutal, su padre decidió trasladarla a Portugal. De ahí iba a salir el barco que la llevaría a otro psiquiátrico, quién sabe de qué características, en Sudáfrica.
Leonora, sin embargo, estaba lúcida y actuó con la rapidez del sobreviviente. Escapó de su enfermera y pidió refugio en la embajada de México. No esperaba que el país fuese su patria elegida: sencillamente estaba en Lisboa Renato Léduc, embajador y amigo de Picasso, un conocido, que trabajaba en esa sede. Se casó con él para obtener la inmunidad de esposa de diplomático. Un año después, en 1942, estaban en Nueva York ya divorciados. Leonora no se quedó mucho tiempo en Estados Unidos.
La magia recuperada
En México, Leonora Carrington encontró su hogar: de hecho, salió solo dos veces de su casa en Colonia Roma, un lugar famoso por su desorden, sus plantas y su penumbra, porque no le gustaba encender demasiadas luces eléctricas. Elena Poniatowska, que fue su amiga, la retrató en la biografía novelada Leonora (2011): ambas compartían el origen aristocrático y la extranjería, aunque la Carrington era infinitamente más extravagante que la princesa polaca. Poniatowska la entrevistó varias veces y en un perfil publicado en ocasión de los 90 años de la pintora, escribía: “En México, Leonora encontró de nuevo a la gente con quien se sentía bien: Benjamín Péret, Alice Rahon y su marido Wolfgang Paalen, pero sobre todo Remedios Varo y Katy Horna, la fotógrafa, a través de quien conoció en 1946 al húngaro Chiqui Weisz, quien falleció en 2006, padre de sus dos hijos, Pablo y Gaby. Su círculo de intelectuales se amplió hasta llegar a Poesía en Voz Alta y hacer el vestuario y los decorados de La hija de Rapaccini, de Octavio Paz, basada en Nathaniel Hawthorne. Tanto Octavio Paz como María Félix le rindieron culto y ella retrató a la Doña, que también admiró Renato Leduc. Su actitud vanguardista la llevaría más tarde a donar un cuadro al Movimiento Estudiantil de 1968 para que se rifara y Carlos Monsiváis recuerda que lo ganó el poeta guatemalteco Raúl Leiva.” Por esos años, también se unió activamente al movimiento de liberación femenina mexicano.
Leonora, sobre todo, pintaba. También escribía cuentos, para adultos y para niños, y algunos libros con títulos que honraban a su país de adopción, como La invención del mole, de 1960. A diferencia de muchos surrealistas, jamás se interesó por Freud o los sueños o el inconsciente: sus temas fueron la creatividad femenina y el ocultismo, la alquimia, los trabajos de la noche, la magia como arte. “Nunca fui musa de nadie”, decía. “Estaba demasiado ocupada en rebelarme ante mi familia y tratar de hacer lo que quería”. Con Remedios Varo, su mejor amiga en la Ciudad de México, estudiaban Cábala, la escritura mística maya, el Popol Vuh: las tradiciones religiosas y místicas europeas, judías y americanas. También se divertían: cuando iban al mercado, compraban ingredientes al azar y después escribían recetas de platos imposibles de comer (aunque, quizá, ellas se los comían de verdad). Remedios Varo murió joven, en 1963; en 1968, Leonora se quedó sola en México cuando Enrico, su esposo, apareció en la lista de intelectuales conspiradores que manejaba el gobierno después de la masacre de Tlatelolco. Tuvo miedo pero no se fue: ya había huido demasiado. Él volvió poco después. Como Ernst, era judío.
La anciana clarividente
Hacia el final de su vida, Leonora Carrington sostenía que sus pintores favoritos no eran los surrealistas, sino Paolo Ucello, Breughel el Viejo y El Bosco; pero el mundo del arte la celebraba como la última surrealista viva. En el 2000 recibió la Orden del Imperio Británico y la aceptó, aunque no salió de México para ninguna ceremonia, mucho menos del otro lado del océano. En 2005, de manera tardía, le dieron el Premio Nacional de Bellas Artes y vendió su cuadro The Juggler por más de 700.000 dólares, lo que, como suele suceder, puso al mundo del arte en alerta. Cinco años después tuvo su primera retrospectiva importante en Inglaterra, aunque todavía en el contexto de una muestra sobre mujeres surrealistas, que se hizo en West Sussex. El Museo de Arte Moderno de Dublin la celebró en 2013: ella había muerto dos años antes, a los 94, de una neumonía. En 2018, finalmente, recibió el reconocimiento institucional merecido con la apertura del Museo Leonora Carrington en Xilitla, San Luis Potosí. Muy cerca del edificio está el Jardín Escultórico Las Pozas, de otro surrealista británico, Edward James, que también escapó de Europa y construyó un extraño sueño surrealista en la selva.