En los 50, apenas Gallimard publica los libros de Simone Weil. Flannery O’Connor, lectora deslumbrada, desde Savannagh, encarga su envío a domicilio. Time le dedica la tapa a la pensadora francesa. O’Connor la recorta, la pega en uno de esos ensayos. Le imprime una suerte de realidad, dice. Su vida combina en proporciones casi perfectas aspectos cómicos y trágicos. La identificación no es gratuita. Las dos se parecen no sólo en el aspecto, un aire de catequistas: miopía, anteojos, una constitución enfermiza. En una el lupus, las muletas, y en la otra una anorexia crónica, una fragilidad a la que no le concede importancia aunque, lo sabe, es parte de su magnetismo. Pero la conexión más fuerte que tienen es un cristianismo fuerte. La autora de Sangre sabia y la de La levedad y la gracia confían en la salvación, pero en la tierra. Se ubican, como propone Weil, del lado de las víctimas.
La biografía de Weil (1909-1943) es una ráfaga abrasiva y sella a quien la lee. Ante Weil no se es indiferente, la neutralidad resulta tan hipócrita como despegar su itinerario vital de su literatura. Weil pertenece a la especie de quienes escriben en la existencia. Nacida en un hogar judío de buen pasar, elige desde chica una austeridad extrema. A pesar de sus malestares crónicos, su inteligencia deslumbra: aprende a leer a los dos años. Las anécdotas que se recuerdan de ella, casi siempre las mismas, son estampas al paso, que la tipifican como chiflada. Y responden a la envidia, la dificultad de emulación. Para imitarla no alcanza con creencia y abnegación. Se trata de la pasión, un sentimiento devaluado que la modernidad rotula melodramático. Tal vez convenga, de una buena vez, eclipsar toda la retórica que ironiza sobre su desdicha, borrar ese perfil de desgraciadita con que se la nimba, y puntualizar otros datos: por ejemplo, sus discusiones, sin levantar la voz ni bajar la vista, con León Trotski. A los veintidós, profesora de filosofía en una ciudad industrial del norte, se convierte en delegada y portavoz de los huelguistas. En Berlín, periodista, describe el huevo de la serpiente y se gana el recelo del PC. Coherente con su pensamiento marxista, la relación dialéctica entre teoría y práctica, se proletariza en la Renault, conoce la marca de la esclavitud y escribe La condición obrera, crónica y ensayo a la vez, con un estilo tan directo como punzante. “Para comprender la condición obrera es preciso algo más que pasearse por los suburbios y ver las viviendas tristes y sombrías, las casas y las calles de los obreros, escribe. Esto no ayuda comprender la vida que allí se lleva. La desgracia en la fábrica es aún más misteriosa”. Observa, analiza, profetiza. No se le escapa detalle de la explotación, desde el fichaje de entrada hasta el vacío de las almas sumidas en la monotonía alienante. Su intensidad, en efecto, perturba, descoloca y cuestiona. Y no sólo a los hombres. A partir de la excepcionalidad, o justamente por la misma, podemos considerarla par. Pero esta interpretación es una trampa machista, pura mala fe ideológica. La excepcionalidad opera como estrategia descalificadora desde el pensamiento patriarcal. Un buen ejemplo es como suele recordarse su pasaje fugaz por la Guerra Civil Española en la columna Durruti. El accidente que siempre se recuerda es cuando, con su despiste característico, mete un pie en una sartén con aceite hirviendo. Y lo que casi siempre eluden las conciencias bien pensantes es su registro de los horrores de la guerra: Aquí también vemos que se están produciendo formas de control y casos de inhumanidad directamente contrarios al ideal libertario y humanitario de los anarquistas.
Alejandra Pizarnik, en su diario, apunta:“Simone Weil me da miedo. Supongo que algún día la amaré y la comprenderé porque ningún otro escritor provoca en mí tantas reflexiones –casi todas tendientes a contradecir lo que leo– y esto, este esfuerzo por tener razón, es para mí algo nuevo, casi inaudito. Es que Weil no se toma nada a la ligera: ni la injusticia ni la búsqueda espiritual, asumiendo la última como una razón de ser poética que, décadas más tarde, interesará al feminismo aunque ella nunca lo mencione como causa.
Desde chica, Weil se ha preguntado: Cuál es el sentido de mi vida. Hay una radicalidad progresiva en su camino al cristianismo. La explicación: Desde la adolescencia pensaba que carecíamos de los datos necesarios para resolver el problema de Dios. No afirmaba ni negaba. Pensaba que lo importante, puesto que estamos en este mundo, era adoptar la mejor aptitud posible respecto a los problemas de este mundo. Y esto no dependía del problema de Dios, escribió en su Autobiografía, confesión que justifica su evolución del marxismo a la mística. Su idea de Dios no es convencional y la arrima al taoísmo. Aquel al que hay que amar está ausente, dice. El hombre no debe esperar milagros más que de sí. En su reflexión sobre el Padre Nuestro sostiene que no somos nosotros quienes debemos buscar al padre sino a la inversa, el padre es quien debe buscarnos a nosotros. Aunque el nosotros también le cae sospechoso en la medida que puede anular la individualidad. Así como nunca se afilia al PC, en su conversión religiosa es reticente con respecto al bautismo.
En lo personal, cada vez que vuelvo a Weil, me interpela. Allí donde entro a su escritura, siento su virulencia intelectual contenida. El sentido común se suspende. Después, aflojo, me dejo llevar, la atiendo. La atención para ella es un valor tan trascendente como la espera. En estos días, los de un año eleccionario en una pseudo democracia corrupta, Weil me estuvo esperando en su Nota sobre la supresión de los partidos políticos, un escrito de los oscuros años 40. Sin duda, el objetivo de Weil consiste acá, como en toda su obra, en darle al alma un sentido colectivo. Pero sin demagogia alguna: Un hombre que se adhiere a un partido ha visto probablemente en la acción y la propaganda de este partido cosas que le han parecido justas y buenas. Pero nunca ha estudiado la posición del partido respecto a todos los problemas de la vida pública. Al entrar en el partido acepta unas posiciones que él desconoce. Así somete su pensamiento a la autoridad del partido. Weil, cabe marcarlo, se resistía, en función de la verdad individual, a las manipulaciones dominadoras. Su idea de la verdad, que es también la de la belleza, busca poner el acento en una situación tal vez demasiado utópica, pero que no puede soslayarse si queremos que la vida encuentre un sentido en períodos (este es, sin duda uno) donde la catástrofe parece inminente. No obstante, debemos preferir el infierno real al paraíso imaginario, piensa. No se trata de no actuar. Se trata de reflexionar cada mínimo acto y, ante las transas que impone lo cotidiano, recrear ese acto subversivo de pensar en función de esa verdad individual deseada, hacerse cargo de la tensión ética que cada uno tiene que resolver. No es casual que en sus Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social elija como acápite al agnóstico Spinoza: En lo que concierne a las cosas humanas, ni reir, ni llorar, ni indignarse, sino comprender.
T. S. Eliot, el autor de La tierra baldía, opinaba que los políticos deberían leerla. Pero los políticos no leen. Y no leen porque, hay que reconocerlo, no saben ni les interesa. Además difícilmente podrían comprender a Weil. No obstante, sería recomendable que probaran: con sus dietas no les será oneroso comprar sus libros y, considerando que no habrá parlamentarias hasta marzo, tendrán unos días para redimirse.