Se tiene por trabajo toda acción humana cuando, estrictamente, es apenas un modo de categorizar las muchas cosas que cualquier hombre o mujer puede hacer. La idea de que “el trabajo dignifica” o el chiste patronal de premiar a un empleado y obrero de años por su dedicada “humildad” son los límites morales de una idea que habría que pensar hasta el fondo: ¿no es esa especie de ética laboral incorporada con su dosis de pensamiento religioso lo que en última instancia subyuga al hombre (digo, al hombre realmente subyugado, al que trabaja de verdad)? En este “humilde” cuento, traté de pensar exactamente eso desde un punto de vista de un género que siempre encontré espectacular, que incluso visité fuertemente en mis primeros años como lector y que conformaron la fuente de energía de mis primeros arrebatos de escritura: la ciencia ficción. La idea del argumento siempre pensé que iba a ser material para una historieta corta, de algunas páginas, pero la dejo aquí, escrita, un poco apurado por la ansiedad de darla a conocer.

Con mi amigo Damián Rosanovich, a quien le dedico este cuento, leímos en nuestros primeros años en la Facultad de Filosofía y Letras El derecho a la pereza (1880) de Paul Lafargue. Un tipo raro, este Lafargue. Franco-cubano, fue yerno de Marx (se casó con su hija Laura), escribió esta suerte de manifiesto, un folletín heroico, y después concretó el pacto suicida que había dispuesto con su señora a los 69 años. Leemos allí: “Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista. Esta locura trae como resultado las miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de sus hijos”.

Peores tiempos han venido después de Lafargue. Este cuento trata de condensarlos.