¿Vení, pasá, sentate. Tengo té para ofrecerte, nada más, y galletitas de agua. Decime si querés otra cosa que puedo manguearle algo dulce a la vecina. No sabés cómo rompe las pelotas desde que empezó a hacer el curso de repostería. Ninguno en el piso se la banca, pero sabés cómo soy yo: con tal de no sentirme culpable después me aguanto cada conversación pelotuda? El abuelo se sienta bastante rápido en la silla, casi como si lo que le queda de cadera estuviese puesto a punto para realizar el noble ejercicio de inclinarse y dejar reposar sus nalgas huesudas en el banquito blanco de jardín que tiene en el centro del pequeño living del departamento. Afuera, el sol se apoya manso sobre los colores despintados que indican el número de monoblock: 26. Como el día de hoy, 26 de diciembre, uno después de Navidad, con las decoraciones tristes todavía colgando en las puertas todas iguales de los departamentos del piso en el que se encuentran. No le pareció raro encontrar a la puerta de su abuelo totalmente despojada. 

Convengamos que la idea de venir a verlo no fue estrictamente suya, pese a que ahora siente el pecho lleno de una sensación de extraño bienestar que proviene, un poco, por la satisfacción de haber cumplido una tarea noble, y otro por la idea de que estaba llevando a cabo una buena acción justo un día después de Navidad. Casi cree, por dentro, que toda fiesta de esta calaña es una creación humana para recordar que hay que ir a ver a los parientes, hay que reafirmar los vínculos que nos mantienen presos de un pasado, hay que reconocerse en la mirada de un ancestro, con generaciones de personas que portaron las combinaciones genéticas que derivarían, con el paso del tiempo, en él, en Alexis. Le cuesta ver la abusiva repetición de temas arquitectónicos en toda la situación: el sol en el monoblock, pasando por las columnas imaginarias que bien podrían llamarse su linaje, su árbol genealógico, y terminando en los escasos metros cuadrados del departamento de su abuelo, ascético, mucho más de lo que estaba cuando su abuela todavía vivía.  

El banquito que tiene en frente no promete mucho bienestar, ni para él ni para ningún ser humano en su posición. Visitar al abuelo era la promesa segura de una fuerte incomodidad por venir que no se limitaba sólo a asuntos de postura, sino también a una pesada caterva de anécdotas de tiempos anteriores, de referencias políticas elusivas y, claro está, de su Día de Trabajo. Apenas se sienta, el desfile de molestos lugares comunes empieza: 

–Sabés que, cuando te miro a la cara, me doy cuenta lo mucho que te parecés a mí. Tu madre seguro no se acordará, pero tenía un poco más de tu edad cuando la tuve a ella, exactamente cuatro años después de ir a trabajar. Qué día, ese. Me acuerdo que de los nervios no me podía dormir. Le había dicho a mi papá, como un mes antes, que me cuente cómo fue su día de trabajo, y ni siquiera con lo que me contó me había conformado. Me resultaba poco, me parecía que había algo más. Fue su idea eso de ir a preguntarle a mi abuelo: qué sería tuyo mi abuelo… No sé, tátara algo, viste que esos títulos parecen más inventados que reales, pero mi abuelo es también tu abuelo algo, un ancestro, alguien mucho más viejo que provenía de otro mundo y que tenía otras cosas para contar, así como vos las vas a tener para tus futuros hijos, tus futuros nietos? Alexis desvía los ojos cuando el viejo empieza a fabular, a hablar con el mismo tono de un personaje de película. Hay muchas cosas que duda que sean reales de las que contó ya varias veces en infinidad de reuniones de familia. No es un problema solamente de él, varias personas no pueden distinguir con claridad qué cosa les sucedió realmente y qué otra fue sacada de una serie o un video en alguna red social. Puertas adentro, en la idea de intimidad más radical que podamos tener de esa persona, el dato es tan valedero como si hablásemos de algo realmente sucedido: lo que importa es el grado de verdad fundamental que se deposita en un relato, no tanto su “veracidad”. Pero él no es psicólogo ni mucho menos: lo falso abunda en el mundo, por qué este viejo se va a creer con el privilegio de que sus mentiras tengan más trascendencia que las de cualquier otro. Y a quién carajo le importa todo esto, en definitiva.

–Mi abuelo estaba en peor estado que yo ahora, hablándote a vos, cuando lo fui a ver. Estaba más arrugado, tenía más ojeras y ya le fallaba mucho la memoria, más que a mí, eso seguro -el viejo se ríe, Alexis sigue con los ojos puestos en el monoblock de enfrente, más específicamente, en una ventana en donde parece que una chica descuidada se cambia después de ducharse sin ninguna persiana que oculte un cuerpo blanco, finito, que rebota de un extremo al otro del marco del vidrio como si fuera una pelotita de ping pong, apenas un poco más lenta. 

–Su casa estaba por acá cerca, a pocas cuadras: en el momento en que lo fui a ver, mi abuela todavía estaba viva. Me acuerdo que nos sentó a los dos en la mesa del patio, nos sirvió un poco de café, cosa rara porque mi abuelo lo tenía estrictamente prohibido, y empezó a contarme cómo era el mundo antes de la creación del Día de Trabajo. En esa época, en la época en la que mi abuelo era joven y tenía tu edad, trabajaban todos: hombres, mujeres, hasta niños y niñas. Mi abuelo estaba vivo durante el Gran Levantamiento. Ahora, si vos lo leés en cualquier lado, parece que las cosas fueron naturales, sin violencia, pero mi abuelo contaba otras cosas: insistía con esto de que en todo el mundo se levantaron en armas, que hubo que luchar para poder conservar las pocas cosas que se tenían, como muebles o cubiertos, las cosas que cualquier familia de empleado podría haber conservado de alguna otra época, mucho más atrás en el tiempo. 

Alexis va pasando de los ojos del abuelo a la ventana de enfrente, con el suficiente grado de atención como para darse cuenta cuándo es el mejor momento de mirar la rugosa cara de Esteban, coronada con un bigote y unos pocos pelos blancos alrededor de las orejas, y cuándo revisar si el acto de vestimenta promisorio había o no terminado. La chica parecía tener dudas con respecto a qué vestido llevar: se la veía ponerse uno por encima del otro frente a algo que, aun a cierta distancia, se podía deducir que era un espejo. Alexis pensó que ambos estaban preparándose para un gran evento en esa tarde que lentamente daba paso a la noche: ¿cuándo habrá sido el Día de Trabajo de ella? ¿Cuántos años tendrá? ¿Algunos más que él? 

El viejo no se da cuenta y sigue en su mundo. Parece encerrado en el relato: estira apenas la mano para agarrar una campana pequeña, de mano, llena de herrumbre pero aún brillosa, según le pegue la luz artificial del pequeño departamento. Le gustaría decirle a su nieto que es la única cosa que sabe que se conserva en su familia desde la época del Gran Levantamiento: una campana de hotel que, según el abuelo de Esteban, era parte del único empleo que había tenido antes de la instalación del Día de Trabajo y de los muchos cambios producidos luego del Marzo Glorioso, ese período que aparece en las clases de los estudiantes de secundario como un conjunto bastante desprolijo de datos y casi nada de emoción. Esteban piensa que le hubiese encantado vivir esa época con su abuelo: hoy, viudo, espera la reubicación final antes de la muerte, la derivación a algún geriátrico en donde dependerá de otro (piensa: un empleado estatal) para cada acción que quiera realizar. En definitiva, envidia la posibilidad de haber vivido alguna época realmente interesante. Hay cierto espíritu de aventura que cuesta hacer desaparecer, quizás por eso la poderosa resignación que lo acompaña y que lo lleva a vivir de manera tan austera. –Mi abuelo me contó que los cambios tardaron poco tiempo en imponerse, y que la mayor parte de la gente los recibió con alegría. Claro, en el Gran Levantamiento habían muerto muchas personas, y un poco de paz era necesaria después de tanta masacre. Luego se impuso lo más interesante, el orden en el que vos y yo vivimos, Alexis: un mundo por fin depurado de la maldición del trabajo. 

La chica ya no estaba más. La imaginó yendo a una de esas fiestas de fin de año que explotaban en la semana post Navidad. Un auténtico período entreguerras para cualquier estómago. Pensó en no comer carne a la noche, pero no sabía hasta qué punto su madre iba a compartir la misma opinión. Las raciones de carne en diciembre aumentaban para las familias grandes con tal de oficializar el espíritu de las fiestas, lo cual hacía imposible pensar en una cena que no tuviese algo muerto. Le molestó un poco la idea de caer en ese menú fijo, pero pensó que había cosas peores, como llegar a viejo: volvió la mirada a Esteban. 

–Parecía pensado de antes. Bah, fue pensado desde antes. Una vez cambiado todo, lo primero que se determinó era que el hombre no podía competir más con la máquina en ciertos trabajos. Pero, al mismo tiempo, tampoco se podía pensar que el hombre no podía tener participación en lo que se construía. Se sabe que, sin presencia humana, las máquinas fallan. La decisión fue fatal, pero se tomó con la misma inmediatez con la que se había impuesto el nuevo orden: era necesario al menos una persona trabajando por más que todas las labores sean llevadas adelante por las máquinas. Mi abuelo me dijo que estuvo en la deliberación que se hizo en su sección acerca de si aceptar o no la propuesta de los nuevos gobernantes, todos ellos sometidos al entusiasmo de poder llevar lo que la filosofía pensó a lo largo de tanto tiempo a la realidad. Como suele ser costumbre, los jóvenes aceptaron rápidamente la transformación, los viejos no tanto, pero sabían lo que les convenía por las muchas ejecuciones de la época. 

El tono escolar que había adoptado el abuelo le pareció demasiado molesto. Rayando los setenta, poco le quedaba de chispa vital y ya todo lo que decía parecía teñido de un tono de solemnidad. El reloj no se veía desde donde estaba sentado, pero consideraba que habían pasado, por lo menos, tres horas desde que llegó. Seguir el pedido de su madre había resultado una especie de último sacrificio de infancia: mañana cumpliría 18 años y era su turno de ingresar en el mundo adulto, llevando adelante su único Día de Trabajo, el día que todo ciudadano debía destinar al bien público. En el monoblock donde vivía, el número 79-D, era el último de su generación en cumplir su parte en el cronograma dispuesto por la autoridad del edificio. Debía estar despierto a las cuatro de la mañana, bañado, afeitado y con los papeles correspondientes para que el transporte lo lleve hasta la puerta de entrada de La Fábrica de su sección: un recinto del tamaño de cuatro monoblocks puestos uno al lado del otro que se encargaba de producir tanto los alimentos como las máquinas que conformaban el nudo de la vida cotidiana de todas las personas de esa región. Y sucedía lo mismo con otras regiones, a lo largo del país, del continente, del mundo, casi: un gran porcentaje de los jóvenes que habían nacido ese día, el 27 de diciembre, 18 años atrás, tenían que cumplir su parte en el contrato social que tácitamente firmaron al nacer y ofrecer su cuerpo, su vida, su mismísima alma al servicio de La Fábrica. Los folletos que leyó parecían mostrar a la labor como ínfima, apenas importante: supervisar, en un lapso de 24 horas, por única vez en su vida, el correcto funcionamiento de la maquinaria, advertir si había algún cambio importante para el siguiente empleado, ese sujeto que entraría a las cuatro de la mañana del día siguiente, el tipo o la tipa que tuvo la buena fortuna o terrible desgracia de nacer un día después de él. Y, claro, aprovechar las ventajas del día laboral: comida de mejor calidad que la asignada mensualmente a cada monoblock, una hora y media de descanso en el Salón de Recreación de La Fábrica –que cuenta, según algunos de los veintiañeros que quieren sorprender a los más jóvenes en el jardín común, entre edificio y edificio, con los mejores juegos que cualquiera puede siquiera imaginar– y el reconocimiento público como un verdadero adulto, un ser indispensable para el mantenimiento del statu quo. Era imposible seguir manteniendo la virginidad después de trabajar: tenía asegurada la salida de ese ocioso mundo de masturbación y ansiedad producida por la llegada del gran día. ¿Por qué gastar la antesala de la gloriosa jornada que le quedaba por delante con anécdotas de un fracasado que ni siquiera tiene tiempo de conseguir algún mueble decente en la administración de su monoblock y que, encima, nunca va al punto? 

–Un día después de ir a trabajar, conocí a tu abuela. Mucha gente te va a comenzar a mirar con otros ojos cuando salgas de La Fábrica. Tu abuela me conocía desde que nací, pero nunca me había prestado atención hasta que cumplí los 18 y colaboré como correspondía al bienestar social. Muchos pierden de vista eso: lo importante no es el cambio de lugar que va a darse una vez terminada la jornada, sino la sensación de haber cumplido con un orden que es más grande que el de cualquier individuo, un orden por el que muchos lucharon y hasta arriesgaron su vida, un orden que es, desde el punto de vista del hombre contemporáneo, mucho más justo que cualquier otro orden, y que será perfeccionado por las generaciones por venir, la tuya, Alexis, y las de tus hijos y tus nietos. Tu abuela también compartía esta misma sensación: era un año menor y su día laboral iba a llegar al año siguiente de interesarse por mí y proponerme comenzar una relación. No conozco a muchos que compartan conmigo ese mismo fervor por las obligaciones ciudadanas, creo que tu abuela era la única que me hacía sombra en este tipo de cosas. 

El viejo iba a llorar, era inevitable. Alexis levantó su mano y la colocó sobre el hombro de su abuelo, primero con timidez, luego, con algo de convicción, lo que lo llevó al punto de poner un gesto de comprensión bastante tonto, uno que consistía en chuparse los labios, ponerlos debajo de los dientes y levantar y bajar la cabeza varias veces, como si no parase de afirmar la importancia de lo que acababa de decir Esteban, ahora sí, un completo desconocido que tuvo la incorrección de mostrar sus sentimientos. Apuró la salida diciendo que se tenía que preparar. Esteban lo miró, un poco arrepentido por haber llorado –¿quién lloraba en estos días?– y le abrió la puerta principal. Notó que su nieto levantó la vista hacia la ventana, como buscando algo en el otro edificio. Pensó, con cierta vergüenza, que ni siquiera tenía ganas de ver cómo vivía su abuelo.

La calle no estaba tan desierta como cualquiera podía sospechar que lo iba a estar a esa hora. Vio cuán exagerado había sido con respecto al tiempo que perdió: la visita no duró más de cuarenta minutos, y Alexis se puso a pensar en esta tendencia familiar a exagerar las cosas. La puerta de entrada de cada uno de los complejos habitacionales parecía repetirse una y otra vez, con la única diferencia de las personas que se encontraban a su alrededor. La mayoría tenía la edad de su abuelo o estaba cerca de alcanzar esa cantidad abusiva de años: la política de sectorización demográfica no había prosperado, pero un par de años después todavía se seguían sintiendo los efectos del intento. A lo lejos, lo sorprendió una silueta que no esperaba: la chica del monoblock de enfrente caminaba rápido, tratando de agarrar algún medio de transporte que la lleve a donde sea que vaya. Un taxi maltrecho, como todos los que podían pasar por esa parte de la ciudad a medida que se acercaban las nueve de la noche, la levantó casi sin mirarla y salió rápido en dirección hacia el norte. Alexis pensó que podría seguirla: subirse a un taxi, indicarle una dirección falsa que coincida con el rumbo del auto de la chica o, en el peor de los casos, como en una mala película de detectives, decirle al conductor “siga ese auto”. Después, colarse en la fiesta a la que entre -porque va a una fiesta: ¿quién se vestiría de esa manera en estos días después de Navidad, cuando todo el mundo está purgándose de lo comido y bebido en Noche Buena para arruinarse en Año Nuevo?-, podría asegurar que estaba invitado o fingir que es el novio de alguno de los que estuviesen adentro, en la celebración, para después chocarse “ocasionalmente” con la chica e improvisar alguna conversación, sacarle algún tema de charla para probar así, por fin, qué chances tenía de acostarse con alguien, de demostrar su valía, su verdadero lugar en el mundo que se le estaba abriendo de a pétalos, por momentos, como en segmentos ordenados de hechos.

Se arrepintió al rato. Ni siquiera dio el obligado paso para decir que dio marcha atrás. Siguió moviendo sus pies al mismo ritmo agobiado, un crucificado más recorriendo el Gólgota de monoblocks y paredes mal pintadas con nombres de bandas que arañan el éxito comercial. Se puso a pensaren que le convendría un corte de pelo a la noche como para estar bien prolijo a la hora de levantarse. Y a dormirse rápido, sin distracciones o molestias: mañana había que ir a trabajar.