La rueda humana giraba cada vez más rabiosa. Alrededor de un inmenso eje invisible, cientos de cuerpos se iban empujando y apretando unos sobre otros: torsos desnudos, saltos convulsivos, manos que levantaban zapatillas del suelo, brazos abiertos al cielo esperando algún tipo de elevación. La velocidad crecía a la par de las guitarras que se aceleraban sobre el escenario. “Dinero, sangre, humo / eso la hace girar”, aullaban Los Espíritus en “La Rueda que mueve al mundo”, la canción con la que cerraban su participación en la tercera edición del festival Buena Vibra, celebrado el sábado en el Estadio Malvinas Argentinas. La marea humana que se balanceaba detrás, y que iba amainando su oleaje a medida que se alejaba del escenario, mostraba un predio colmado por casi doce mil personas. Y allí adelante –en esa escenografía que parecía propia de un ritual perdido–, la banda canalizaba el significado escondido en el festival: una escena musical independiente que creció a un ritmo vertiginoso y que, alejada de grandes marcas que funcionen como soportes económicos, encontró un camino hacia la masividad.
La jornada había arrancado a las dos de la tarde, con un sol embravecido. A los costados de las vallas de entrada, se iban acumulando los envases de bebida descartados a un ritmo desigual: las botellas de agua se imponían con suficiencia sobre las latas de cerveza. “De acá me voy a trabajar a los boliches de Flores, imaginate… es como estar en un pelotero y después en el penal de Marcos Paz”, decía una de las mujeres encargadas de seguridad. Pasaban chicos y chicas con camisas floreadas, bermudas ajustadas, vestidos, chupines, anteojos de sol y, unas pocas remeras de Ramones que asomaban y alguna que otra camiseta de fútbol. “Festival Buena Vibra. El Festi más lindo del mundo”, decía el cartel de ingreso.
El primer terceto de bandas dejaba en claro la apuesta del Buena Vibra: dos escenarios inmensos –con tres pantallas gigantes cada uno– en los que se mostraban las canciones acústicas e intimistas de Aínda dúo, el pop agudo de Valdes y las rimas oníricas de Banzai FC, que tuvo como invitado al rapero Wos, flamante campeón internacional de la Batalla de Gallos. Se trataba de amplificar los sonidos de bandas a las que, en solitario, hoy les resultaría imposible alcanzar el nivel de convocatoria necesario para montar una estructura de esa magnitud. La plataforma de crecimiento funcionó íntegramente de forma digital: a través de las redes sociales de cada banda y los medios digitales Indie Hoy y FM Futurock, que transmitía en vivo desde el predio. “Nos interesa remarcar lo independiente porque no es menor”, decía Joaquín Speroni, productor y organizador del festival, a PáginaI12. “Hay un crecimiento que se está dando por fuera del circuito de festivales con grandes empresas detrás, y este tipo de propuestas ya los están alcanzando de alguna manera”.
Los primeros signos de ese tránsito hacia lo masivo llegaron con las bandas que luego se subieron al escenario: Las Ligas Menores y Militantes del Climax. El predio a esa altura estaba casi lleno. Los dos escenarios, semi enfrentados, se alternaban sin dejar silencios entre bandas: de las melodías ramoneras sobre el desamor en clave Siglo XXI de Las Ligas, al jazz funkeado y rapeado de Los Militantes. Los movimientos suaves de danzas solitarias frente al aire se imponían a los tenues intentos de pogo cercanos al escenario. Más allá, un el espacio cerrado, se ofrecían cortes de pelo, juegos de arcade, simuladores de batería, revistas gratuitas, dibujos a mano alzada y una oferta de comida que iba desde el patio cervecero y las salchipapas hasta una extraña tienda de “helados moleculares”. Una mezcla gastronómica que iba y venía entre el snobismo y el territorio popular.
La intensidad de los sonidos empezó a envolver el predio con la llegada de Bandalos Chinos, que impusieron su híperpop cargado de glamour y una banda de vientos que disparaba melodías contagiosas y flamígeras. En ese cruce de sonidos aparecía una de las claves que expuso el crecimiento de este festival: acompañar la resonancia de bandas que exploran una alquimia hecha con melodías sensibles y extensas zonas de baile a base de saxos, teclados y sintetizadores de raíces ochentosas. “Fuimos creciendo juntos. Bandalos Chinos estuvo desde la primera edición, cuando todavía éramos un ciclo de fechas en el Kónex”, detallaba Speroni, mientras en el escenario Marilina Bertoldi prendía el fuego de sus canciones en las que se vislumbra ese atractivo nudo entre el rock y la electrónica. “Ahora nos enamoramos de lo masivo. Quintuplicamos la convocatoria del año pasado, y eso lo alcanzamos por el crecimiento de todas estas bandas, que desde un primer momento tuvieron la mejor predisposición para trabajar juntas”.
Otro de los que ya venían participando del Buena Vibra es el magnético Louta –ese muchacho de voz metálica que va empilchado como soldado–, uno de los puntos más altos de este festival. La fuerte impronta teatral de sus canciones se potenciaba con un cuarteto de hombres y mujeres que desplegaban una danza caníbal. En una de ellas, Louta arrancaba sentado en un banco de plaza con flores, en otra se movía como un artista marcial, en otra simulaba ser un robot desquiciado. Viajando de un lado a otro del escenario, propagaba sus canciones con letras acuñadas para esos “nativos digitales” que hacen cortocircuito con sus Black Mirrors. “Quiero que frenes el tiempo / y mires la lluvia / Quiero que mezcles colores / que muerdas las flores”, cantaba en “Abrir tu corazón”, cuando la noche ya había caído sobre el festival.
El camino del cierre comenzó con El Kuelgue, la big band encabezada por el desacartonado Julián Kartún, que entre el bossa y el funk se daba lugar para ironizar con La Beriso, el trap, las iglesias evangélicas y el vegetarianismo, y le ponía el primer condimento político a la jornada: “En este país votaron a un gil millonario que no sabe hablar”. La respuesta del público fue acompañarlo con el llamado Hit del Verano: “Mmlpqtp”. La llegada de los sub-25 Usted Señálemelo –cuya primera participación en un festival porteño fue en el Buena Vibra–, era festejada con un “olé, olé, olé, usted, usted…”, en el vínculo más cercano que tuvo el festival con el aguante futbolero. Mantuvieron cautivado al público por más de una hora con esa capacidad que tienen para hacer reverdecer melodías que encuentran reflejos entre los prismas de Spinetta y Soda Stéreo. Una muestra de esas raíces fue su versión al pie de la letra de “Sintonía Americana”, de los Abuelos de la Nada, poco antes terminar su recital.
El primero de los escenarios del Buena Vibra se cerró entonces con Los Espíritus, que mostraron en pleno festival dos de las canciones de su nuevo disco –grabado en Cuba y de próxima salida– y volvieron a descargar toda la potencia de sus sonidos chamánicos. Con esa mezcla hipnótica de blues y rock que funciona como una especie de “llamada de la selva”, hicieron girar y bailar al público sin mediar ninguna palabra entre sus canciones. El final estuvo a cargo de Sara Hebe y su colega Ramiro Jota. La rapera argentina más poderosa de este milenio desplegó un show provocador con mujeres bailando desnudas sobre el escenario, que corporizaron sus letras filosas que apuntan contra todas las formas del poder. Detrás de esa multiplicidad de expresiones musicales y estéticas que se habían ido alternando, la independencia artística funcionó finalmente como el hilo conductor que atravesó el festival. “Lo que sucedió es que acá las bandas crecieron aprendiendo a hacer todo”, concluía Speroni. “Entonces, cuando se acercaron a trabajar juntas, con ese desarrollo compartido, explotaron”.