A primera vista, la obra Petróleo, del grupo Piel de lava, plantea una singularidad formal: cuatro estupendas actrices (Pilar Gamboa, Valeria Correa, Laura Paredes y Elisa Carricajo) encarnan a cuatro hombres que, en tanto obreros petroleros enfrentados a la crudeza del trabajo en la Patagonia, responden a cierto estereotipo de la masculinidad. Una sutil y progresiva aparición de señales, signos y gestos, pondrá también en cuestión este esquema binario. No se trata (o no solamente se trata) de mujeres haciendo de hombres, sino de cuatro cuerpos habitando identidades genéricas que se resquebrajan, se alimentan de sus opuestos y cuestionan –a veces imperceptiblemente, a veces de modo grotesco– la irreversibilidad de la norma.
El gran mérito de la puesta y de la concepción dramatúrgica consiste en traducir un complejo enunciado filosófico –de algún modo una proyección escénica de la “teoría queer”– en un espectáculo cautivante, entretenido y, fundamentalmente, muy gracioso. Hay una clave de accesibilidad fundada, por un lado, en la frescura “natural” de las actuaciones y, por el otro, en un código de empatía que se establece con el público. Aquello que Urdapilleta y Tortonese planteaban como transgresor en los sótanos porteños de los años 80 hoy es percibido como menos provocativo, aunque invite a reflexiones más sutiles. Es el Complejo Teatral de Buenos Aires, entonces, el que pone en escena (el año pasado en la sala Sarmiento, ahora, desde este fin de semana, en la sala Casacuberta del Teatro San Martín) esta historia argumentalmente sencilla pero rica en matices psicológicos y lecturas de género.
Los cuatro personajes de Petróleo asumen distintos grados de afectación varonil. El Carli (Gamboa) vendría a ser una especie de “macho alfa” entre pares. Impone pautas de convivencia en ese sur hostil, donde a la flexibilización de las condiciones de trabajo de obreros golondrinas se suma la realidad del desarraigo. Montoyita (Laura Paredes) y el Formo (Valeria Correa) se esfuerzan por mantener un estándar adecuado de hombría, a la vez que aceptan la autoridad no escrita, pero también naturalizada, de El Carli.
El Palla (Elisa Carricajo) es el “nuevo”, categoría que dentro de cierta cultura masculina determina una situación de inferioridad provisoria: el respeto, según esos códigos, hay que ganárselo. No es fácil ganarse un lugar en ese ámbito de virilidad escatológica y movimientos ásperos. El personaje de Carricajo, para colmo, se despacha con algunos gestos disruptivos. Aparece, de pronto, con un tapado de piel que tomó prestado, dice, de su mujer (porque todos tienen mujer, aunque allá lejos, y el que no tiene la inventa). También rompe, a partir de frases medidas y tiradas casi en forma casual, con cierto conformismo general en el plano de los derechos laborales. Sus compañeros lo miran y lo escuchan con desconfianza, pero no tardarán en advertir, por ejemplo, lo bien que les vendría ese tapado de piel para defenderse del frío patagónico.
El asombro por la composición técnica de las actrices, se va desvaneciendo paulatinamente hasta licuarse en el seguimiento de la construcción (o deconstrucción) de sentido que plantea la obra. De pronto, a una escena de pogo salvaje y ricotero le sigue inmediatamente la aparición de Formo con un vestido fucsia de lentejuelas, que sacó del bolso de Palla (a esa altura, el bolso de Palla ya funciona como una suerte de caja de Pandora). Ante la mirada atónita de sus compañeros, se justifica con una frase también extraída del código barrial: “y bueno…¡me arengué…!”. Otros empiezan a expresar miedos antes inconfesados y el más macho de todos reconoce que hace pis sentado. Se enrarece lo que antes parecía normalizado.
La lenta disolución de las fronteras entre los géneros acompaña los distintos planos escénicos en que se presenta la obra. Un dispositivo móvil da cuenta, alternativamente, del encierro en ese trailer donde viven los trabajadores, de la inmensidad del “afuera”, de la incertidumbre que provoca ese pozo petrolero que parece haberse quedado seco.
A lo largo de este proceso, en ningún momento Pilar Gamboa deja de estar presente en el cuerpo de El Carli, ni Laura Paredes se escinde completamente de Montoyita. Lo mismo ocurre con Valeria Correa y su criatura. El Palla de Elisa Carricajo termina en tanga azul eléctrico y medias negras, pero el curtido obrero petrolero, increíblemente, sigue estando allí.
El grupo Piel de lava trabajó con la directora Laura Fernández. Cinco mujeres que modelaron este material desde lo textual y lo escénico. Lo que se ve, finalmente, es precisamente eso: una construcción, los distintos planos de ese espejo absurdo en el que se reflejan los mandatos de la identidad genérica.