Allá por mediados de 1997, comenzó el desarrollo de lo que iba a ser ley en la Ciudad de Buenos Aires. Por un hecho tan fortuito como maravilloso, fue luego de un acto cultural en el antiguo Concejo Deliberante, durante el cual una variada banda murguera copamos su Salón Dorado. El que por aquel entonces era Concejal de la Ciudad, Eduardo Jozami, muy conmovido por lo visto, me preguntó que se podía hacer por la murga desde ahí. Lo primero que se me ocurrió contestarle entre sonido de bombos y pies retumbando desde los cuerpos en movimiento fue: “Legislar. Proteger y difundir”. Así que nos cedieron el espacio para reunirnos. Convoqué en principio a los murgueros de larga trayectoria junto a quienes llegaban recién desde los talleres sin distinción. El querido Diego Robacio ofició de nexo (además amanuense de cada reunión con sus informes), se nos sumaron desde sus lugares invalorablemente: Claudio Mafú Yomaiel y Leticia Maronese, más una indispensable labor de Cristina Christel. Siempre recuerdo con gracia cuando una tarde, esperando que llegue el viejo ascensor hacia el despacho, el querido e inigualable “Pacha” Terlizzi (director de “Los Cometas de Boedo”), me expresó con tono de esquina “Y negro...a ver si nos dan algo”. Yo contesté un poco fastidiado: “No Pachita, esto lo estamos haciendo nosotros para dárnoslo”. Un poco retomando a Goethe, quien escribiera “El carnaval no es una fiesta que se le concede al pueblo, sino que es una fiesta que se concede a sí mismo”. Nosotros, los ninguneados y marginados por la Cultura, de izquierda a derecha y a menudo “utilizados” para menesteres políticos de intereses ajenos a los nuestros, estábamos por fin legislando. Fueron varios meses de reunirnos y debatir una ley inclusiva que tenía la particularidad de pensar hasta en agrupaciones afines pero de otros estilos. Íbamos presos por portación de ritmo en esos años. Hoy, esa 52039 parece que nos queda chica cuando asistimos a la política de marginación gentrificadora de un gobierno que no nos quiere, porque no quiere nada a la Cultura Popular y menos a la que representa “lo negro” de nuestro patrimonio vital e intangible. Cuando leemos sin nombrar a un negador de desaparecidos, correr por derecha en una interna al actual intendente de la ciudad fustigando a los corsos barriales (y es menester recordar que tal negacionista fue Secretario de Cultura de aquel gobierno de la Ciudad cuando legislamos y mantengo su gesto en desgano al atendernos en alguna reunión precedente y obligada que tuvo que darnos a los que empujábamos la ley). Cuando la opinión votante de los consecuentes generadores de la grieta diatriba espuma de odio en los foros de los medios con los mismos conceptos que sus antecesores cuando se referían a los bailes de carnaval y a los candombes negros. Nos queda chico el margen entre las balas y los parches. Nuestra murga, en fin, sigue siendo ese “Sentimiento de rabia y orgullo que se baila” y debemos cuidarla como reserva de negritud, también de oxígeno carnal a una fiesta, que sin ella hace tiempo hubiera dejado de existir ante el embate de la meritocracia cultural.
La Murga camina y es, como mentaba sobre ella Juan Carlos Cáceres: “La Catarsis del Tango”. Las milongas son imparables en latir, imagínense los corsos…
* Juglar y murguero.