“Tres veces en Irak, pero no hay plata para nosotros”, grita desde una pared descascarada un graffiti escrito con letra temblorosa. El escenario no podría ser más desolador: un pueblo perdido de West Texas donde hay más polvo que gente. Pero a pesar de los nervios, los muchachos que van a robar esa sucursal olvidada del Texas Mid- lands Bank parecen contentos, como si fueran a saldar una vieja deuda, a tiros si es necesario. Ya en la primera escena, Sin nada que perder –una película heredera del espíritu crítico del nuevo cine norteamericano de los años 70– describe con un laconismo y una precisión ejemplares todo aquello que será relevante en los ajustados 100 minutos de película: escenario, tema y personajes. Cuesta pensar en una película de género actual que sea capaz de sostener –y enriquecer– todo lo que promete esa escena inicial como lo hace este policial tex-noir que ilustra de manera luminosa aquel viejo apotegma de Bertolt Brecht: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”
Presentado en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes del año pasado, el noveno largometraje del director escocés David Mackenzie parece salido de la nada, un poco como sus personajes. Salvo Starred Up (2013), casi ninguno de los films anteriores de Mackenzie tuvo circulación o prestigio internacional y ahora Hell or High Water (el título original significa “pase lo que pase”) es merecido candidato a cuatro premios Oscar: a la mejor película, guión original (Taylor Sheridan), actor secundario (Jeff Bridges) y montaje.
El estupendo guión de Sheridan –un actor que ya había escrito el libreto de Sicario y ahora acaba de estrenar en Sundance Wind River, su primera película como director– trabaja con dos líneas paralelas que, como en todo buen noir, tarde o temprano están fatalmente condenadas a converger en un mismo punto. Por un lado, están los hermanos Howard, hijos y nietos de rancheros empobrecidos, víctimas de esas hipotecas usurarias con las que la economía estadounidense ha sostenido su vicioso sistema financiero durante décadas. El menor, Toby Howard (el carilindo Chris Pine) quiere salvar su rancho de esas garras, para dejárselo a sus hijos, y el mayor, Tanner Howard (Ben Foster), está dispuesto a ayudarlo: acaba de salir de prisión y no tiene nada que perder. Por el otro, está la ley: el viejo ranger Marcus Hamilton (un soberbio trabajo de Jeff Bridges), a punto de jubilarse, y su ayudante mestizo Alberto Parker (Gil Birmingham, una revelación), de sangre india y mexicana. Pero ni unos ni otros son aquí los villanos. Ese papel está reservado al Texas Midlands Bank. Cuando Hamilton busca testigos de uno de los varios atracos al hilo de los Howard, le cuesta encontrarlos, al punto de que uno de ellos le dice, con una sonrisa de satisfacción: “No vi sus caras, sólo vi un robo al banco que me robó durante 30 años”.
La puesta en escena de Mackenzie va trabajando de manera tan sobria como elocuente no sólo la simetría de ese fatum entre asaltantes y policías sino también la construcción del espacio en el que dirimirán sus diferencias, una tierra yerma atravesada por distintas tensiones históricas y étnicas que tiene no sólo una tradición sino también un presente de violencia. “Esto de los permisos de portación de armas se ha vuelto un problema”, dice no sin humor uno de los hermanos Howard cuando tienen que escapar de una turba enardecida de ciudadanos que los persiguen a los tiros con sus propias pistolas y rifles.
Es muy difícil sustraerse a citar algunas de las muchas líneas de diálogo del guión de Sheridan, una a cual más filosa que la otra, y que los actores disparan con la misma puntería con la que usan sus armas. En particular, Bridges y Birminghan, a cargo de la extraña pareja de rangers que mientras llevan a cabo su investigación van tirándose mutuamente, como viejos amigos, todo tipo de pullas muy graciosas pero también muy representativas de la desconfianza y el racismo sobre el cual está construido el tejido social de ese territorio fronterizo –hoy más caliente que nunca– que es Texas.