Abordar la obra de Catalina León resulta una tarea ardua, no solo por la complejidad conceptual de esa obra, sino por la profusión de sus imágenes y sus procedimientos. He optado por encararla mediante rodeos y aproximaciones diversas y por subrayar su momento reflexivo, imprescindible en el comentario de un trabajo que se encuentra sostenido por discursos densos. En realidad, el concepto y la imagen constituyen momentos indispensables de cualquier obra, pero el análisis crítico de la misma, carente del talento imaginario para empalmar partes heterogéneas, debe conformarse a veces con recalcar uno de esos momentos, aun consciente de que el mismo resulta truncado sin el otro. […]
El taller de Catalina, un espacio generoso, consta de diferentes niveles interceptados por objetos dispares y, en especial, por telas desplegadas, colgadas o dispuestas en el suelo. Se trata de lienzos pintados o a medio pintar, cortados, esencialmente incompletos, pues aunque se den por terminados, se encuentran siempre disponibles para integrar una obra nueva. Las telas configuran el espacio que, marcado por colores y circunscripto por zonas en blanco, se expande o se contrae; vacila y se desplaza según los derroteros inestables de la luz. […]
Las telas, dijo, vienen marcadas con remiendos, manchas de humedad u otros indicios, como si fueran sudarios (¿por qué precisamente sudarios?). Ella misma prepara, o predispone, las telas, en ocasiones durante años: las deja cargarse de la minuciosa memoria de la materia misma. Luego debe partir de esa historia ajena, confirmarla o desmentirla. Reinscribirla de modos distintos, muchas veces. Ya se sabe: la tarea de la memoria no tiene sosiego.
La materia precede al creador, yo pienso, y ella, que sí, pero que la materia no viene de la nada, que trae su propia historia y aparece condicionada por ella. Ningún soporte es neutro, cada uno viene cargado de tiempo; el yeso, por ejemplo, trae sus antecedentes y se afirma con fuerza propia; constituye, así, una materia viva con la cual el artista entra en tensión. El trabajo consiste en despertar el material, activar sus energías latentes para que comience a respirar y ofrezca resistencia: para que se afirme como otro, sea aliado o contendiente. A veces esta tensión se vuelve violenta. Hasta que no arruine la pintura, no produce la creación de significados nuevos. En esas oportunidades es necesario que el cuadro quede como perdido, arruinado, fuera de control. Benjamin afirmaba que a veces es necesario mortificar el lenguaje para que revele lo diferente de sí. Las cosas con las que trabajo contienen guardada tanta información, dice Catalina, que en ciertas situaciones debo desarmar los relatos que traen, puesto que interfieren entre sí y se resisten a ser reformulados; pero en general sigo los indicios de esa información acumulada, aunque sea por partes.
En cuanto cargada con las señales y la memoria de su pasado, la materia permite que el artista active imágenes contenidas en ellas; permite que despierte potencias que no se muestran a la vista. En este punto me baso, con mucha libertad interpretativa, en la diferencia que hace Didi-Huberman entre lo visual y lo visible. El primer término involucra el ámbito de la mirada y señala lo que puede ser imaginado; el segundo, compromete la función del ojo y se refiere a lo que se ve y puede?ser simbolizado o vuelto legible. Al arte no le interesa tanto que algo sea visible o invisible, sino que aparezca o no en modo de imagen, que tenga la propiedad de ser visual.
A veces, dice Catalina, teniendo incluso los ojos cerrados, algo contenido en la materia conmueve, algo que no se conecta mediante lo visible: que se abre a otro lado y remite al fuera de escena. De hecho, pienso, lo que ocurre extramuros, en la intemperie, es lo que realmente interesa al arte, ansioso por cruzar el cuadro de la representación e imaginar lo irrepresentable (lo real, en sentido lacaniano).
Le pregunto acerca de cómo actúa el planteamiento o la idea del proyecto. Mientras trabajo tengo presente la idea, dice Catalina, pero no se trata de una idea previa: se manifiesta cuando la obra está concluida. La pintura no traduce un pensamiento anterior a su propio proceso: lo va conformando y expresando en el curso de ese proceso. Al comienzo, sigue la artista, yo partía de algo urgente que decir, algo ya definido, pero posteriormente llegué a concebir la producción de la obra como el acto de rodear un vacío, como un hecho de desdecir más que de decir.
La figura de rodear un vacío me hace resonar de nuevo el nombre de Lacan, que toma como modelo del quehacer del arte la figura de la alfarera, en cuanto crea rodeando la nada. “A partir de este significante modelado que es la vasija, lo vacío y lo pleno entran como tales en el mundo...”. Asegurar que la alfarera parte de la nada no equivale a afirmar que ella crea ex nihilo; significa promover la figura de la obra como imagen capaz de presentar la nada, la falta, ante la mirada. Pero también, la de preservar una ausencia central en las cosas para hacer de ella un principio activo de significaciones nuevas. Concebir las formas como levantadas en torno a un vacío es impugnar la oposición dicotómica forma/materia, que entiende el segundo término como pura disponibilidad configurable mediante la acción de un molde formal, una idea previa que le da hechura y sentido.
Tengo conceptos sobre la obra, dice Catalina, pero no pueden actuar como una idea previa que guía la pintura y se manifiesta en ella. La producción se encuentra tan supeditada a sus condiciones materiales que difícilmente la pintura se deje domeñar por esa idea, que se desdice, o se altera al menos, en el curso de su ejecución. Al comienzo, repite, tenía más ideas de las que partir y buscaba que ellas se tradujeran en la pintura, pero cada vez creo menos que las certezas se expresan en obras: pienso que para las cuestiones más inquietantes el arte no tiene respuestas acabadas. Entonces, a través de diferentes formas (estéticas, rituales), se busca vaciarse, despojarse hasta intuir su propio núcleo de vacío donde puedan resonar otras verdades.
Hablás de despojamiento, pero también de recuperación; supongo que la “edición” estética de las cosas necesita borrar parte de la excesiva información contenida en ellas, pero también precisa despertar contenidos latentes en tales cosas y recuperar las verdades que se podrían ir desvaneciendo. Sí, responde Catalina, todo el tiempo trato de recuperar algo que desfallece o está a punto de ser olvidado; todo el tiempo trato de recobrar una experiencia, un lugar, una situación o un punto crítico de debilidad o de fuerza. No quiero decir que logre ese intento: no le pido tanto a la obra; es decir, no le encomiendo misiones propias del oficio de vivir, una tarea que moviliza fuerzas del espíritu mayores que las que activa el arte. Este desmarca apenas una porción de la vida, o manifiesta una vida en pequeño. Creo que nuestra cultura ha perdido la potencia de comunidades indígenas, por ejemplo, que podían o pueden cruzar arte y vida y generar ficciones que den cuenta de lo incierto.
Q Crítico de arte, ensayista, docente y curador paraguayo. Director del Museo del Barro de Asunción. Fue secretario de Cultura de Paraguay durante la presidencia de Fernando Lugo. Fragmento del texto incluido en el libro Sol en casa 8, recientemente publicado por Afshan Almassi Sturdza, sobre la obra de Catalina León, con concepto y diseño de Gastón Pérsico, Vanina Scolavino y Cecilia Szalkowicz. Contiene además textos de Alejandra Aguado y Laura Hakel.