Cine y política: esos son los caminos que parecen cruzarse de manera inevitable y recurrente en la obra de Albertina Carri. Una obra que, tal vez como en ningún otro cineasta argentino, representa además una permanente búsqueda de orden personal, que no sólo debe ser entendida desde lo estético sino, sobre todo, en el campo de lo estrictamente íntimo. Como ocurría con su película Los rubios y también con La rabia, su nuevo trabajo, Cuatreros, vuelve a tener como origen una explosión catártica que la directora de nuevo consigue transformar en algo más. Consciente de él, Carri no reniega ni se opone a este mecanismo repetido, sino que se deja arrastrar (aunque en su caso quizá la palabra más adecuada sea “arrasar”) por ese torrente caudaloso, excesivo y a veces ingobernable, que ella misma derrama en borbotones de imágenes y palabras, como si nunca alcanzara a decir o mostrar todo lo que necesita expresar en cada una de sus películas.
Así es Cuatreros: un tsunami de discursos que con aparente falta de filtro Carri va arrojando sin pausa desde la pantalla y demandarán del espectador ser un nadador diestro para atravesar esas aguas turbulentas. Porque si no se es capaz de seguir el ritmo que la directora propone, la película puede volverse laberíntica. Sin embargo, Carri se las arregla para que sus relatos puedan ser retomados si alguien extravía el rumbo en medio del trayecto. La directora va enhebrando historias, relatos políticos y teorías sobre sus personajes o sobre su propia vida, a partir de la figura de Isidro Velázquez, un hombre que en la década de 1960 se convirtió en una leyenda en la provincia del Chaco. Delincuente para algunos, líder revolucionario o una suerte de Robin Hood de los páramos chaqueños para otros, Velázquez es una obsesión que Carri decidió convertir en película. Cuatreros es entonces el relato de esa y otras obsesiones que se van haciendo presentes a medida que el documental avanza.
El film comienza hablando de Velázquez con la cita literal de un párrafo de Formas pre revolucionarias de la violencia, libro de 1968 escrito por Roberto Carri, padre de la cineasta, para enseguida desdoblarse en diferentes relatos, muchos de ellos en primera persona, que si de algo dan cuenta es de lo que el cine representa para la directora: una necesidad. Como si se tratara de un dique roto, Carri va desbordando su propia narración por acumulación: de palabras, por un lado; de imágenes por el otro. Su voz en off habla de la vida de Velázquez y sus compañeros; de su padre y de ese libro que posiblemente le haya costado su desaparición y la de su mujer durante la dictadura; del film que proyecta hacer sobre el personaje y sobre las varias películas truncas basadas en él que otros cineastas intentaron antes que ella; de la forma en que su matrimonio se deteriora mientras el proyecto de filmar la historia de Velázquez se va convirtiendo en una imposibilidad; de las dificultades de querer ser madre sin dejar de ser mujer. La abundancia de líneas narrativas tiene un correlato de imágenes que se multiplican en una pantalla que en ocasiones llega a dividirse en dos, tres y hasta cinco pantallas, que van presentando un abundante material de archivo de manera simultánea. Cuatreros es la suma de todos esos desbordes.
Si algo identifica a las películas de Carri, y esta no es la excepción, es su carácter de viaje personal. Como en toda odisea, el protagonista –que está claro no es Velázquez, sino la propia directora– debe llegar al final del camino siendo otro. Tal vez sin respuesta para ninguna de las preguntas con las que comenzó su recorrido, pero habiendo aprendido algo. Si es posible pensar a Cuatreros como el relato de muchos fracasos (el de la película que no se pudo filmar; el de un matrimonio que se acaba; el de la búsqueda de una película perdida que nunca aparece; el de la hija que sigue sin encontrar a sus padres), también es cierto que Carri ha elegido un final en el que se permite dejar de mirar al pasado en busca de respuestas, para ver hacia el futuro, que también es una incógnita. Un final en el que la directora se saca de una vez los zapatitos de hija, para calzarse las botas de madre y cumplir junto a su hijo con el destino que sus propios padres nunca tuvieron la oportunidad de ver realizado, porque alguien decidió que estaba bien arrebatárselos con violencia en el rincón más oscuro de la historia.