Conocí a Juani el tres de noviembre del año dos mil. Guardo, de ese día, no solo el recuerdo cálido del encuentro; también un afiche en el que Juan José Saer trazó, con tinta roja y a manera orientativa, un plano de las dos manzanas que constituían el escenario de, al menos, los diez primeros años de su vida. Esas dos cuadras, marcadas en el papel con cruces y puntos, eran (y son, definitivamente) la patria saereana.

Para quien no conoce Serodino, es muy difícil entenderlo. Serodino tiene, de la llanura, una ubicación privilegiada (decía Saer que había dicho Darwin).

Al margen del mundo, Serodino es la Comala santafesina, el Macondo de la bota, el Yoknapatawpha de la llanura pampeana. Un pueblo quieto, suspendido en el tiempo y el espacio, de donde es muy difícil salir. Más uno se resiste, más queda prendado de la tibieza con que ese lugar y su gente misteriosamente entrañable abrazan y retienen. Uno vuelve siempre, como un Juan Preciado buscando a su padre, para recibir las resonancias de una raíz que quema y no se sabe muy bien por qué.

En esa Ítaca del Iriondo germina la matriz lúdica del imaginario Saer. Allí están, en su origen, las primeras formas de la percepción y de la imaginación creadora, los recuerdos fundantes, las huellas de la poética vital que atravesará la cosmogonía Saer (su antropología especulativa) y definirá para siempre una obra en torno a la zona.

Luego de aquel primer encuentro, Saer visitó Serodino una o dos veces más y recordó en sus veredas sueños con trompetas. Como un Odiseo incógnito y misterioso, volvió a asomarse a sus calles, a transitar el caminito del ferrocarril y a preguntar por sus conocidos. Para Serodino era un simple forastero, un hombre que caminaba pensativo con las manos cruzadas por detrás de la espalda. Hasta que un día de junio de un otro año, murió, bastante más lejos del lugar en donde había nacido.

Visité París y anduve por los sitios que conformaban la cartografía saereana en esa ciudad. Los mercados de la rue Daguerre, el barrio de los Gobelinos, los Jardines de Luxemburgo, la Place Léon Blum, el universo imaginario de La pesquisa. Almorcé en La Cagouille y tomé café en Le Select. Permanecí parada frente al edificio sobre Commandant Mouchotte, tratando de entender cómo habrían sido sus últimos días en esa monstruosa construcción urbana (que poco tenía que ver con las calles de tierra de su comarca) frente a la Gare de Montparnasse. Era invierno y hacía mucho frio.

El día antes de partir, llegué a las puertas de Père-Lachaise. Con las indicaciones guardadas en un teléfono móvil que acababa de apagarse por falta de carga, emprendí la costosa tarea de dar con el columbiario en donde están guardadas las cenizas de Juan José Saer. Y debo decir que, a no ser por la vaga evocación de un relato referido, no hubiera llegado a su tumba. Recordé el día en que alguien me había hablado del cuento de Chejfec y, como guiada por la mano del destino, descendí varias escaleras hasta encontrarlo. Aunque este acto no contara como coincidencia, ese fue nuestro segundo encuentro. Lejos, los dos, de nuestro Yoknapatawpha. Frente a ese Saer enmudecido, monologué en voz alta los recuerdos que tenía de aquel noviembre del año dos mil y las expectativas que me generaba el acontecimiento que iría a ocurrir en mayo, en Santa Fe, en torno al año de homenaje que se venía gestando. Era invierno y yo lloraba, envuelta en una bufanda que había comprado a orillas del Sena por cinco euros y en la emoción de haber dado, por fin, con su nombre. Frente a ese mármol inscripto en que dos fechas abreviaban la existencia de un hombre, pensé en la escena inaugural de La grande (en Nula, indicándole en su marcha el camino de regreso a Gutiérrez) y en el Horacio Barco de "La tardecita" (para quien el pueblo, "de habitual que había sido hasta ese momento, se estaba volviendo irreconocible y extraño"). No recuerdo cuánto tiempo pasé allí, aunque sí el frío de una noche que ya había caído cuando yo empezaba a caminar de regreso por el Boulevard de Ménilmontant, buscando la Rue de la Roquette y una librería donde comprar una libreta para escribir.

Era veintiuno de diciembre, de un año cualquiera. Pongamos, veintiuno de diciembre de dos mil dieciséis. Y yo volvía con la promesa de que Juani pudiera, algún día, volver a su casa.

Llegó mayo y el congreso nos encontró a todos los que palpitamos el pulso Saer en Santa Fe. Y la ciudad se llenó de las voces de sus amigos y de quienes, sin haberlo conocido, estudiaban su obra. Al mismo tiempo que su nombre se multiplicaba en la provincia con una fuerza centrífuga, Juani circuló por las escuelas y las paredes de Serodino. El mismo impulso expansivo mantuvo en pie la voluntad  de acción de quienes decidieron hacerlo grande y casi dos años después del Gran Hotel Saer, la esquina de Santa Fe e Italia, el antiguo Almacén de Ramos Generales, vuelve a ser su casa.

Esa especie de paraíso, ese lugar a salvo del mundo, esa patria de la infancia se convierte en el escenario épico de su regreso y las astillas del pasado comienzan a articularse en un relato infinito que siempre, siempre, siempre, estará escribiéndose.

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