Las mil y una historias de los meteoritos, que llovieron del cielo o emergieron de las entrañas de la tierra, estallan por obra y gracia del chaqueño Mariano Quirós. Pocos escritores se miden con la insoportable ambigüedad de cuentos que parecen reales, pero resultan minuciosamente transfigurados por la imaginación. Como si esa materialidad escurridiza que se llama “realidad” surgiera del desvío o la deriva de un territorio donde se confabulan el calor insoportable con el viento que levanta la tierra y ensucia los cuerpos y el paisaje. Como si lo imaginado se volviera cada vez más bello al contacto del polvo y el sudor. Los inquietantes diez relatos de Campo del cielo (Tusquets) se mueven en una zona donde imperan la vacilación y el absurdo. Nadie puede saber si el chico del primer relato es medio idiota o un sabio trastornado, pero estremece verlo desnudo, abrazado a un meteorito. Hasta Nicky González, un músico de rock, tiene un proyecto vinculado con los meteoritos y recita el mito indígena: “Alguien quemó el gigantesco árbol que conectaba el cielo y tierra. Los hombres que estaban arriba se hicieron constelaciones, y desde entonces, solo se puede subir a través de la danza y el canto, el agua o el humo”.
Quirós sube con un puñado de ficciones hermosas de principio a fin. Desde que vive en Buenos Aires, hace dos años, quería escribir una novela. La sucesora de Una casa junto al Tragadero, con la que obtuvo el XIII Premio Tusquets en 2017. Al momento de acomodarse en la nueva ciudad, se dio cuenta de que la novela demanda demasiada concentración y él estaba a punto de ser padre de Amador, que ahora tiene un año y tres meses. Un cuento apareció como una suerte de rueda de auxilio. Lo ubicó en Campo del cielo, esa extensa región del Chaco Austral, cuyo nombre proviene de una “lluvia” de meteoritos que sucedió hace unos 4.000 años. “No me acuerdo si era Carver que decía que escribía cuentos porque el caos cotidiano en el que estaba metido no le permitía conectarse con una novela. Yo me estuve martirizando durante un buen tiempo porque no podía avanzar con la novela. Entonces escribí un cuento de la serie de Campo del cielo, el primero, ‘El Nene’, y me daba la sensación de que quedaba algo para seguir tirando, que era el territorio con toda la mitología que tiene alrededor”, recuerda el escritor en la entrevista con PáginaI12. “Hay una especie de encuentro entre la explotación turística con el encanto que tiene la región, donde cayó una lluvia de meteoritos hace miles de años. Las comunidades indígenas tienen una cosmogonía alrededor de los meteoritos, que se choca con la mirada científica. Todo ese engendro me daba para tener un espacio, porque no existe un pueblo llamado Campo del cielo. Yo necesitaba inventarme un pueblo y el nombre Campo del cielo me parecía maravilloso para que transcurrieran las historias que imaginé”, cuenta Quirós.
–Hay una especie de poder hipnótico del meteorito. En los cuentos aparecen distintas versiones sobre lo que significan los meteoritos: “Los meteoritos no han caído del cielo; brotan de las entrañas mismas de esta tierra”, dice la india de “La artista de otro mundo”.
–Hay un mito que dice que los meteoritos eran minas; hay un documento que da cuenta de que los españoles, en la época de la conquista, cuando salen a buscar los minerales de la región, pensaban que los meteoritos eran minas. Entonces ellos creían que estaban saliendo de la tierra, no que habían caído en la tierra. Es una posible lectura, una manera de pensar esa lluvia de meteoritos. La comunidad wichí concebía los meteoritos como lágrimas del sol; no es metal, no es hierro ni residuos lo que cayó del cielo, sino que son lágrimas del sol. Es una imagen mucho más poética que la imagen científica, que termina arruinando la historia con la explicación más obvia y con mayor certidumbre.
–¿Cuál es la explicación sobre el fenómeno de los meteoritos que más te gusta?
–Me gusta más la literaria: que son lágrimas del sol. Tanto la perspectiva científica como la turística explican demasiado. Me gusta cómo la literatura tiene una ambigüedad inmanejable, que a veces es insoportable, pero que me resulta mucho más atractiva para escribir cuentos; es más desequilibrante, más perturbadora, que una simple explicación científica. Que los meteoritos sean lágrimas del sol también sugiere que el universo está entristecido por los desmanes que estamos cometiendo sobre la tierra. Tiene de algo mágico y eso me gusta enchastrarlo con urbanidad, para que esa ambigüedad sea más insoportable.
–A propósito de lo insoportable, en “Tibisai” hay un hijo que se tiene que hacer cargo de una mujer descompuesta, que al final descubre que no es su madre. El cuento parece inclinarse a que hubo un malentendido y esa no es su madre; pero también como hace mucho que no la ve, podría no reconocerla, ¿no?
–Me interesaba poner a funcionar el absurdo de un personaje que se hace cargo de una mujer que no es su madre. Ahí aparece la culpa de hombre blanco ante los desmanes provocados a las comunidades indígenas, que se resuelven en situaciones ridículas, como un tipo que va a un pueblo que no conoce, que no tiene la más pálida idea, y que termina casi haciendo una obra de beneficencia, cargando en su coche a una mujer que no tiene nada que ver con él. Los personajes a la deriva me generan cierta ternura, aunque no los trate con compasión; los personajes terminan chocando de bruces contra un mundo que no alcanzan a entender. Este cuento en particular era el ejemplo más acabado: el personaje no sabe que está culposo, pero tiene una culpa ancestral.
–Todos los cuentos están unidos por el exceso de sol, el calor insoportable y el polvo. Los personajes se quejan de lo agobiante que resulta el clima y lo molesto que es el polvo. ¿Cómo incide la geografía y el ambiente en las historias?
–Eso coincide con el territorio chaqueño, que tiene una vegetación seca. El desierto que se pueda generar de eso es como un desierto artificial que queda en la mirada y en el ánimo de quien está metido en ese territorio. Borges habla del Corán y dice que no hay ni un camello y que por eso está seguro de la veracidad del asunto. Yo me lo planteo mucho cuando hago descripciones del paisaje si es necesario mentar el calor, mentar el polvo… No sé si es necesario, pero me gusta hacerlo. Hasta tengo el deseo de escribir una especie de ensayo sobre el aire acondicionado, sobre la vida antes y después del aire acondicionado, sobre todo en un territorio como el Chaco, que para mí es maravilloso y súper literario. El aire acondicionado es como un injerto que viene a pelear contra la naturaleza.
–¿Hubo un músico en el Chaco parecido al Nicky González del cuento, héroe de juventud de dos hermanos?
–No, en el Chaco no. El cuento es un homenaje a Ricky Espinosa, el cantante de Flema. No me gustaba tanto su música, sino el personaje. Veía en él una expresión artística donde el cuerpo no le alcanza. Entonces me parecía demasiado potente, demasiado literario. Pero no me imaginaba cómo podía hacer literatura con un personaje como Ricky Espinosa. Hay un texto de Nabokov en el que dice que la literatura no empieza cuando un pastorcito corría al grito de “¡viene el lobo!”, “¡viene el lobo!” –y efectivamente venía el lobo–, sino que la literatura nació cuando el pastorcito gritaba que venía el lobo y atrás no venía nadie. Eso me hizo acordar de la canción de Pity Álvarez, que dice que “esta vez es en serio, algo se prende fuego”… Más allá de cómo terminaron Pity Álvarez y Ricky Espinosa, parece que los dos hubieran leído a Nabokov para hacer sus canciones y prenderse fuego, como si hubieran podido darle una vuelta más a lo que el escritor ruso planteaba de una manera tan sofisticada. Pity Álvarez y Ricky Espinosa se prendieron fuego de una manera tristísima y maravillosa.
–¿Ricky Espinosa tocó en Resistencia?
–No lo sé, pero es muy probable porque en los 90 el mundillo punk de Resistencia era bastante intenso.
–¿Por qué te gustan los personajes que andan a la deriva, que están medio perdidos?
–Supongo que tienen más potencial literario, más posibilidades. Quizá por estar a la deriva son más susceptibles al absurdo o a situaciones que los desbordan, los incomodan, y que me dan pie a meterlos en problemas.
–¿Son personajes más ambiguos?
–No sé si ambiguos, pero esa deriva los hace estar más expuestos y se hace notorio su malestar. Pero sí puede ser que las situaciones en las que se involucran resultan ambiguas. De hecho en el cuento de Nicky González, no sé si es tanto él la persona que está a la deriva como los dos hermanos que lo hacen ir hasta Resistencia y lo llevan a Campo del cielo.
–¿Cuál es la diferencia entre el estado de ánimo que necesitás para escribir un cuento y para escribir una novela?
–Tiene que ver más con una cuestión de ansiedad en mi caso. El hecho de escribir cuentos que estaban delimitados por un proyecto, por un territorio, con la idea de que conformaran un libro, me daba la tranquilidad de que concluía algo. El cuento es el espacio donde me siento más cómodo. La novela me demanda estar bien concentrado. Me molesta dejar textos a mitad de camino. Los cuentos me dan la sensación de que estoy cerrando algo, que no me quedo a pata.
–“Dicen los expertos que los buenos boxeadores focalizan su ira en imágenes, en sonidos, en recuerdos que les traen de regreso algún viejo dolor, alguna pena mal camuflada”, se lee en “El boxeador y su extraterrestre”. ¿Los escritores podrían ser como boxeadores?
–No lo había pensado… Si bien los escritores toman cosas de su vida, no termino de saber si un escritor pone tanto el cuerpo como lo pone un boxeador. Hay un librazo de Joyce Carol Oates, Del boxeo, que a un escritor le va a encantar porque va a sentir que sí, que está poniendo el cuerpo y mucho más en cada texto. Yo no sé si es lo mismo –por más que a uno le gusta presumir que sí– ser escritor o boxeador, pero es una idea encantadora porque te hace sentir cierta intensidad y más trascendencia sobre lo que uno hace, por más que sea una pavada (risas).
–¿Visitaste Campo del Cielo?
–No, nunca fui. Preferí confiar más en mi imaginación. Ahora sí voy a ir, me siento más liberado. Hay una especie de mirada peyorativa hacia la imaginación. Hay un interés más intenso por lo que está basado en hechos reales. Aunque soy lector de crónicas, llega un punto en el que te quieren hacer creer que lo más interesante de la literatura estuviera pasando por las crónicas. Pero para mí no. Me hincha bastante las pelotas esta cuestión del apego a lo real.