Todo regresa a su memoria con espantosa pulcritud. Una mujer que vive en las afueras de Miami es “visitada” por una pandilla de adolescentes encabezada por una rubia oxigenada de ojos grandes, cuya forma de mirar “era casi un alarido”. Uno de los chicos agujerea la carne de Philip en el muslo izquierdo para colgarlo de una pierna. La rubia, “la Reina Loca”, como la llama la mujer, ordena lamer un poco de sangre que gotea del animal. “Ella misma puso el dedo en la herida del gato y se lo llevó a la boca. Se pintó los labios con sangre”, cuenta la testigo y narradora de uno de los doce relatos de La condición animal (Páginas de Espuma), extraordinario primer libro de cuentos que publica Valeria Correa Fiz. Un plan “se sale de control” y un joven comienza a atacar a una chica en un probador. “Le seguí clavando alfileres en la carne, uno por cada vez que el tartamudo Rodríguez y los otros me habían llamado Virgencita”. El recuerdo de los veranos de la infancia en el campo de los abuelos se tiñe de llanto por la muerte de Sherry, un gorrión de unos pocos días. “Nunca entendemos el dolor del otro sino en la parte que se parece al propio”, dice la narradora de “Lo que queda en el aire”.
El bisturí de Correa Fiz es de una ferocidad insólita: puede narrar a fondo, como si se introdujera en las tripas del mal, las escenas más crueles y horripilantes con una delicadeza y precisión casi japonesa. “Mis cuentos nacen desde un personaje que me interesa y a partir de eso voy imaginando cosas, hasta que lo pongo en una situación particular. El lenguaje es toda una búsqueda. Me gusta mucho escuchar a la gente cómo habla y tratar de rescatar cosas de ahí. Por las inundaciones, como venía de Rosario, tardé como ocho horas en llegar acá. Había dos atrás que hablaban de una cosa y de otra y no paraban. En un momento, uno le dice al otro: ‘¿vos sos nihilista?’. El otro lo mira y le dice: ‘no, asqueado nomás’. Yo me lo anoté porque me pareció maravilloso. La gente te dicta cosas todo el tiempo”, plantea la escritora a PáginaI12 con su cadencia rosarina aquerenciada en su lengua. La autora de La condición animal estudió abogacía en la Universidad Nacional de Rosario, trabajó cinco años en Buenos Aires hasta que decidió irse del país en 2002. La primera escala fue en Miami (Estados Unidos), adonde permaneció hasta 2008. Después rumbeó hacia Milán (Italia), donde vivió hasta 2015. Ahora reside en Madrid (España), acaso para no romper la tradición de estar en ciudades que empiezan con la letra “m”. En diciembre de 2016 ganó el XI Premio Internacional de Poesía Claudio Rodríguez con El invierno a deshoras, que será publicado por la editorial Hiperión.
–¿Por qué le interesa rescatar la condición animal en los cuentos?
–El libro está vertebrado a partir de la pregunta qué es el mal, de dónde viene, por qué se ocasiona, y dentro de las múltiples respuestas que se ha dado a esta pregunta una es que el mal es una “zoología errada” o una vuelta a la naturaleza, a nuestra animalidad. La segunda pregunta que estructuraría el libro es qué es lo que tenemos en común como especie. Y probablemente lo que tengamos en común es aquello más animal. Juan José Saer dice que el hombre, por el avance del conocimiento, es capaz de determinar la trayectoria de un cometa, pero no puede saber el próximo paso que va a dar una paloma. No podemos saber casi nada de la vida interior de los animales y por ende no podemos saber casi nada de la vida interior de nuestros semejantes y de nosotros mismos. El mal nos une como especie; no somos la condición humana, somos la condición animal.
–En el cuento “Nostalgia de la morgue”, el personaje de Aldo, que inventa historias para amortiguar el sufrimiento, dice: “cuánto nos sostienen las ficciones”, “cuanto más enfermo se está, más excusas y mentiras se está dispuesto a creer para sujetarse a la vida y a sus pequeños detalles sin importancia”. ¿Qué papel le atribuye a la ficción?
–No se puede vivir sin la ficción; la línea que separa la realidad de la ficción es una línea delgadísima y la prueba está en los testigos. La gente ve algo, es testigo ocasional, y es increíble porque ve cosas distintas. Además, hay un papel reparador del relato en cuanto a las heridas físicas o emocionales que recibimos. Hay gente que vive en un nivel tal de ficción que me imagino que ya pierde contacto con la realidad. La ficción me sostiene porque es mi manera de ordenar el mundo.
–¿Irse de la Argentina la llevó a la escritura?
–Sí, seguro. La condición de extranjera te hace difícil encontrar interlocutores, no porque no puedas encontrar amigos o haya un nivel de intimidad, sino porque muchas veces para hablar de algo si yo digo la colección “Robin Hood”, hay un entendimiento, sabés de qué estoy hablando y no te tengo que explicar qué es. Como extranjero uno tiene que explicar ciertas cosas y a veces no tenés ganas o no tenés tiempo. Eso que no supe explicar se fue convirtiendo en un run run interno que descargué en la escritura. Como decía Marguerite Duras: “Escribir es aullar sin ruido”.