Para Antônio, Miguel y João
Mucha gente va al Brasil solo para tomar café en lugares imaginarios. Las mujeres maduras se sueñan envueltas en chales, a cierta hora, en terrazas que dan hacia el mar, cuando las luces se difuminan. Las arrugas se borran suavemente bajo ese resplandor apagado y compasivo que presta brillos a las cabelleras teñidas. Entretanto, el aroma llega desde el interior de los bares. Embriaga pero no atonta. Por el contrario, despierta los sentidos hacia la expectativa de otra vida feliz. El olor del café y el paisaje marino son el fondo sobre el que esa vida se proyecta.
Los varones maduros consumen más cervezas que café. O toman café solo después de cenar. Con un coñac o un aguardiente. Entonces cruzan los dedos sobre la barriga que se ensancha, miran hacia la lejanía y suspiran, blandos y lánguidos por un largo rato, como si navegaran en barca.
La ciudad donde ellos estaban no miraba al mar. En las afueras se extendía un lago donde nadaban o se asoleaban los roedores más grandes y pesados del mundo. David empezó a tomarles fotos. Lo dejaron hacer, quietos como si posaran.
–En Argentina los llamamos carpinchos, dijo Teresa.
–Acá les decimos capivaras, acotó David, mientras se enfocaba en uno.
El ¿o la? capivara no tenía ningún interés en ellos. Cuando dejó de escarbar la tierra de la orilla se dio la vuelta y marchó en busca de mejor compañía, con un contoneo desdeñoso de mujer fuerte y gorda, satisfecha de sí. “Igualito a mi tía Fátima”, comentó Guilherme.
Empezaba a hacerse tarde. David propuso que tomaran un café antes de regresar a la ciudad. Sin embargo, no se veían bares. Todo el entorno era demasiado ecológico. Bordeando el lago se multiplicaban únicamente los árboles de un bosque natural y protegido. A cierta distancia se divisaba un club de campo, pero cerrado, solo para socios.
–¡Atención, allá! ¿Eso no es una casinha de café?
Casinha era. De café no.
La puerta estaba abierta. En el arco del umbral colgaba una cortina hecha de caracoles marinos que chocaban entre sí.
Adentro no había sillas, sino una especie de bancos bajos de cemento cubiertos por esteras. Las mesitas de madera rústica se alzaban apenas un poco por encima del nivel de los bancos. Guilherme acomodó como pudo las piernas largas.
Se sentaron y golpearon las manos. Fernando frunció la nariz.
–El que atiende esto debe de estar viajando a las estrellas arriba de un colchón.
No olía a café sino más bien a marihuana. Finalmente se asomó un hombre que peinaba canas, muchas y largas, sujetas con una vincha. Era moreno, de ojos chicos y rasgados. Podía ser un indio, pero también un hippie viejo.
Le pidieron café con desesperanza pronto confirmada.
–Claro que no tengo café. Solo infusiones autóctonas. Pueden tomar mate.
Como las vacas argentinas o el té inglés o la mayoría de los productos que enorgullecen a las naciones, el café no es oriundo del país que más y mejor lo explota.
–¿No le parece un poco exagerado? Lo de lo autóctono, digo. En ninguna parte se produce tanto café como en el Brasil. Y lo plantamos desde el siglo dieciocho.
El hippie ¿guaraní? arrojó suavemente sobre Fernando una bocanada de humo de cannabis.
–Sí claro. Lo trajo de contrabando un militar opresor de esclavos y de indígenas. Una francesa de la Guyana le regaló unas mudas sin que lo supiera el gobernador, que era su marido. Seguramente el sinvergüenza de Francisco de Melo se acostaba con ella.
–No me diga que tiene prejuicios sexuales. ¿Es partidario de apedrear a los adúlteros?
–Prejuicios no tengo, pero café tampoco.
Se levantaron. “Teresa no vino a Brasil a tomar mate. Para eso se hubiera quedado en Buenos Aires”, se irritó David. Al salir, Fernando tanteó y estudió los caracoles de la cortina. “¡Payaso! Estos son tan chinos como los suvenires de Nuestra Señora de la Aparecida”.
Se hizo casi la hora de la cena. Fueron a una fonda, con manteles de tela a cuadros, donde servían arroz y feijoada y ensaladas y pescado. Comieron hasta hartarse, empujando el pescado con cerveza de Holanda. Aunque no había mar, ni terrazas, los transeúntes parecían flotar en las veredas. Los pasos nadaban en el aire y las voces resonaban con ecos, como si viniesen desde muy lejos.
–Me acordaba de cuando estuviste en Assis con Ángel. Comimos lambarís fritos pero no tomabas cerveza sino caipirinha.
Teresa lo recordaba también. El restaurante con un jardín y canales de agua y peces vivos. Las mesas bajo parasoles. El limón verde y mínimo, la cachaça transparente, la felicidad.
–Fue antes del diagnóstico.
–Pero ganaron la batalla.
Y la mano afectuosa de Fernando le apretó el hombro.
Todo había durado más de dos años. Antes y después del trasplante de médula. Ella cayendo desde lo alto de la biblioteca, estrellándose. Desequilibrada, desestructurada, quebrada como su fémur, desarmada como su vida mientras las células rebeldes proliferaban, aun incontenibles, en el cuerpo de Ángel.
Angel conectado a las máquinas que limpiaban y renovaban la sangre para que todo comenzase de nuevo. Eso había pasado, también. La felicidad podía correr nuevamente, dulce y traslúcida, por su garganta.
–Ahora sí llegó la hora de un buen café, dijo David, e hizo una seña al mozo.
El dueño mismo vino a la mesa.
–Infelizmente, no servimos café. O senhor desculpe.
–¿Cómo que no sirven café?
–Esto es una fonda, un bodegón. Popular. Se come bien, pero no tenemos esos detalles.
–¿El café no es popular en nuestro país?
–Por lo menos, no para mis clientes. Nadie se queja de su falta. Si el señor vive en São Paulo, será otra cosa.
Les aconsejaron ir por café hasta un mall, en la zona céntrica.
Llegar no fue tan fácil. El auto era de Fernando, aunque lo manejaba Guilherme, el más joven de los cuatro y también el que veía mejor de noche.
Algunas calles no tenían carteles, o si los tenían eran ilegibles. Guilherme se equivocó dos o tres veces en las manos y contramanos. Dieron vueltas en redondo por la ciudad (moderna pero todavía no muy alta)y desembocaron repetidamente en el bulevar, donde guirnaldas luminosas dibujaban trineos, campanas, estrellas de Navidad, aunque faltaba más de un mes para el 25 de diciembre. Habían estado allá por la mañana, frente a un pesebre de tamaño natural cuya figura más notable era una oveja de plástico. A cierta distancia, un grupo de muñecos de nieve del mismo material, ataviados con gorros y bufandas, competían por la atención del público. Ahora la oscuridad convertía piadosamente en bultos todas las efigies.
El shopping, de dos pisos, ocupaba una manzana entera. También lucía adornos navideños en las palmeras de la entrada principal. El color rosa de la mole aumentaba su visibilidad desde todos los ángulos. Una vez en la dirección correcta, llegaron enseguida. Aún así, fue demasiado tarde.
–¿Los señores piensan entrar?, preguntó el empleado del estacionamiento.
–Claro. Quisiéramos tomar un café. Nos dijeron que aquí podía haber.
–Casi seguro que sí. Pero ya cerramos en unos minutos.
¿Lo decía con un tono mortificante de satisfacción controlada? ¿De implícita reprimenda moral hacia los cuatro turistas que, en medio de la semana laborable, pretendían seguir paseando y consumiendo cafés fuera de horario en la ciudad disciplinada y ya dormida?
Guilherme se despidió cortésmente. No perdía casi nunca el buen humor.
David, en cambio, apenas pudo contenerse. Estalló no bien arrancaba el auto.
–¡Gallinas! ¡Son gallinas, no brasileños! ¡Miserables gallinas de corral! ¡Cerrarnos la puerta en la nariz a las diez de la noche! ¿Estamos en una ciudad o en una granja? Se supone que esto es un shopping. ¿Tampoco habrá cines adentro? ¿O darán películas solo para niños de hasta doce años?
Fernando sugirió recorrer las avenidas principales. Quizás alguno de los restaurantes más formales funcionara todavía.
¿Se perdieron, o los cegaron el cansancio y el fastidio? Al día siguiente, en la Universidad, los nativos o residentes les recomendarían por lo menos cinco lugares por los que acaso habían pasado de largo. O bien, esas casas de comida inadvertidas eran tan discretas, tan poco deseosas de perturbar la quietud general, que la iluminación apaciguada tras vidrios y cortinados espesos no alcanzaría la calle y menos aún podría llegar al interior del auto.
Era casi medianoche y decidieron volverse al hotel. Pero pasaron frente a una droguería. Las vidrieras enormes y perfectamente limpias dejaban ver, como una pecera, el interior del local tapizado de estantes, atestado de cajas y frascos de toda clase. Un guardapolvo blanco se afanaba tras la caja.
–¿Será posible que el único negocio abierto en esta aldea sea una farmacia? Como todo está del revés, deduzco que aquí sí tiene que haber café. Para el coche, nos bajamos.
Guilherme se rió francamente. Abrazó a David con cariño y le dio un beso sobre la parte calva de la cabeza.
–Ay, meubem! Qué cosas se te ocurren. Qué novio más caprichoso tengo.
–No es capricho. Simple búsqueda de justicia.
Guilherme se encogió de hombros. Detuvo el auto, mientras Fernando y Teresa no podían contener la risa. Al final, todos siguieron a David hacia la droguería, donde ingresó por la puerta grande. Ni siquiera hubo que tocar el timbre y esperar a ser atendidos por una ventanilla, como en las farmacias de guardia.
–¿En qué puedo servir a los señores?
Lo preguntaba un hombre de mediana edad, pulcramente afeitado -salvo por un corto bigote– y peinado con fijador. Los anteojos con marco de carey acentuaban cierto aspecto retro.
“¡Increíble!”, murmuró Teresa, al oído de Fernando. “¡Si parece Teodoro Madureira, el segundo marido de doña Flor!”
–Quisiéramos tomar un café.
–Si fuera por mí, encantado de ofrecérselos. Pero no vendo café.
–¿Y por qué no vende?
–Señor, esto es una farmacia.
–¿Y qué? Ahí veo gaseosas. Y agua mineral. Y barritas de cereales. Y yogures. Y hasta caramelos y chocolates.
–Pero no tengo un bar.
–Podría poner una máquina expendedora. Con todas las variedades: ristretto, espresso, capuccino, café latte. Lo elegimos y nos lo llevamos al auto.
–No sé si esas máquinas están autorizadas en las droguerías.
–Si no están, deberían estarlo. Las hay en cualquier clínica. El café es sanísimo comparado con las gaseosas. Y con las golosinas, ni le digo. Todas llenas de azúcares. Una tentación horrible para los diabéticos, como yo. ¿Qué pretende, que me abalance sobre los chocolates, que me descompense y caiga en un coma? ¡¡Y solo porque usted no tiene café!!
El boticario estaba pálido. David iba acercándose peligrosamente al mostrador. Guilherme empezó a rascarse la nuca, inquieto. Tomó del brazo a su novio. “Va a tocar el botón de pánico. El botón de pánico”, le susurró. “Podemos terminar detenidos, en averiguación de antecedentes. Y pasar la noche en el calabozo. O en el psiquiátrico”.
David dejó de avanzar. Sonrió al farmacéutico, cambió de tono.
–Naturalmente, amigo mío, usted no tiene la culpa. Uno ya no sabe a qué atenerse con tantos cambios de disposiciones, nacionales, regionales, municipales. Primero hay cosas que se pueden vender, luego se prohíben, luego se autorizan nuevamente. Algo para marear a cualquiera. Y nadie va a invertir para que le cambien los reglamentos a los dos meses. Es como el código de planeamiento urbano. Dígamelo a mí, que me ocupo de eso en São Paulo.
Su interlocutor le sonrió también.
–El señor tiene razón. Toda la razón. Así estamos en este país. Siempre a salto de mata. Los funcionarios no hacen más que cobrar sobornos para firmar una disposición y al día siguiente la contraria. Sí, señor. ¿No me acepta un agua, un paquetito de pastillas sugarfree? Como obsequio de la casa. Para sus amigos también. Al menos el agua.
Guilherme intervino decididamente.
–No sabe cuánto se lo agradecemos. Pero somos profesores y mañana temprano hablamos en un congreso.
Antes de que David pudiera agregar algo, Fernando y Teresa escoltaron a los dos hasta la salida. Cuando entraron al coche, la sonrisa bonachona de Guilherme había desaparecido por completo.
–¿Por qué nos pusiste en una situación así? ¿Te volviste loco? ¿Y desde cuándo estás diabético? ¿Cómo me lo ocultabas? Pensar que te veo comer helado día por medio.
–Tranquilo, menino. No estoy diabético, nada más un poquito pasado de peso. Fue para darle color a mi actuación. Ya que no conseguimos café, por lo menos divirtámonos.
–Te habrás divertido solo. Eso ya no fue gracioso.
De todas maneras los cuatro entraron al hotel riéndose a carcajadas. Hasta la mañana siguiente, porque en el desayuno tampoco hubo café. Una insurrección de huéspedes, salvo los adictos al té, protestaba por la falta del elixir de la mañana. Nunca se supo el motivo: desperfectos eléctricos o una operación de sabotaje del personal de la cocina. Pero llegaron a la Universidad solo con algunas frutas y un té muy aguado en el estómago.
Para la tarde, las exposiciones habían terminado con éxito. “Todos merecemos un premio”, dijo Teresa. “Tengo la dirección de una confitería que me elogiaron mucho.”
Sobre la fachada, al fondo de un jardín florido, había un inequívoco letrero: “Café Blumenau”.
–Debe de haber sido fundado por alguno de allá. Podrías ir con Ángel la próxima vez. Blumenau es una vieja colonia alemana, la más próspera de Brasil. Se jactan de hacer la Oktoberfest mejor que en Munich–, explicó Fernando.
La decoración era un tanto recargada. Sillas imitación Thonet, bandejas para masas con varios pisos, de supuesta porcelana sajona; floreros rococó llenos de rosas -eso sí, naturales, tal vezrecién cortadas del jardín–. A un costado había un templete seudohelenístico, sostenido por columnas blancas, satinadas y lustrosas, con capiteles negros. Unos cortinajes de terciopelo oscuro, con borlas doradas, custodiaban la entrada.
–Todo parece una falsa reliquia del Imperio austrohúngaro.
–No hay problema. Con tal que el café esté recién hecho y sin hongos…
Una jovencita rubia, peinada en trenzas, vino a tomar el pedido.
–Lo siento de veras, no tenemos café como ustedes lo quieren.
–Pero afuera dice “Café Blumenau”.
–Es el nombre que le puso mi abuelo. En su época no había milkshakes.
–¿Cómo milkshakes?
–Sí, eso vendemos. Hay uno especial, con sabor a tiramisú. También hay de frutilla, de vainilla, de crema americana, de chocolate. Pero el de tiramisú es el mejor de todos. Nada como los sabores italianos.
–Naturalmente. Soy ítalo-brasileño–, dijo David.
Todos pidieron el tiramisú menos Guilherme, que prefirió el de fresa. Brindaron con los milkshakes, que les parecieron asombrosamente buenos.
Callaron por un rato, abrumados por el olor a despedida en el aire sin café. No volverían a verse por un buen tiempo. Al menos Teresa, con los amigos de Brasil.
–Este año termino mi última especialización, dijo Guilherme. No voy a poder quejarme del exceso de competencia.
–Tampoco te vas a quejar del exceso de demanda. ¿Cuántas cátedras de literatura japonesa hay en el país? Con tu aporte a lo mejor llegan a cinco.
–¡Fernando! Qué exagerado. Brasil está lleno de inmigrantes japoneses.
–Pero no todos estudian literatura japonesa. Y los japo-brasileños escriben en portugués.
–Cómo te gusta fastidiar.
–Solo de envidia. Será porque nosotros ya nos jubilamos.
–Yo no voy a poder jubilarme nunca –suspiró David–. Las leyes actuales son mis enemigas.
Pidieron la cuenta. La chica de las trencitas les pasó una suma extravagante. Protestaron.
–¿Qué clase de cuenta es esta? ¿Qué es eso de “Revelaciones Inesperadas”?
–Un servicio especial de la casa, señor. Somos los únicos que lo ofrecemos en este barrio.
–Pero no lo pedimos.
–Tampoco pensaban pedir los milkshakes. Y sin embargo les gustaron. Además, como es lógico, lo inesperado no se pide. Por eso no está en el menú.
–¿Y si no lo queremos?
–Probablemente se arrepientan. Pero lo pagan igual. No se factura aparte. Es una atención que va incluida en cualquier orden.
–Esto es una estafa y ustedes unos ladrones o unos locos. Voy a presentar una denuncia en la comisaría más cercana.
La chica sonrió. Teresa también. Cualquiera sabía que, en la Argentina o en Brasil, las comisarías eran inútiles. Seguramente iban a medias con el negocio.
–Vamos, Fernando, no te enojes. A ver de qué se trata.
Se abrieron las cortinas del templete anexo. Vieron unas manos mullidas, rellenas, con anillos. Y detrás de las manos el cuerpo de una mujer fuerte, gorda satisfecha de sí. Igual a la capivara del parque, pensó Teresa. O a Fátima, la tía de Guilherme. Estaba envuelta en un kimono de raso negro, con bordados de flores y de dragones. Y un sol y una luna, y una serpiente que se mordía la cola. Y una clepsidra y también un alambique.
Los invitó a pasar.
En el centro del cuarto sin ventanas visibles, bajo la media luz, había una mesa con mantel violáceo y sobre la mesa una bola de cristal.
David soltó la risa.
–¡Qué bonito! Desde que era un menino no veía algo así. ¡Es un cuarto de mago!
–O de bruja.
–Usted lo dice, no yo. ¿Nos va a leer el porvenir?
–Por el momento, les voy a leer el presente. Siéntense, queridos. Me llamo Rita. Por santa Rita de Cassia, abogada de las causas imposibles.
Señaló con el dedo índice a Teresa, Fernando y David, como una maestra que llama a los alumnos para dar la lección.
–Usted, usted y usted, ya nunca volverán a ser jóvenes.
–Esa sí que es una revelación inesperada, señora. Gracias por iluminarnos. No nos habíamos dado cuenta.
Rita no se inmutó.
–Y usted, Guilherme, pronto va a dejar de ser un eterno estudiante que cursa posgrados un poco exóticos. Será un profesor como cualquier otro.Y de literatura brasileña, si con el japonés no le va bien.
–Muchas gracias por la noticia.
–Ustedes dicen que lo saben. Pero no lo saben. Ni lo quieren creer. Lo crean o no, llega el momento en que no hay.
–¿Qué es lo que no hay?
–No hay café en Brasil. Donde siempre hubo, no hay más. Donde todo era familiar, el mundo se vuelve extraño. Lo que se quiere, no se tiene. Lo que se sueña, no se puede. Lo que se va, no retorna. Lo que nos ganamos, no nos lo quieren dar. Lo más lógico, ahora es absurdo. Y eso no cambia.
Los cuatro se miraron. Ya nadie se reía.
–Se pierde, sí. Es un arte perder. Todos han perdido. Tanto más, cuanto más viejos. Porque vivir, es perder.
La mujer gorda, satisfecha de sí, se levantó y fue rodeando lentamente los cuatro asientos. Se contoneaba indiferente, como la capivara. Algunos rulos de un rubio artificial se escapaban del pelo recogido en rodete.
–No voy a decirles lo que cada uno ha perdido, lo que quieren y no tienen, lo que ya nunca tendrán. Ustedes también se lo dicen a sí mismos todos los días, aunque aún no lo acepten en cuerpo y alma.
Hizo una pausa. Gotitas de sudor resbalaban desde la frente lisa hasta las mejillas redondas.
–Me alegra que les gustaran los milkshakes. A veces, solo se encuentra lo que no se busca.
Cuando levantaron los ojos, la mujer había desaparecido, y estaban apagadas las luces del templete. La chica de las trenzas los guió afuera.
Esa noche fueron a cenar a uno de los restaurantes que no habían visto la noche anterior. A los postres, les sirvieron un café normal, que juzgaron aceptable.
Los abrazos de adiós con sus amigos fueron más estrechos que otras veces, o eso le pareció a Teresa. También el apretón de la llegada, con Ángel, que la estaba esperando en el aeropuerto.
Durmió intranquila esa noche. Se aferraba al cuerpo amado que le había sido devuelto, como si los dos estuvieran a punto de desvanecerse en el aire. Con los ojos abiertos, mirando al cielo del techo, empezó a contar allí los agujeros negros de su vida, por donde se le habían escapado tesoros o esperanzas.
Se despertó temprano. Pero no se atrevía a bajar las escaleras. Retrasaba el momento de abrir la alacena, después de haber calentado el agua hasta el punto justo, como todas las mañanas.
Temía buscar en vano el paquete de yerba y comprobar que ya no había mate en Buenos Aires.