Hace unos años Gwyneth Paltrow interpretó a una chica gorda en una comedia de los Farrelly que se llamaba Amor ciego (2001). La película la retrataba como un mastodonte que devoraba cantidades enormes de comida y rompía los muebles bajo su peso, su propia familia la despreciaba y ella vivía avergonzada hasta que un varón (Jack Black), bajo el influjo de un hechizo, se enamoraba de ella porque la veía como una delgada Gwyneth Paltrow. O mejor dicho: porque la veía tan bella como ella era en realidad, bajo esa capa de grasa. Amor ciego quería darle una lección a su protagonista superficial, que finalmente se enamoraba de la chica gorda, pero difícilmente se podría hacer hoy una película tan gordofóbica y grotesca. Porque estamos, por el contrario, en la era de la tolerancia y la positividad, en la que una detrás de otra –desde series como My mad fat diary y Super fun night hasta películas como Sierra Burgess is a loser, I feel pretty y más recientemente, Dumplin’, estrenada en Netflix– les enseñan a las chicas que ser gorda es terrible pero no necesariamente equivale a estar enojada y frustrada de por vida… porque pueden “aceptarse”.
Como una versión adolescente de Little Miss Sunshine (2006), Dumplin’ se centra en un concurso de belleza al que un grupo de chicas se anota, no para ganar, sino para sabotearlo desde adentro. Willowdean Dickson (Danielle McDonald) es una chica gorda –o eso que ahora en inglés llaman “big girl”– y aparte de lo difícil que pueda ser moverse en un mundo donde las chicas como ella son “bulleadas” en la escuela o se las mira torcido, tiene una madre de belleza hegemónica, Rosie (Jennifer Aniston), que alguna vez fue reina de belleza. Rosie no necesita desaprobar explícitamente a la hija, basta con que Willowdean vea la cara de orgullo y aprobación de su madre cuando mira a otras chicas delgadas, que saben vestirse y maquillarse, para saber que no tendría que ser la que es. Hubo un poco de alivio para esta soledad en que está inmersa la protagonista en una tía también gorda y alegre que murió hace pocos meses, y le alegró la infancia con autoestima y canciones de Dolly Parton. Pero las cosas empiezan a ponerse más difíciles porque ahora, en el mundo de Willowdean y sus amigas, aparecen los chicos, los besos y las citas.
Dumplin’ está ambientada en un pueblito conservador de Texas y usa el concurso de belleza, en el que se anota un grupito de freaks (dos chicas gordas, una de ellas de una familia católica conservadora, una torta aguerrida que se viste de negro y bardea al patriarcado, y una chica linda “pero que también sufre”), para mostrar que en realidad las chicas “diferentes” nunca estuvieron excluidas de la posibilidad de participar, aunque sí de la de ganar, y que en realidad el mundo las está esperando con los brazos abiertos para cuando depongan el mal humor y se decidan a divertirse. Así, ella y sus amigas inadecuadas participan del concurso, aprenden que no es tan fácil como desfilar y ponerse linda (también se necesita inteligencia y talento), y en el proceso se descubren a sí mismas. El universo de las reinas y las coquetas, mientras tanto, queda completamente preservado: no hay villanas acá, solo desencuentros o malentendidos. En cierta forma toda la película está diseñada para proponer un abrazo conciliatorio entre gordas y flacas, entre mujeres de belleza hegemónica y mujeres que la sociedad califica como inadecuadas. Hubo una época en que películas como Mean girls (2004) ridiculizaban a las chicas que estaban demasiado pendientes de su apariencia y las calificaban como superficiales; la verdad, era preferible. Al menos a lxs freaks se les permitía cuestionarlas, y hasta despreciarlas si era preciso, porque a través de ellas lo que se despreciaba era un modelo de femineidad y de belleza. Ahora lo que se propone es una convivencia amable donde hay que tolerar que mujeres que nacieron hegemónicamente lindas o gastaron muchísima plata para llegar a serlo les digan a las demás que se amen “tal como son” (un mensaje profundamente cínico, sin importar las buenas intenciones de quien lo pronuncie), con lo cual las responsabilizan por la valoración que el mundo deposite sobre ellas.
Dumplin’ hace una operación parecida: toda la película consiste en demostrar a la chica gorda que está equivocada, que no tiene razón para sentirse mal o estar a la defensiva. Que tu madre no se avergüenza de vos, solo no sabe cómo acercarse; que al chico lindo que te invita a salir le parecés hermosa, sos vos la que lo aleja; que tu amiga bellísima y flaca también se eriza de inseguridad, igual que vos, cuando le tocan la panza. Pero Dumplin’ es una película y como tal, trabaja con la imagen; es mucho más importante lo que muestra que lo que dice. Y lo que muestra es que los cuerpos gordos son bienvenidos por fin al mundo de la visibilidad, a condición de que se efectúen sobre ellos una serie de ajustes que los vuelva mirables. El primero de ellos, en el caso de las chicas, es levantar esas tetas enormes con unos corpiños que las achaten y las dejen bien arriba; luego se creará la ilusión de una cintura que no existe con fajas o cinturones muy ajustados, se usará maquillajes, corsets, tacos altos, todos los dispositivos necesarios para que estos cuerpos encajen, aunque sea por aproximación, en el molde de las figuras flacas. Y por último, en el momento de la verdad, que en el concurso de belleza de Dumplin’ es cuando todas las participantes deben desfilar en ropa interior… se las tapará con una pollerita. Increíble pero real: en esta escena las flacas están en malla, con las piernas al aire, y a las gordas se las cubre discretamente con unos minivestidos que se pretende hacer pasar por trajes de baño y que revelan la verdad última de este tipo de películas: confirmar que esos cuerpos son inmirables.
Es realmente un ejercicio de crueldad, porque en última instancia lo que se le está diciendo a la chica gorda es que ella “también” puede acceder a ciertas cosas al mismo tiempo que se afirma que sí, es defectuosa, pero puede amarse. Lo mismo pasaba con I feel pretty (2018), una comedia donde Renee (Amy Schumer) era una chica “con unos kilos de más”, como suele decirse, que trabajaba en una oficina horrible y no tenía éxito en la vida porque no se quería lo suficiente. Para demostrar que todo lo que hacía falta era una pizca de autoestima, la película recurría al clásico golpe en la cabeza, del cual Renee despertaba convencida de que era la clase de belleza estilo supermodelo que siempre había soñado (aquí no faltaba tampoco la flaca “perfecta”, en este caso Emily Ratajkowski, que se cruzaba con la gordita defectuosa para revelarle que ella también tenía problemas de autoestima y también la dejaban los tipos). A partir de ahí todo empezaba a mejorar, Renee se vestía mejor, andaba super contenta por la vida, invitaba a salir a un chico y hasta se animaba a anotarse, sí, en un concurso de bikinis. La secuencia era larga y minuciosa: allí, Amy Schumer se arremangaba el minishort, la remera, y bailaba como una guarra luciendo una panza totalmente normal, pero el chiste, lo grotesco que planteaba la escena, era que justamente ella creyera que se veía sexy al tiempo que mostraba esa panza. La chica en la ficción se creía divina, pero la película le sobreimprimía en cierto modo un cartel que la señalaba y decía “NO”. En la misma película había, siempre con humor de por medio, otra escena en la que Amy Schumer, después del golpe que le cambia la personalidad, hace un inventario de su cuerpo no hegemónico: a medida que va mirando sus brazos, panza, piernas, cara, y encontrándolos maravillosos, se pone a un personaje secundario a presenciar toda la escena sin entender de qué se maravilla la protagonista porque este personaje, por suspuesto, representa el punto de vista de lxs espectadorxs, que saben que el cuerpo de Amy Schumer no es correcto. Toda la escena era un acto de crueldad, no es tan fácil de hacer convivir en la misma película con la idea más optimista de que todos los cuerpos están bien, por no decir imposible. Porque la premisa de I feel pretty era que todas somos bellas y podemos disfrutar de lo que somos, pero si acaso quedaba en este mundo alguna chica gorda que no supiera que su cuerpo estaba mal, la película se lo explicó y demostró detalladamente.
Ser gordx, para el cine, es algo parecido a ser discapacitadx; es una desgracia, pero se puede vivir con eso. Nadie se debe privar de ponerse un poco de maquilaje encima y bailar al ritmo de Dolly Parton. El mensaje es asquerosamente cruel, y nadie debería permitir que le digan que “también” puede amarse a sí mismx y acceder a los placeres de la vida “a pesar de”. Ojalá que una nueva generación de gordas y gordos rebeldes repudie este tipo de ideas y se niegue a esta especie de lastimosa palmadita. Mientras tanto, los cuerpos gordos siguen apareciendo exclusivamente en las ficciones para tematizar la gordura (cuando no, como lo hicieron tradicionalmente, para representar el fracaso o la maldad), y no como personas a las que les pasen cosas y tengan historias que contar. Se supone que es el próximo paso, pero no parece tan seguro.