Hay una particularidad de las películas sobre enfermedades o adicciones, y es que en lugar de narrar una historia de modo lineal deben mostrar un proceso que muchas veces es confuso, repetitivo, con idas y venidas. En esa línea, el año pasado Netflix estrenó Vida privada, de Tamara Jenkins, donde Kathryn Hahn y Paul Giamatti eran una pareja que trataba de tener un hijx a través de distintos métodos. La película era espesa, agobiante, un sube y baja emocional de destellos de ilusión y decepciones profundas que ni siquiera conducía a un final resolutivo, y en ese sentido era perfecta. Además, solo el repertorio emocional que eran capaces de desplegar dos protagonistas como Hahn y Giamatti era capaz de mantener a lxs espectadorxs interesados y con la sensación de estar asomándose a un universo complejo y nuevo. Algo parecido –aunque nada parece tan nuevo– sucede con Beautiful Boy, de un director poco conocido como Felix Van Groeningen, que en realidad se luce como la película de Steve Carell y Timothée Chalamet.
Basada en dos libros autobiográficos escritos por David Sheff y Nic Sheff, un padre y un hijo que contaron cada uno desde su perspectiva la adicción a las drogas del hijo y el esfuerzo por salvarlo, la película funde los dos relatos aunque prioriza el punto de vista del padre, y por lo tanto hace hincapié en la familia afectuosa y dispuesta a ayudar antes que en el mundo sórdido de derrape y desesperación en que se sumerge el hijo.
En la ficción Nic Sheff (Chalamet) es un hijo de padres separados que reparte su tiempo entre la casa de la madre (Amy Ryan), en Los Ángeles, y la del padre (Carell), que formó una nueva familia junto a Karen (Maura Tierney) y tiene dos hijxs chicos, Jasper y Daisy. La casa del padre es un modesto paraíso en medio de la naturaleza, uno de esos chalets de madera y ventanales enormes rodeados de árboles, repleto de calidez, que hacen a cualquier espectador pensar “No entiendo cómo pueden sufrir teniendo una casa así”. La familia de David, por su parte, es amorosa y encantadora, todos van juntos a la playa y hacen surf, lxs niñxs adoran a Nic. Todo está calibrado en la película como para dar la sensación de que la felicidad y el bienestar (o una versión publicitaria de ambos) están al alcance de la mano y eso, de alguna manera, hace más y más inexplicable la adicción de Nic, que permanece todo el tiempo como un enigma. Hay algo de angustia existencial y mucha oscuridad en el chico, pero también explicaciones tan simples como que probó crystal meth y es la mejor sensación que tuvo en su vida. Sin embargo, Nic solo se nos muestra de a pantallazos, generalmente cuando irrumpe en la vida del padre para buscar ayuda. David, por su parte, googlea e investiga, tratando de entender al hijo y construyendo un perfil en cierto modo ejemplar de padre de adicto, que va a aprender cuál es el límite en esto de estar disponible y acudir a cada llamado.
Y no hay mucho más que eso. Si Beautiful boy es mirable de principio a fin, y lo es, se debe a que Carell y Chalamet le dan espesor y atractivo tanto a los personajes como al vínculo padre-hijo. Carell está lejísimos de los papeles de comedia que lo hicieron famoso, como Virgen a los 40, pero mantiene esa vulnerabilidad y es perfecto como el padre que debe acercarse al hijo no desde la autoridad sino desde el afecto. Chalamet por su parte está transformado, en un personaje en el que no queda nada de, por ejemplo, el adolescente que era en Call me by your name. Sin embargo la película elige mantener el nivel de sordidez al mínimo (ni se menciona que Nic Sheff se prostituyó para conseguir plata para drogas), y en lugar de explorar el contraste y los choques entre esos universos aparentemente tan distintos como son la familia bella y el reviente, no se hace mucho más que afirmar la diferencia y ofrecer una especie de consuelo comprensivo para familiares de adictxs.