En marzo de 2016, la ciudad de Buenos Aires adoptó definitivamente como slogan cosmopolita el de “ciudad verde”. Este lema, que se quiere hacer efectivo mediante la construcción de kilómetros de bicisenda y el fomento publicitario del reciclado y la separación de residuos, tuvo su momento culminante con la instalación de un jardín vertical de 189 metros cuadrados al lado del obelisco porteño sobre una maqueta con las letras BA. Esto dejaba inaugurada una política menos explicitada desde los discursos oficiales pero de gran visibilidad: el reemplazo de los árboles, aliados ecológicos clásicos del espacio público, por distintas formas de jardín vertical. Una polémica prueba piloto fue la poda, trasplante y tala de la histórica arboleda de jacarandás y palos borrachos de la Avenida 9 de Julio para la construcción del metrobús, enmarcado en jardines verticales pequeños. Más polémico quizás haya sido el intento de trasladar esta lógica del macrismo de la ciudad al nivel nacional: en agosto de 2017, como cabeza del entonces Ministerio Nacional de Ambiente y Desarrollo Sustentable, Sergio Bergman se fotografió en la inauguración del séptimo Festival Internacional de Cine Ambiental vestido de jardín vertical, mientras twitteaba “Soy un hombre planta que trabaja por una Argentina verde #CambioClimático”. 

Las sucesivas gestiones de Cambiemos (primero en la ciudad, ahora a nivel nacional) han echado mano del discurso ecológico con frecuencia, tratando de acoplarse a la agenda verde. En ocasión de los ajustes tarifarios se argumentó con lógica ambientalista que un incremento en el precio de la luz, el gas y el agua era un modo de promover el ahorro de recursos naturales cuya obtención es más cara para el planeta que para los consumidores. Y de hecho el poder judicial falló a favor de la demanda del (ex) Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sustentable contra el CEPIS (una de las ONG que habían interpuesto cautelares contra los tarifazos) invocando la tutela del medioambiente como un bien colectivo en favor de las generaciones venideras, por sobre un conjunto finito de consumidores renuentes a pagar más por los servicios básicos. De forma similar, en la ciudad se angostan avenidas y se aumentan los peajes, en un intento por alentar el transporte público, el uso de bicicletas o el mero caminar. Se trata de una elección bastante curiosa de ítems dentro de esa agenda que, en las diversas instancias internacionales, impulsa la alianza entre las ONG y los gobiernos liberales pero “progresistas” en materia de sustentabilidad. Lo sustentable es ese concepto que aprendimos ante la inminencia de la tragedia ambiental y que el liberalismo verde o ambientalista ha llevado al plano político. Nos promete que, con buena voluntad y tecnología, es posible detener la catástrofe sin generar ningún cambio estructural en las formas de extracción, producción, distribución y consumo del capitalismo globalizado. Y se acopla perfectamente con cierto discurso ecológico para uso de aquellos ciudadanos sensibles a la causa climática que ahora pueden ocuparse de disminuir su huella de carbono separando la basura y usando la bicicleta, sin necesidad de resignar la vida en una ciudad de porte ni el viaje en avión low-cost para las vacaciones. 

La misma lógica puede leerse en la apropiación que los equipos de imagen de la primera dama supieron hacer de su huerta orgánica personal. El emplazamiento idílico y “natural” de lo femenino en el contexto de la “economía doméstica” no es, por supuesto, una novedad. Pero sí llama la atención el especial matiz verde que adquieren las tareas de cuidado y reproducción en la construcción del ideal de mujer del macrismo, pues es allí donde parece cifrarse toda su posible relevancia política: reproducción de la especie, elegancia y conciencia ambiental. Las fotos del emprendimiento, disponibles en la red social que mejor fabula lifestyles, nos muestran a una madre con su hija jugando a la huertita con la eco-versión de las valijitas Juliana, prolijos cajoncitos de madera con hortalizas y aromáticas emplazados en un césped brilloso. Estos kits se instalaron en la quinta de Olivos y otras residencias de la familia presidencial, alcanzando el súmmum simbólico al llegar a la terraza de la Casa Rosada.

Podría parecer contradictorio que el gobierno de una ciudad que hace de la ecología una suerte de marca registrada decida reprimir abiertamente un modo de protesta de familias quinteras, con gran consenso en la población, que promueve el consumo de verduras agroecológicas con un intercambio directo entre les productores y les vecines. ¿Cuál es la diferencia entre la primorosa Barbie ecologista y la despeinada quintera cooperativista? A juzgar por el megaoperativo montado el viernes 15 de febrero en Constitución, pareciera que la ciudad verde debe transformarse en una nube gris para repeler la invasión roja, violeta, verde, amarilla y marrón que amenaza con ensuciarla. ¿Qué es la sustentabilidad? ¿Qué sustenta?   

La idea del “desarrollo sustentable” tiene su origen en lo que se conoce como el Informe Brundtland, un documento producido en 1987 por la Comisión Internacional sobre Ambiente y Desarrollo de las Naciones Unidas. En él se cifra uno de los ejes más polémicos del debate sobre la posibilidad del desarrollo en un contexto de explotación de “recursos” naturales: preservación del ambiente como tal vs. conservación del planeta en un estado que permita que les humanes puedan seguir “desarrollándose”. Si recorremos la lógica de dichos informes y declaraciones, emitidos por organismos como la International UnionfortheConservation of Nature o las Naciones Unidas (que son, finalmente, los documentos que constituyen verdaderas “guías prácticas” para los gobiernos y las empresas), el eje de las discusiones internacionales pasó de una perspectiva ecológica pura a una que aborda la cuestión humana del problema, intentando compatibilizar crecimiento poblacional (y subsiguiente incremento de la presión extractivista sobre el planeta) y conservación de los recursos de la Tierra que sirven como soporte vital de las poblaciones humanas. El mercado libre y autorregulado es, junto a la propiedad privada y la responsabilidad civil, el garante de la “preservación” del medioambiente y, simultáneamente, del estado de cosas.   

El privilegio del jardín vertical como materia de la ciudad verde es, en este contexto, elocuente. Allí la planta hace confluir lo ornamental y lo útil: la variación cromática en una ciudad que insiste con el gris del cemento y la purificación del aire, en una asociación que fija el verdor de las hojas a su función fotosintética y limita la lógica plantística a su parte aérea. Se trata de una variante de las lógicas extractivas, más cercana a los campos de soja que a cualquier plantación agroecológica. Los jardines se componen de plantas sin flores ni frutos ni tubérculos, explotan la capacidad de las herbáceas para crecer en parcelas mínimas de tierra o en regímenes hidropónicos, y sobre todo actualizan el sentido pictórico del paisaje: algo que se contempla como en un cuadro pero que no es posible habitar. En cualquier caso, la plasticidad de la planta (que es tan aérea como terrenal y acuática) se somete a un régimen de extracción aéreo que, mientras nos provee de oxígeno, la excluye de la posibilidad de crear lazos con la tierra común. El jardín vertical abandona el plano horizontal, que es el que puede ser medible y calculable como terreno, y promueve el crecimiento en altura, en busca de la luz solar que le permitirá capturar y convertir el CO2 en aire respirable pero no desarrollar raíces ni producir alianzas interespecies. Desenraizada, la planta parece flotar “libremente”, produciendo aire sin estorbar la propiedad humana del suelo que le fue expropiado. Es aquí donde el verdismo de la ciudad muestra su mayor distancia respecto de la lógica que propone la agroecología y, en especial, la Unión de los Trabajadores de la Tierra. Verde, lo que se dice verde, es la planta sin raíces, sin órganos de reserva, sin flores ni frutos: lo que este verde recorta con precisión de bisturí es la relación con la tierra y con la nutrición, con el compost y con la autoregeneración. El aire es un bien necesario, pero no por eso las plantas pueden convertirse en bienes raíces. Incluso la fantasía de la huerta vertical emplazada en el balcón parece querer olvidar y desterrar de la ciudad ecológica ideal la amenaza de un suelo marrón atravesado por las alianzas monstruosas y mugrientas de las raíces. Del mismo modo, las huertas de Juliana Awada se separan del suelo y se elevan en cajones (que en algunos casos son transportables, como sucede en la terraza de la Casa Rosada), permitiéndole caminar subida a elegantes sandalias de taco alto, garantizando la pulcritud requerida por su imagen. La huerta orgánica también reproduce la lógica extractiva de máxima utilización, en este caso material pero sobre todo simbólica, de los “recursos naturales”. Las plantas se cultivan en cajones de juguete, se extrae de ellas una enorme renta imaginal y con los restos materiales se alimenta a los empleados que la mantienen. 

La agricultura familiar, la producción agroecológica, habilita experiencias de lo vegetal que recuperan el vínculo con la tierra y su labor, revalora saberes ancestrales para su cuidado sin químicos protectores de la renta y se hace del cultivo colectivo una forma del hacer político. La agroecología y su comercialización directa son prácticas a contrapelo de la concentración de la tierra y de la producción extractivista: resisten la sumisión a las leyes del control empresario sobre la utilización de semillas y se mofan de los agrotóxicos a fuerza de más plantas, alejándose del oenegismo individualista y bienpensante garante del capitalismo especista, patriarcal y extractivista. El uso común de la tierra da lugar a un tipo de vínculo cooperativo en el que el lucro, individual o corporativo, ya no es protagonista, y que exige una transformación total de las relaciones de explotación intra e interespecies, no una reforma de algunos de sus efectos más nocivos. Quizás a ello se deba que las mujeres tengan aquí una particular relevancia. Buenas herederas de las brujas exterminadas en los albores del capitalismo a un lado y a otro de los océanos, las mujeres productoras de la UTT resisten el cercamiento organizando encuentros para intercambiar información sobre plantas medicinales y de uso en la huerta, y participando activamente del COTEPO (Consultorio Técnico Popular) donde productores y técnicos del INTA  intercambian saberes en forma horizontal. Marcando una diferencia llamativa respecto de la norma vernácula en las organizaciones sindicales, les delegades de base son en un 50 por ciento mujeres. Tal vez este sea uno de los motivos por los que en estos espacios reaparecen prácticas, saberes y comportamientos antiguamente vinculados a las mujeres que ponen en tensión el disciplinamiento capitalista de lo existente (sean cuerpos que trabajan, cuerpos expropiados para la reproducción de los cuerpos que trabajan, cuerpos que sirven de alimento o elementos que sirven de nutrientes para generarlos). En este sentido, abandonar los agrotóxicos es también un gesto libertario que se sustrae de la lógica patriarcal del usufructo irrestricto. Al ahorro en el costo del agroquímico en la producción se le suma la disminución de riesgos asociados a la labor en el campo para les productores y el hecho de que la planta crece mejor y más sana. El sistema agroecológico implica además un paradigma novedoso respecto de la idea del control de “malezas”, ya que la diversidad no es un problema a erradicar sino un posible aliado a incorporar. Lógicas de alianzas vegetales y humanas que, en lugar de la supuesta pureza ideal y controlada del monocultivo, apuestan a la multiplicidad y al encuentro de lo diverso. Contra la ideología de la efectividad y la racionalización de la producción, la dispersión aquí da tantos o mejores frutos que el orden. Algo que se comprende bien desde una perspectiva femenina de relación con el trabajo (más ligada al multi-tasking que a la especialización) y desde aquellos feminismos que han construido una lucha anti-extractivista con aliadesdiverses.

Por otro lado, la feria que propone la UTT para comercializar sus productos es también una forma alternativa del mercadeo popular que busca evitar los intermediarios y, a la vez y una vez más, valerse del espacio público para hacer cosas públicas. Resisten así el devenir puro paisaje inhabitable de la ciudad. Diferentes son las ferias municipales que gestiona el Gobierno de la Ciudad: se trata de carritos con comercios del tipo tradicional (carnicería, pescadería, dietética, verdulería) que rotan por los barrios, previo pago de un canon al Estado, y cuyos productos son los mismos que los del circuito urbano habitual, a veces un poco más baratos. Ferias de comerciantes, no de productores. En el verdurazo, la UTT supo construir un nuevo lenguaje para la protesta, que reconduce el verde a la verdura y lo hibrida con la ocupación popular del espacio público: suspende la lógica de la libre circulación mercantil regalando bienes destinados a la comercialización o vendiéndolos a un precio fijado colectivamente, tergiversa las lógicas privatizantes del espacio y habla de ecología para pensar la agricultura familiar y comunitaria, desplazando y refigurando los surcos discursivos individuales de la bicicleta y la basura. Por ello, no es casual que el gobierno de la ciudad apele al “mal uso” de los restos y desechos por parte de les productores para prohibir estas ferias, aun cuando los feriantes se ofrecieran a limpiar. La transformación de la “suciedad” en “basura” es una operación muy específica a la que este gobierno ha dedicado una enorme cantidad de recursos políticos y que ha enlazado con un circuito económico que espera poder sacar lo más rápido posible de las manos de recicladores populares, para devolverla a los incineradores copiados de París. Reinterpretar prácticas populares como ilegales, mediante normativas que privilegian la circulación individual des-implicada por sobre la ocupación colectiva productiva o de protesta, es ya un signo distintivo del gobierno y una justificación permanente para la represión policial. La efectividad de las imágenes de la represión del viernes 15 de febrero se mide en la inconmensurabilidad entre un lenguaje represivo clásico ?la monocroma barrera policial seguida de gases y balas de goma? y el uso multicolor de las verduras como proyectiles contra la ciudad verde o como restos reutilizables para el guiso.  

Entre los análisis de la icónica foto de la abuela con su changuito juntando berenjenas indiferente a la hilera policial que la circunda, faltaron aquellos que acentuaran suficientemente la particular lógica que encarna. A diferencia de la famosa imagen del rebelde desconocido de Tiananmen, las fotos de mujeres durante la represión nos muestran un tipo de resistencia modesta pero no menos peligrosa. Vecinas y productoras aparecen allí desplegando estrategias de cuidado, recuperando la verdura, rearmando cajones a espaldas de la policía o recogiendo los restos comestibles del saqueo policial y de los proyectiles defensivos. Son resistencias que resuenan con la consigna feminista villera “Hoy repartimos crudo”, lanzada desde la 21-24 con ocasión del último paro internacional de mujeres, lesbianas, travestis y trans. Habiendo asegurado la disponibilidad de los ingredientes para la preparación de la comida, el “repartimos crudo” destacó (por la negativa) el valor del trabajo femenino diario, pero sobre todo puso en evidencia que estas estrategias suponen una comprensión lúcida del alcance y las dimensiones materiales de las desobediencias. A la revolución idealista de la historia, le hace sombra una revuelta materialista de la alianza, la ocupación, la protesta, la resistencia al hambre y el deseo, para así transformarlo todo.

         

Colectiva Materia. Noelia Billi, Paula Fleisner, Guadalupe Lucero. Investigadoras de CONICET y docentes de la UBA. La Colectiva Materia es una colectiva de pensamiento filosófico que investiga el materialismo posthumano.