Es tan fácil crear estereotipos de las naciones como de cualquier otra cosa, y en las décadas de 1960 y 1070 la mayoría pensaba que Suecia era un paraíso en el que la democracia social funcionaba, donde el estado del bienestar había triunfado, donde las chicas eran rubias y guapas, donde el paisaje era precioso y todos los edificios tenían tejado de dos aguas, y donde la sexualidad era directa e inocente. Incluso su índice de suicidios podía justificarse positivamente como el resultado de la admirable voluntad de los forenses suecos de ser abiertos y honestos en lugar de dejarse llevar por caducos tabús y tapar las cosas. 

Mej Sjöwall y Per Wahlöö vivían allí, y sabían que no era así. 

Se les suele describir como un equipo mujer-marido, pero no estaban casados. De ellos también se afirma que eran marxistas, pero sería más preciso decir que eran socialistas europeos modernos, profundamente escépticos antes los excesos capitalistas. Lo que sí está claro –y de ello debemos dar gracias– es que, en lugar de escribir propaganda política en oscuros periódicos, se dedicaron a mostrar su punto de vista en una serie de diez novelas de misterio. Originalmente la serie tenía un sencillo subtítulo, La historia de un crimen, que con el tiempo quedaría claro que tenía un doble significado. Sus libros eran novelas negras, es obvio, pero la serie en conjunto era el modo que tenían los autores de denunciar cómo trata el poder a los desfavorecidos. 

Todo ello era muy digno, muy noble y muy interesante y, al igual que la mayoría de las cosas dignas, nobles e interesantes, quizá estaba destinado a los pies de página de la historia, de no ser porque, de paso, Sjöwall y Wahlöö también inventaron un nuevo tipo de narrativo del procedimiento policial que cambiaría el género para siempre y aún sigue en vigor. 

Sus críticas al gobierno no tenían límites: “El centro de Estocolmo se ha visto sujeto a unos cambios violentos y de gran envergadura en el transcurso de los últimos diez años. Han arrasado barrios enteros y se han construido otros nuevos... Detrás de toda esta actividad no está la ambición por crear un entorno social más humano, sino el deseo de explotar al máximo el valor del terreno”. Con resultados predecibles: “Esta es una ciudad enloquecida en un país mentalmente trastornado”. 

La fuerza policial era a la vez su vehículo narrativo y su centro de interés político. Siguiendo los estereotipos, una vez más, dado que Suecia había sido neutral durante la Segunda Guerra Mundial, y que las chicas eran rubias y guapas, pensábamos en Suecia como un país esencialmente pacifista, pero Sjöwall y Wahlöö hacían un gran esfuerzo por subrayar su arraigada cultura militar. Veían el nacionalismo de las fuerzas policiales regionales de Suecia a mediados de la década de 1960 como el último clavo del ataúd, como una transición a una fuerza paramilitar que no respondía ante nadie e interesada únicamente en sí misma: “Si quieres estar seguro de que te cogerán, lo mejor es matar a un policía... Hay numerosos casos de asesinatos sin resolver en la historia criminal sueca, pero ninguno de ellos relacionado con el asesinato de un policía”. O “...todo el mundo sabe que es inútil denunciar a un policía. La gente de la calle no tiene derechos legales frente a la policía”.

Interesante, revelador y noble, pero lamentablemente fácil de olvidar, de no ser porque su vehículo narrativo resultaba tan perverso como convincente. Hasta entonces las historias de policías tendían a la exageración y el glamour, pero Sjöwall y Wahlöö se encaminaron hacia el otro extremo. Su manifiesto queda recogido en esta cita de El abominable hombre de Säffle de un modo de lo más sucinto: “La labor de la policía se basa en el realismo, la rutina, la testarudez y el sistema”.

Y en medio de todo ello estaba Martin Beck.

En los últimos libros, Beck ya es un personaje completo y maduro. Hosco, decidido, insatisfecho, testarudo e incluso algo depresivo, ha sido revolucionario en su momento y ahora es el abuelo de la práctica totalidad de los investigadores suecos actuales, así como de otros de lugares tan distantes como el John Rebus de Ian Rankin o el Arkady Renko de Martin Cruz Smith. Es una creación maravillosa, complementada con un repertorio de colegas tan espléndidamente trazados como el elenco del Distrito 87 de Ed McBain. Incluso los personajes secundarios, de paso, están descritos de un modo delicioso. Los diez libros de esta serie funcionan espléndidamente como novelas policíacas, de eso no hay duda, pero se los recuerda por darle un realismo social a la novela negra. ¿O es al revés? u