En una carta a sus hermanos George y Thomas, escrita en 1817, el poeta John Keats definió la frase “capacidad negativa” cuando les contaba acerca de una discusión que había tenido, con sus amigos, sobre Shakespeare y Coleridge. La “capacidad negativa”, les decía, la posee un artista capaz de existir en la incertidumbre y el misterio, en la duda, sin buscar los hechos o la razón. Creía que, para crear poesía, había que ser capaz de permanecer en este estado inquieto y conflictivo. Romántico al fin, a Keats le interesaba más la belleza que las explicaciones. El concepto fue retomado más tarde, ampliado, criticado: pero se usa, comúnmente, al modo de Keats.
El nuevo disco de Marianne Faithfull se llama así, Negative Capability. Lo grabó en París, donde vive: lo produjeron Warren Ellis, de Dirty Three y los Bad Seeds y Rob Ellis, colaborador habitual de PJ Harvey. “Es mi disco más sincero”, dijo Marianne. “Es cirugía a corazón abierto”. Y admitió: “No del todo, siempre voy a usar máscaras. Intenté, sin embargo, mostrarme tal como soy y contar lo que me preocupa”.
Hay tantas facetas en Marianne Faithfull, sin embargo: cómo saber quién es ella. La hija de la baronesa Eva Erisso, descendiente de los aristócratas austrohúngaros Von Sacher-Masoch –el tío abuelo de su madre fue Leopold Von Sacher-Masoch, autor de La Venus de las pieles y del término “masoquismo”–. La estrella pop de los primeros 60 londinenses, una chica rubia y hermosa, con aspecto ingenuo y deseos imparables, que se casó muy joven con un poeta, grabó “As Tears Go By” de los Rolling Stones y se enamoró de Mick Jagger; escribieron juntos “Sister Morphine”, la siniestra canción que parte en dos el disco Sticky Fingers. La pareja marcó una época que terminó mal para ella, con un intento de suicidio y adicciones a varias sustancias, pero sobre todo a la heroína. Durante años, Marianne Faithfull, también actriz y protagonista de películas con Alain Delon, de obras teatrales de Chéjov y de películas experimentales de Kenneth Anger, vivió en la calle: sólo se resguardaba bajo techo cuando hacía mucho frío. No se murió, sin embargo, aunque lo intentó mucho. Y, en 1979, grabó Broken English, su renacimiento, uno de los mejores discos de la década (y en una década repleta de grandes discos). Ese fue su regreso y prácticamente su debut, porque antes, con sus discos pop, muchos de ellos muy buenos, nunca había quedado del todo conforme. Casi no paró nunca de grabar desde entonces, discos muy sólidos, valientes, misteriosos, que suelen editarse cada tres años, más o menos. La lista de sus colaboradores habla de una verdadera corte que le rinde tributo a la reina: Nick Cave, PJ Harvey, Damon Albarn, Jon Brion, Cat Power, Teddy Thompson, Rufus Wainwright, Keith Richards, Jarvis Cocker, Sean Lennon, Hal Willner, Mark Lanegan, Dr. John, Roger Waters, Anna Calvi, Brian Eno: desde artistas jóvenes hasta amigos de toda la vida y muchos consagradísimos, todos quisieron grabar con Marianne alguna vez durante estos últimos quince años. Incluso Metallica la llamó como artista invitada para el disco The Memory Remains. Y aunque Marianne Faithfull siempre tiene buenas y respetuosas reseñas, pocas veces se le hace justicia: de su generación, ella tiene 72 años, es la más activa junto a Neil Young, apenas mayor. Y sin embargo cuesta ubicarla donde se merece. Se puede especular conque todo el mundo está mucho más acostumbrado a reconocer el genio masculino, especialmente en el ambiente del rock, o que hay algo en la música y la voz de Marianne que es áspero y duro, más apto para un grupo de fans de culto que para la adoración universal con la que contaron Lou Reed o Leonard Cohen, por nombrar a un personaje muy difícil y a otro muy encantador. O que, aunque compone, es mucho más una intérprete que una songwriter. Ella, sin embargo, persiste. No hace giras y no presentará este disco: tuvo cáncer de mama, necesita operarse del hombro, usa bastón, pero sigue ahí, y Negative Capability es un disco único, una meditación sobre la vejez, la muerte, la pérdida de los amigos y la soledad que tiene tanto de sabiduría como de capricho y arrepentimiento. Marianne Faithfull no es, ni quiere ser, una abuela encantadora.
La luna sobre París
En la primera canción, “Misunderstanding”, escrita por ella y Ed Harcourt –con una melancólica viola de Warren Ellis– piensa su vida y su soledad: “Y después te encontrás solo/ Y no te lo podés explicar/ Qué pena, no es una forma de vivir/ Pero es difícil salir de ahí/... Los errores no tienen valor/ los malentendidos son peores/ son una maldición”. En varias entrevistas, Marianne dijo que, aunque habla mucho de la soledad en este disco –y también en los anteriores– no está reconciliada con la falta de compañía. “Necesitamos a los otros”, dice. “Sin alguien más, es fácil volverse loco”. En “The Gypsy Fairy Queen”, escrita con Nick Cave, que toca el piano y canta a dúo con ella, Marianne Faithfull toma la voz de Puck, el protagonista de Sueño de una noche de verano, para hablar de la reina gitana de las hadas y, por supuesto, está hablando de ella, de su juventud y sus amigas, mujeres hippies y vagabundas y brujas de los años 60, Nico, la generación dorada que se desvaneció en la desesperanza. Por eso, quizá, sigue con una nueva versión de “As Tears Go By”, la balada que la hizo famosa y que Jagger-Richards compusieron para ella en 1964, a pedido del manager de ambos, Andrew Loog Oldham. El tema resultaba muy raro para la voz de una adolescente: “Hay caras sonrientes pero no son para mi/ Me siento y miro los juegos de los chicos/ Pero todo lo que oigo es el sonido de la lluvia cayendo sobre el suelo/ Veo las lágrimas caer”. ¿De dónde sacar esa melancolía a los 17? Al escucharla ahora, esas palabras sobre el violín siempre tristísimo de Warren Ellis, al fin adquiere su sentido de ver pasar la vida sin actuar, de momentos que no volverán a recuperarse. Ella ya la había regrabado a los 40 años, en el disco Strange Weather y entonces también se re-significaba como un ingreso a la madurez. Con “In My Particular Way” se mete en otro tema poco habitual: el deseo y la búsqueda del amor en la vejez. Es una canción falsamente jovial, de alegría impostada, como si quisiera seducir sin confianza: “Sé que no soy joven y estoy dañada/ Pero sigo siendo linda y graciosa/ A mi manera particular/ Soy capaz de amar/ Estoy preparada para amar/ Por favor, mándenme alguien que pueda quererme/ que pueda ver todas mis faltas y quererme igual”. La escribió con Ellis y Harcourt y es asombrosamente cándida y honesta en su reconocimiento de que, recién después de los 70, siente que esos amores locos que marcaron su vida no la hicieron sentir segura. Ni feliz.
Hay muchos más puntos altos en un disco casi sin pasos en falso. Además del cover de Bob Dylan, “It’s All Over Now, Baby Blue” (el mejor jamás grabado y a la altura del original) y la re-versión de “Witches Song” de Broken English, las tres elegías de Negative Capability son fantásticas: la primera es “Born To Live”, para su mejor amiga Anita Pallenberg, pareja de Keith Richards durante décadas –es la madre de los dos hijos mayores del Stone–, una mujer hipnótica, destructiva, elegante, que murió el año pasado; “Don’t Go” es para Martin Stone, su colaborador y guitarrista, que era mucho más famoso como vendedor de libros raros y protagoniza, ficcionalizado, la novela White Chappell-Scarlet Tracings de Iain Sinclair. La tercera es “They Come At Night” (quiere decir “vienen con la noche”), una canción oscura y escalofriante, con un riff repetitivo, al acecho, escrita junto a Mark Lanegan un día después de los atentados terroristas de noviembre de 2015 en París. Marianne conocía a la banda que tocaba esa noche en el Bataclan, Eagles of Death Metal; ella misma tenía un show planeado en el local para una fecha siguiente. Negative Capability es un disco que reflexiona sobre el fin pero ruge, es la furia contra la muerte de la luz de Dylan Thomas y es el mejor disco del año pasado aunque no estuvo en la lista de mejores discos de casi ningún medio, porque eso suele pasarle a Marianne Faithfull: ese quedar en una zona de sombra. Ella posa, en la tapa con su bastón: se rompió la cadera hace años, el reemplazo resultó en una infección y la lista de artritis y problemas derivados de año de abuso de sustancias sigue, pero ella mira desafiante porque sabe que pocos vuelven de donde ella volvió, y menos con este buen gusto, este talento, estas canciones magníficas. Se habla poco de la música de Marianne, desde el principio. Es célebre lo que dijo Olham: la hizo grabar un disco porque tenía aspecto de “un ángel con tetas grandes”. Nunca fue una cantante virtuosa ni deslumbrante, más bien todo lo contrario. Pero fue y es una intérprete enorme. Pionera. “Canta a pesar de sí misma”, dice Warren Ellis. “En ese sentido, es como una cantante punk. Siempre estuvo incómoda con el mundo que la rodeaba y eso es lo que transmite. Su voz es filosa, es inquietante, nadie suena como ella”.
Rubia suicida
Otra teoría acerca de por qué Marianne Faithfull no es la estrella reverenciada que merece ser tiene que ver con el hecho que marcó su vida hace 50 años. Ella fue parte del huracán Rolling Stones en los 60, y no sólo era difícil salir entero de ahí sino que la banda y la década resultaron una etiqueta indeleble. Para decirlo de una manera más sencilla: aunque se separaron en 1970 después de cuatro años de relación, y aunque nunca se casaron (ella si se casó y se divorció: tres veces), Marianne siempre será la novia de Mick Jagger. Siempre será esa mitad de una pareja gloriosa y deslumbrante, los chicos más hermosos del planeta, paseando su impunidad por el mundo vestidos de terciopelo y tapados afganos. Por eso ahora, a los 72, ella ya no habla de los Rolling Stones. Y no porque esté enojada: se relaciona con ellos, especialmente con Keith y su familia –tiene una relación especialmente cercana con Marlon Richards, el mayor del clan, casi su sobrino–. Es que, dice, ya habló demasiado de ellos. Ya le sirvieron tanto para exponerla como para ocultarla, con frecuencia al mismo tiempo.
Marianne era hija de una aristocracia empobrecida y destrozada. Su madre fue violada por soldados de la ocupación rusa en Viena, en 1945: quedó embarazada, se hizo un aborto. La familia perdió toda su fortuna. Eva conoció a Glynn Faithfull, mayor del ejército británico que actuaba como espía, porque él le trajo un mensaje de su hermano, Alexander, que peleaba como partisano para el mariscal Tito (eran amigos). Glynn se enamoró de Eva, que era extraordinariamente atractiva y extraordinariamente rara: había sido bailarina y actriz, incluso había hecho castings en Hollywood antes de la guerra; era orgullosa y malcriada y estaba herida. Eva se casó creyendo que su esposo era un inglés convencional que la llevaría a la más aburrida de las existencias: era lo que ella deseaba, después del sufrimiento de la guerra. Sin embargo, Glynn Faithfull no era lo que ella esperaba. Era muy simpático y carismático, pero también era un demente bienintencionado. Un reformista utópico, hijo de un sexólogo casado con una actriz circense, creador de un dispositivo llamado la Máquina Frígida, que en teoría desbloquería la energía libidinal primal (no funcionó nunca, hay que decir). El suegro tampoco se bañaba, porque no creía en la limpieza corporal. Glynn pronto compró, con un socio, la mansión Brazier’s Park en Oxfordshire. En el campo se vivía en comunidad y se exploraban cuestiones místicas y psicosexuales. Eva odiaba el lugar y su vida excéntrica. Ahí, en ese ambiente, se crió Marianne, la única hija de la pareja.
Cuando Glyn y Eva se separaron, la madre se llevó a Marianne a Reading, en las afueras de Londres. Madre e hija tenían un vínculo dependiente pero, al mismo tiempo, muy libre: a los 13, Marianne se unió a un grupo de teatro local y empezó a cantar folk en bares. Cuando al fin visitó Londres, adolescente, quería parecerse a Juliette Greco, estudiaba a los existencialistas, iba a clubes de jazz, fumaba hasta el amanecer envuelta en intensas conversaciones sobre poesía y filosofía. En este ambiente conoció a quien sería su primer marido, John Dunbar. Escribe sobre esos años en Faithfull: Una autobiografía, su libro de 1994 (publicó dos volúmenes de memorias más): “Toda esta gente con la que me veía, fotógrafos, estrellas pop, dueños de galerías, aristócratas, poetas, talentosos varios, más o menos inventaron la Escena de Londres y se puede decir que yo estaba presente... Amor libre, drogas psicodélicas, moda, Zen, Nietzsche, existencialismo, rituales, hedonismo y rock’n’ roll”.
Hacia 1964, Andrew Loog Oldham la vio en una fiesta –ella estaba con Dunbar– y decidió que esa chica que parecía encarnar la década con su aura de ingenua sensual, sería una estrella. Puso a trabajar a sus representados, Jagger-Richards, que le escribieron una canción. Y fue un éxito. Marianne se fue de gira por Inglaterra con “As Tears Go By” y su vida empezó a dividirse: tenía que actuar de angelical cuando, en el cotidiano, era una mujer libre, tortuosa y algo confundida. En su memoir rockero, escrito antes que todos y, de muchas maneras, más impresionante y arriesgado que cualquier otro, dice: “En la gira estaba disfrutando de mi nueva libertad, de la manera en que lo haría un hombre en mis mismas circunstancias”. Y relata con gran naturalidad sus noches de sexo con compañeros de gira y conocidos ocasionales, tanto hombres como mujeres. Todo el libro es así: el relato de la escena gay que rodeaba a los Stones, el deseo homoerótico entre Jagger y Richards, el constante deambular drogado, el entorno nada glamoroso de Dylan, el apabullante uso de drogas. Todo con una naturalidad que refleja un modo de ser joven irrepetible.
Mick Jagger llegaría en 1966. La relación, admite ella, fue muy complicada por muchos motivos, no tanto la personalidad de su pareja –aunque también– pero especialmente por varias catástrofes, como el arresto que la hizo famosa en 1967. El 11 de febrero, algunos Stones con amigos pasaron el día tomando ácido en los alrededores de Redlands, la mansión de Keith Richards en Sussex. La policía los allanó con orden judicial por la noche. Marianne estaba en la escalera durante el allanamiento, envuelta en una alfombra persa, desnuda debajo: se había sacado toda la ropa después de pasar un día entero vagando, en un viaje lisérgico. No había tenido sexo, ni con Mick ni con ninguno. Los diarios, en los días subsiguientes, la llamaron la chica de la orgía e inventaron un episodio digno de fantasía de viejo verde: que, cuando la policía entró, la había encontrado con un bombón Mars (digamos: un Marroc) en la vagina, del que chupaban todos los hombres presentes. Esto jamás sucedió pero el público inglés jamás lo olvidó. Fue un rumor entre la leyenda urbana y el chiste que persistió décadas.
Mick Jagger y Keith Richards fueron presos por un tiempo, porque había algunas drogas en la casa, no tantas: la policía, inocente, no abrió el maletín del dealer, que tenía dosis para garantizar meses de lisergia. Ese dealer, californiano, después desapareció misteriosamente: Marianne sostiene que fue plantado porque el establishment británico creía que estos jóvenes con demasiado dinero y poder podían, de manera genuina, tomar el poder y cambiar las costumbres de Gran Bretaña. Quizá sea una teoría paranoica, pero el episodio fue extraño y sugestivo.
La cárcel revitalizó a los Stones, que después editaron sus mejores y desafiantes discos (Beggar’s Banquet, Let It Bleed). Marianne, en cambio, se sentía cada vez más la consorte en segudo plano, lo que le servía para la comodidad de su adicción y sus escuetos trabajos en teatro y cine, pero también la deprimía. Anoréxica, adicta a la heroína, en un perpetuo viaje de ácido, su esposo le quitó la tenencia del hijo de ambos, Nicholas, y eso sumado a un aborto espontáneo en el que perdió a la hija que deseaban con Mick Jagger, la hundió en una depresión que terminó en un intento de suicidio y un coma en Australia, donde Jagger filmaba la película Ned Kelly.
La separación llegó poco después. Y entonces Marianne se perdió en la adicción.
Que Inglaterra tiemble
En 1970, Marianne Faithfull se fue a vivir contra una pared en el Soho: era parte de un edificio bombardeado durante el blitz, y en consecuencia, vacío. Todas las noches departía alrededor de una fogata con otros adictos. Estaba en lo que hoy llamamos “situación de calle” y, asegura en sus memorias, por voluntad propia. “Hacía lo menos posible. Estaba ahí sentada, día tras día, totalmente volada, y debía ser una aparición extraña entre las ruinas del edificio. Todavía usaba la ropa exquisita de mi vida anterior. Desde que había leído El almuerzo desnudo, quería ser una adicta callejera. Y conseguí mi ambición de una manera espectacular.” En la calle supo de la boda de Mick Jagger con Bianca Moreno. Entre amantes dealers y locuras varias, se fue a París. Casi como si su destino fuese ser la protagonista femenina de los mitos del rock, estaba de novia con el dealer que le vendió a Jim Morrison la heroína que lo mató. Durante años, al mito de la orgía y el bombón vaginal se le agregó el de que había estado presente cuando Morrison tuvo la sobredosis faltal. Pero no: ella estaba en su departamento, durmiendo. Su novio le contó lo que había pasado, al día siguiente, y después huyó.
Toda la década pasó entre la calle, las (casi) sobredosis, los regresos a la casa materna, las noticias sobre las muertes de amigos. A veces se rescataba y, por ejemplo, pasaba un tiempo trabajando con David Bowie. Estaba viviendo en Londres cuando estalló el punk y, en sintonía, se instaló en un piso okupado con su novio y después esposo Ben Brierly, a quien conoció en 1976; compartía el dealer con Sid Vicious. Sin embargo, algo de la estabilidad de la pareja y del entusiasmo musical de Ben la llevó volver a intentarlo, a hacer un disco. El resultado fue Broken English: new wave oscura, sintetizadores estremecedores, la voz de un ángel caído, una obra maestra del post punk. “La balada de Lucy Jordan”, que mucho después sería la canción de cierre de Thelma y Louise era un clásico country que, reinventado, le daba una potencia inaudita a esa letra devastadora: “A los 37 años se dio cuenta de que nunca/ había manejado por París en un auto deportivo, con el viento cálido en el pelo”. Es el tema más importante de Broken English pero también es inolvidable el reggae vicioso y lleno de bronca de “Why D’ ya Do It”: “¿Por qué dejaste que esa basura te agarrara la pija y se drogara con mi hash?/ Cada vez que te veo la pija veo su concha en mi cama/ ¿Por qué traicionaste mi pequeña perla por semejante perra?”. Marianne tenía más furia real que todos sus contemporáneos y ni un pelo de mujercita frágil. Podía estar muriéndose pero, en la agonía, mordía.
Este disco oscuro, gótico y electrónico –con una versión salvaje de “Working Class Hero” que dejaba a Lennon como un timorato– la posicionó en el terreno musical, pero no la ayudó demasiado en lo personal. Para eso faltaba. Un divorcio. Una mudanza a Estados Unidos. Una larga internación y el suicidio del novio que conoció durante la terapia: él se arrojó de un piso 33, en New York, cuando Marianne lo abandonó (ella estaba en el departamento, y ni siquiera se dio cuenta). El reencuentro con su hijo que, comprensiblemente, estaba distante y enojado. La muerte de su madre. En los 90, su vida tomó otro rumbo gracias a amigos como la cineasta neoyorquina Sara Driver, que le dio un papeles en When Pigs Fly y Moondance. Y entonces, empezó su regularidad: cada dos años, o tres, aparecía un disco de Marianne Faithfull. A Secret Life, en 1995, inauguró este periodo: fue un disco en colaboración con Angelo Badalamenti, el compositor de las películas de David Lynch. “Tenés historia en tu voz”, le decía Nick Cave en una entrevista hace meses, cuando estaban grabando juntos Negative Capability. “Es extraordinario escucharla de una manera tan desnuda, con pocos instrumentos, sin adornos. Se escucha una vida vivida. El tiempo se detiene cuando cantás”. Y ella le contestó: “Mucha gente la pasó muy bien en los 60, pero yo escribo sobre la parte oscura porque ése fue mi camino. Yo soy muy musical, siempre lo fui, pero no me contrataron para grabar por eso: vieron que era muy hermosa, y que tenía una cara comercial. Así me lo decían, además. Y en vez de ir a Cambridge, entré a un estudio con Mick y Keith. Ahora estoy contenta de haber seguido ese camino, pero durante décadas cumplí las fantasías de otros y estaba completamente fuera de control, y disconforme. En un momento me di cuenta de que tenía que comprometerme o mandar todo al diablo. Y me comprometí. No me quedaba otra”.