El barraco es perfecto, de madera, mal pintado, pedorro. El negro es imponente, un poder evidente con su corona de rastas y el sobrenombre de Marley. El periodista, blanco, rubiecito, de ojos claros, parece fofo y débil con su tono obsequioso, la mirada intimidada por el majestuoso narco. Están hablando, con Marley contestando con paciencia –al final, está en la tele– preguntas bobísimas. Hasta que no puede más y se carcajea cuando el fofo pregunta si no le tiene miedo a la policía. “¿Policías? Acá entra sólo el ejército. Esto es nuestro...” De golpe, el barraco estalla, pulverizado a balazos. La filmación parece algo en Siria.
Es la perfecta fantasía brasileña, la de la pérdida de control, la de un poder ilegal o paralegal que es la realidad oculta, que se hace fuerte por la corrupción del Estado. La miniserie Pacto de sangre ahora en cartel en Netflix exhibe esta fantasía paranoide con bastante detalle y hasta se anima a dar una respuesta de fondo al por qué de este supuesto descontrol: no es que los políticos sean corruptos, es que sólo los corruptos se hacen políticos. Que se vayan todos, en alta definición y con buenos actores. Bolsonarismo explícito.
Vista de afuera, la serie de ocho episodios es un correcto policial con buenos y malos, neuróticos aquellos, y una cantidad de corruptos digna de un equivalente inglés. La producción tiene el alto nivel de la televisión brasileña, muy superior en cosas básicas a cualquier otra latinoamericana. La textura es impecable, con esas favelas flotantes de Belem do Pará, un culismundis tropical y fluvial, y el extraño portugués hispanizante de este nordeste, de tú y con verbos simples. Todo el mundo está vestido exactamente como se visten los equivalentes reales, desde los narcos que vieron demasiadas series norteamericanas y se tatúan como las maras de Los Angeles, hasta la clase media que imita lo que ve en la Globo y termina con remeras polo a rayitas… La banda de sonido abunda en un horror llamado tecnobrega, literalmente “tecnograsa”, que mezcla tropical y electrónica.
Este realismo de superficies y de voces permite darle veracidad a lo que no pasa de una paranoia. De arranque, hay una jaula llena de mujeres muy jóvenes, desnudas y encadenadas, en medio de la jungla. Las custodian unos grandotes, que resultan narcos, armados con fusiles automáticos norteamericanos AR 15 y ametralladoras inglesas, un detalle tal vez para entendidos pero muy claro en algo: la policía no tiene nada de esa calidad. Las chicas son llevadas de prepo a un claro en la jungla donde son violadas en una orgía alrededor de una fogata. A esas les va bien, porque una es elegida para un sacrificio ritual a manos de una suerte de sacerdotisa desnuda y feroz, que elige su víctima por el olor, la droga y le corta la garganta mascullando encantamientos.
Una de las chicas viene de San Pablo, con lo que el caso importa claramente más que el de las provincianas secuestradas. Tanto, que llega un cana veterano y quemado, neura y maleducado, que el jefe manda al culismundis como para no verlo más. En Belem lo parean con un crédito de la fuerza local, un negro educado y maduro mentalmente, un perfecto opuesto en cuerpo y alma, y un guiño a los tantos policiales de parejas desparejas de Hollywood. Los policías descubren uno de los furcios del guión, que lo de los sacrificios es un negocio de turismo aventura contratable sólo desde la dark web, un gusto que le da el gran patrón narco Trucco a su novia loca, La Gringa, una hija de yugoeslavos que se hizo bruja amazónica, mezcla yuyos y cree que la sangre derramada protege el negocio.
Este absurdo no importa porque lo que importa es el crecimiento del personaje del periodista, Silas Campello, un segundón ambicioso que se hace mágicamente famoso con el tiroteo que mató a Marley. Campello gana rating, es la estrella de Belem, se levanta a una productora veinteañera y también ambiciosa, hace notas que en realidad son editoriales exagerados, imita a los televangelistas, es más amarillo que un limón y más demagogo que Barceló. El personaje es una parodia presentada con toda seriedad, un gritón que le explica a su audiencia que él es uno de ellos, que la corrupción nos rodea y mata, que los políticos no hacen nada y no quieren ver nada.
¿La solución? Campello decide ser candidato, aprovechar su fama. El problema es financiar la campaña, pero por suerte su propio hermano, Edinho, también es narcotraficante y le consigue un contacto. El cruzado contra el delito simplemente se vende a los patrones de la cocaína.
Esta es la conclusión de una serie en la que los narcos matan policías como si fuera gratis, la justicia está infiltrada o es honesta pero impotente, los pobres son burros y llorones, gente a manipular sin piedad por unos mangos. Y la única figura operativa, que al final hace justicia, es el policía paulista, el loco al que le matan a su nuevo amigo, el negro cuerdo y serio, y decide arreglar todo a su manera. Y hace exactamente lo que Bolsonaro prometió en campaña, le mete bala a los bandidos. Los mata a todos y luego muere como un héroe solitario.
Si todos son burros, impotentes o corruptos, y si todos los políticos fueron corruptos antes de encontrar su verdadera vocación en la política, el silogismo cierra con los balazos. Nada mal para una serie vendida apenas como un policial.