Si hay algo que María Moreno subraya una y otra vez respecto de su lugar de producción es el hecho de no haber sido nunca una activista. Lo dice en entrevistas, en notas, en muestra, en sus libros. “No era individualista, cultivaba el grotesco de una rebelión sin camaradas”, aclara en Oración, e incluso arriesga una hipótesis para su no afiliación cuando se piensa en resistencia a lo que también fue un mandato de época. Atraída –ella misma dice– más por la teoría del complejo de Edipo en las niñas que por la de la plusvalía, se preguntaba tanto por la falta de Historia entre los lacanianos como por el lugar de las mujeres y el deseo dentro de los grupos de militantes comprometidos. Hay una escena, una suerte de mise en scene que organiza la tensión tan argenta sobre la identidad puesta a decidirse por alguno de todos los binarismos que supimos conseguir, y que configura ese lugar de emplazamiento y despliegue de las operaciones de lectura que detonan en la escritura de Maria Moreno. Ya en plena dictadura, un grupo de militantes de las FAP (Fuerzas Armadas Peronistas) se junta en el departamento que compartía con su pareja de entonces. La consigna es la formación crítica y el debate teórico hacia el interior de la organización. Mientras María les sirve el guiso que acaba de cocinarles,los compañeros se abocan a la crítica del foquismo al tiempo que aprovechan para adoctrinar a esa “buena burguesita” sin necesidad de dirigirse a ella. Antes de que terminara la reunión, sonrojada hasta las orejas, ella pide permiso para retirarse porque tiene que escribir una nota para la sección “Vida Cotidiana” de La Opinión sobre el vuelo en aerostático: “Poco más tarde estuve literalmente sobre esa ciudad ya punteada de casas operativas y de centros clandestinos mientras el viento dirigía peligrosamente la barquilla del lado del río. Pero ahí, en medio de la reunión, creí ver en los ojos de aquellas muchachas duras que abusaban del nombre de guerra de ‘La Negra’ o ‘La Negrita’ un brillo de envidia, como si yo representara, no la frivolidad burguesa apropiable por el enemigo, sino la inocencia de una aventura anacrónica pero de riesgo limitado”.
Declararse fuera de activismo es más un gesto de respeto explícito por quienes asumieron el riesgo de ponerle el cuerpo a una causa, que una declaración de pluma independiente y performance errática. Porque el trabajo de María Moreno opera desde los márgenes del campo intelectual y cultural hacia adentro de la actividad política organizada. Sus carnets de identificación activista tendrían el sello de la visión panorámica y la formación laica de un diván desde el que cuestionaba a Freud via Luce Irigaray y el feminismo de la diferencia. Sartreana de la primera hora, Moreno podría haber formado filas con las marxistas que se declaraban contra el ascetismo rojo, mientras leía lo que rescataba de las charlas de bares, las librerías de viejo y las redacciones perdidas. Por fuera siempre de toda academia y partidos políticos: “No leía, volaba. Sin tiempo para dejar en suspenso el pensamiento a fin de ponerlo a prueba –las fechas de entrega eran una coartada–, al escribir, concluía. Es decir, escribía animada por lo que iba aprendiendo, relacionando o imaginando que inventaba, sola y exaltada”.
Con Panfleto, María Moreno sigue el recorrido de esa visión aerostática que el año pasado comenzó organizar en distintos sentidos desde Células Madre, la muestra que curó y editó en pleno corazón de la Exma. Un trabajo de investigación y puesta en escena del archivo feminista desde los primeros años de la vuelta a la democracia: objetos, frases, documentos, fotos, ropas y altares de quienes marcaron la escena del activismo de otros días. Ahora son sus propios escritos, publicados a lo largo de cuarenta años en Página 12, La caja, Babel y Fin de siglo los que vienen a seguir alimentando esta bitácora personal y colectiva de luchas y reivindicaciones.
Panfleto es una suerte de autobiografía en clave feminista desde la crítica literaria, una crítica hecha de lecturas descentradas que militan incomodando al activismo, destrozando el lugar común, poniendo en primer plano la importancia del goce y apuntando directo contra la literalidad y la policía del cuerpo desde una retórica que no por barroca deja de ser afinada. El activismo de María Moreno busca responder a las barbaridades semiológicas del poder desde la pluma del periodismo. Resignificando la comunicación lineal e instantánea del panfleto, levanta su vieja peligrosidad clandestina cuando irrumpe tanto en la vía pública como en la vida privada del que pasa por una esquina, atraviesa una marcha, se sienta en un banco de plaza y de pronto se cruza con reivindicaciones viejas que hoy se plantean en una nueva clave de lectura. “Se pueden hacer muchas operaciones, siempre en los bordes, la red está llena de agujeros para ahondar y rajar ¿no? Con todas sus coacciones editoriales, del contexto de la transición democrática, el suplemento de Tiempo Argentino pensado por la empresa para las mujeres de clase media ilustrada y en clave mercado, acompañó la primera obtención de derechos. Leyes de divorcio, patria potestad compartida, violencia doméstica. Ahí diría que el suplemento acompañaba algo muy estatal pero también tenía un montón de puntos de fuga. Había muchas notas sobre uso de los placeres, era políticamente hedonista. Había un periodismo en disidencia con el cuerpo del diario, como el número en homenaje a la guerra de Malvinas en que La Mujer sacó una tapa con el título La guerra es un crimen. No a la guerra, que tenía la imagen de La Pietá de Migel Angel con un soldado en los brazos. Hicimos una crítica a una publicidad de Piña colada en donde aparecía una mujer con un ojo negro que decía dame otra piña. Me interesó discutir la acusación machirula de censura y aunque ese no era al menos mi objetivo, el aviso fue quitado. Moira Soto fue fundamental en ese momento para transformar el getho en territorio. Después había algo ‘perverso’. En ese momento, sobre todo al comienzo, las redactoras no valoraban el suplemento, teniendo en cuenta que pensaban en el modelo de las revistas femeninas y sus estereotipos y creo que todas querían pasarse al cuerpo del diario. La perversión era tener un director que era protestante, conservador y que había trabajado en los medios durante la dictadura militar y una jefa feminista, abortista y adicta a los paraísos artificiales. Lo interesante es que intentamos inventar otras formas de trabajo más allá de las jerarquías. Te hablo del 82.”
La mayoría de estas notas las escribiste a finales de los 80 y los temas siguen igual de actuales. ¿Cómo pensás la intervención periodística de Panfleto en la coyuntura feminista de este momento?
–Hoy entiendo que es una época en la que las redes cambian todo. Se puede no leer en libros, se lee en otros lados pero creo que esa visibilidad y proliferación es también un problema porque en la proliferación no se ve nada, un discurso aniquila al otro y no queda nada en pie. Por eso me interesa publicar algo, pero no el momento en que toda la prensa hace el mismo ejercicio, que es consultar a los “expertos”. Por ejemplo, sobre el editorial de La Nación acerca de las niñas madres en donde participé. Pero ¿qué queda de esas cinchadas de me gusta como rituales de las buenas conciencias que se garantizan en el lado correcto? Existe un problema que Laura Klein llama “automatismo del bien”. Aparece un texto, por lo general soezmente facho, en términos retóricamente bolsonáricos y sabemos que va a saltar una crítica justa pero por lo general, al mismo tiempo previsible, entonces se produce una respuesta adonde va a saltar el me gusteo de la crítica, pero el diálogo es como una coreografía sin contenido: alguien dice una barbaridad y el otro se queja. Y es todo un mecanismo vaciado de política y sobre todo de incidencia. Entonces pasa que los sectores críticos terminan hablando siempre de lo que quiere el otro, lo cual me parece un grado de esclavitud extremo y donde, y esto es un problema también dentro de la izquierda, se suele convertir a los ya convertidos. Entonces ser leído después genera una cierta distancia. Con el destiempo podés hacer una intervención. Ahora: ¿Quién la toma? Bueno, nunca sabés. Obviamente en el libro metí también una cosa de actualidad política que está concertada y también traficada dentro del contenido general de crítica literaria feminista.
¿Hay poca lectura en esta nueva ola?
–No es un momento lector en general. Pero sí hay un cierto elemento propio de los momentos fundantes y que es el imaginarse que uno empieza todo de cero, que no hay pasado ni genealogía. Sin embargo los feminismos han construido genealogías, aunque es una palabra que no me gusta porque de algún modo establece una rama de legitimidad, algo que implica jerarquía. Me gusta más la palabra “parentesco” o “parentalidad” como la usa Rita Segato o Donna Haraway, aunque yo la estoy usando de manera más liviana, menos precisa
El parentesco se abre hacia los costados.
–Claro. Aparte también plantea una cierta heterogeneidad, puntos de fuga. No creo que no se lea específicamente en el feminismo si pensamos que leer es interpretar, activar ciertos nombres propios. Hay en todas las áreas un culto al puro presente, en gran parte activado por las redes, sin linajes, sin archivos. Tampoco me gusta esa onda “ay, no se lee”. Me preocupa más la lectura compulsiva, apresurada para domesticar lo que irrumpe. También pienso que hay que tener cuidado cuando se dice que este movimiento no trae nada nuevo porque quiere decir que algo se está repitiendo, como esa cantinela que se agita ante los feminismos y la militancia LGGTBI de que “reproducen”. Y en realidad, hay que ver si uno no tiene un formateo que le hace escuchar lo mismo donde no hay lo mismo. Hay que pensar contra la compulsión pret a porter de traducir lo que aparece como una irrupción, criticar lo que hay en uno de tratar de confirmar lo que ya sabe. No darle rápidamente al Niuna menos, por ejemplo, una historia que tiene que ver con el 2001, con Hijos, el 17 de octubre etcétera.
Hoy muchos sectores del feminismo te quemarían en la hoguera si leyeran tus artículos sobre sadomasoquismo y pornografía, tu batalla retórica contra la literalidad y la policía del cuerpo. Al mismo tiempo tu escritura deja afuera a muchos lectores, la tuya es una dialéctica de sablazo y escudo.
–Bueno, creo que hay insistencias históricas, peleas tales como feminismo pro y anti porno, el debate sobre la prostitución, sobre el aborto. Ahora podría tener otro nombre, pero se relevan ciertas polémicas. Pero... ¿no se entiende lo que escribo? Entonces goza conmigo. ¡Jajaja! Porque, bueno, escribí estos textos en mi período talibano-estructuralista barroco. Y en el barroco uno termina privilegiando el goce al sentido. Si vos leés hoy los textos de los que estaba interviniendo en la cultura de la época está esa marca. Los textos de Daniel Link, de Luis Gusman, de Tamara Kamenszain. Lo loco es que yo hiciera eso en el periodismo. Tenía una marca común con Perlongher de quien soy contemporánea: una especie de tamboril poético lacaniano pero pasado por Luce Irigaray, todo tuneado con el tono de Mansilla y de la Colette traducida, con esa lengua panteísta y solar. No olvides que Panfleto es un libro de ensayos sobre literatura. Quiero rescatar los textos como laboratorio de experimentación. ¡Muera el realismo patriarcal! Pero hablando fuera de joda. ¿Por qué no pensamos en dinamitar la idea misma de entender? En una entrevista, Pedro Lemebel cuenta que cuando se enfrentó a libros de Lacan. Deleuze, Foucault y compañía le parecían chinos pero algo le decía sobre que le atañían profundamente, entonces empezó a leerlos desde los lugares que, yo diría, le convenían. Esos textos son difíciles para todos pero hay quien ya tienen un derecho de pernada sobre el sentido por clase, formación, por herencia previa a su acceso. Lo que Lemebel hace leyendo por fuera es negar que haya un código al que habría que acceder luego de pasar determinados parámetros de promoción, o sea que se aprende con el deseo casi como una necesidad: el entender como primeros auxilios. Escribí por ahí que es como si él dijera: “Entiendo porque deseo y es por mi urgencia insurgente lo que termino por encontrar desde mi corazón embarrado de activista, y entonces entiendo porque, en estos casos, como el deseo, el entender se vuelve inevitable”. Libros como el de Marlene Wayar, Travesti: una teoría lo suficientemente buena, tienen también esa marca subversiva.
¿De qué tendría que cuidarse el feminismo en este momento aparte del realismo patriarcal y literal?
–Hay un retorno del biologisismo bajo la autoadscripción de un feminismo anticapitalista, materialista y hasta nacionalista, como si aquel que quiere discutir no militara radicalmente con estos términos. Se anatemiza la posición queer como si la aparición de un feminismo con travestis, lesbianas intersex y no binaries, luego de años de debates colectivos se redujera a la identidad queer. Es negar la historia y las decisiones ya tomadas colectivamente. Es decir, se trata de la quita de derechos adquiridos, en última instancia, un método macrista. Esto no es un debate más. La militancia de Lohana Berkins, Marlene Wayar, Diana Sacayán, Mauro Cabral es estructural feminismo, más allá que se reconozcan en él o no. No es un llamado al pie de página ni un plus de la paleta democrática. Creo que es ejemplar el texto de Marlene Wayar del Soy del 8 de febrero sugiriendo que se trataría de un programa de eugenesia política. Y el de Camila Sosa Villada del mismo día. Es interesante el párrafo de las mujeres zapatistas en un reciente comunicado. Mirá: “Tal vez no lo sabemos de qué es el mejor feminismo, tal vez no sabemos decir cuerpa o según cómo cambian las palabras, o qué es lo de equidad de género o esas cosas que hay tantas letras que ni se puede contar. Y ni siquiera está cabal eso que dicen equidad de género, porque sólo hablan de equidad de mujeres y hombres, y hasta nosotras, que nos dicen ignorantes y atrasadas, lo sabemos bien que hay quienes no son ni hombres ni mujeres y que nosotras les llamamos otroas pero que esas personas se llaman como se les da la gana, y no les ha sido fácil ganar ese derecho de ser lo que son sin esconderse, porque les burlan, les persiguen, les violentan, les asesinan. ¿Y a poco todavía les vamos a obligar que o son hombres o son mujeres y que tienen que ponerse de un lado o de otro? Si esas personas no quieren pues se hace mal si no se les respeta. Porque entonces, ¿cómo nos quejamos de que no nos respetan como mujeres que somos, si no respetamos a esas personas?”.
¿De tus notas y lecturas de la primera época, tenías algún sector identificado hacia el que te dirigías, con el cual dialogabas?
–Por el lado de la lectura, yo no leía solamente sobre feminismo, era alguien que leía toda la literatura norteamericana pertinente, con mucha marca de los franceses. Si hay algo que soy todavía es sartreana. Mi vertiente existencialista era la más fuerte y la más temprana. Hacía un tipo de lectura laica como se hacía en los 70, que era absolutamente sin límites, no dictada justamente por una institución. Pero las lecturas feministas no me vienen de otra mujer ni de un grupo de militancia. Es lectura, la misma que mantengo ahora. Lo que digo es que mis lecturas no las hablaba con nadie y no recuerdo a quién me dirigía, a quién le estaba tirando una onda. Yo creo que hacía una escena como de espectáculo hacia los varones, y no tan inconscientemente, que es transmitirle al amo que éramos un montón. Lugar de Mujer parecía un palacio de invierno. Entonces, para el cumpleaños de Lugar de mujer, que en ese momento eran unas pocas minas que empezaban con las lecturas feministas y diría más convencionales, yo les hacia una construcción, sin mentir, de existencia. Y cuando yo hablaba en Babel parecia que tenia en frente un debate con las psicoanalistas, pero había una escena histérica si se quiere: ella hablándole a un montón de gente pero bueno, en realidad hablaba sola. Creo que me leían, voyeurísticamente, algunos varones del campo intelectual como Alberto Ure, Germán García o Ramón Alcalde. Les gustaba. Pero es una manera de tributar, del clásico patriarcal: recortar a una mujer a título de excepción. Aparte yo no escribía en movimiento, lo cual creo que era una estrategia para ser escuchada. Y sin darme cuenta también, pienso que intentaba mostrarles a ellos, con mis cuadernos de lectura –eso eran en el fondo mis columnas– que en lo que yo comentaba había un cuerpo teórico de gran solidez e invención.