Queda en la lectura de Jane Austen una paradoja que me ha impresionado pero que no he podido resolver de ninguna manera. Todas las pruebas o testimonios afirman que aún los aspectos más rutinarios de la posesión de esclavos en una plantación de azúcar en las Indias occidentales implicaban una gran crueldad. Mientras que todo lo que sabemos de Austen y sus valores está en contradicción con la crueldad de la esclavitud, Fanny Price recuerda a su primo que después de preguntar a sir Thomas acerca de la trata de esclavos, “hubo un silencio de muerte”, de modo que sugiere que una palabra no podía conectarse con la otra porque, sencillamente, no existía un lenguaje común a ambas. Eso es verdad. Pero lo que estimula y vivifica esa extraordinaria discrepancia, es el surgimiento, declive y caída del imperio británico, y luego, tras la caída, la emergencia de una conciencia poscolonial. De modo aún más riguroso, al leer obras como Mansfield Park debemos considerar que, por lo general, resisten o evitan ese otro escenario aunque su integridad formal, su honestidad histórica y su capacidad de sugestión profética no pueda ocultarlo del todo. Con el tiempo, cuando se hablara de la esclavitud, no se contestaría con un silencio de muerte y el asunto se convertiría en algo fundamental para una nueva comprensión de Europa.
Sería tonto esperar que Jane Austen se enfrentase a la esclavitud con algo parecido a la pasión de un abolicionista o de un esclavo liberado. Pero lo que yo he llamado la actual retórica de la culpa, empleada ahora muchas veces por voces pertenecientes a las minorías, los grupos subalternos o en desventaja, la ataca a ella y a otros de manera retrospectiva, por haber sido blanca, privilegiada, insensible y cómplice. Sí, Austen perteneció a una sociedad de poseedores de esclavos, pero ¿podemos por ello desdeñar sus novelas como si fuesen ejercicios triviales de una estética caduca? De ninguna manera, sostendré, si es que nos tomamos en serio nuestra vocación intelectual de intérpretes para establecer conexiones, para tratar la mayor evidencia posible de modo exhaustivo y realista, para leer lo que está y lo que no está allí, y, sobre todo, para detenerse en lo complementario e interdependiente, y no en las experiencias aisladas, veneradas y formalizadas que excluyen y prohíben los cruces hibridizantes de la historia humana.
Mansfield Park es una obra de gran riqueza, puesto que su complejidad intelectual y estética exige el mismo extenso y detallado análisis que también requiere su problemática geográfica; se trata de una novela basada en una Inglaterra que necesita, para la perpetuación de su estilo de vida, de una isla del Caribe. No tienen la misma relevancia las idas y venidas de sir Thomas a Antigua, donde posee propiedades que sus idas y venidas a Mansfield Park, donde su presencia, sus llegadas y sus salidas encuentran considerable eco. Pero, precisamente porque Austen es tan sumaria en el contexto de Antigua y tan provocativamente rica en el otro, a causa de ese mismo vaivén, somos capaces de movernos dentro de la novela, de revelar y subrayar esa interdependencia, tan escasamente mencionada en sus brillantes páginas. Una obra mediocre exhibiría sus lazos históricos de una manera más directa: su mundanidad sería triple y lineal, como un estribillo de la rebelión de los Mahdi o la rebelión india de 1857, que conecta directamente con la situación y el contexto que lo acuñaron.
Mansfield Park no se limita a repetir experiencias, sino que las codifica. Desde nuestra perspectiva última podemos interpretar el poder de sir Thomas para ir y volver de Antigua como un balbuceo emanado de la experiencia nacional muda de la identidad individual, de la conducta y del “orden” (ordination) establecido con tanta ironía y tacto en Mansfield Park. Nuestra tarea consiste en no perder el sentido histórico de lo primero ni el total disfrute y gusto de lo segundo, sino en tenerlos a ambos a la vez.