Perdón le pido a los famosos y a los importantes, a los cerebros y a los artistas, a los que lideran y marcan tendencia, pero los que construyen el mundo y sus cambios son los nadies, esas personas que salen de su casa camino a una marcha, en busca de una reivindicación colectiva, y que luego de marchar, vuelven a su casa sin reclamar ni su nombre en una baldosa, y menos en una remera. No se los reivindicará con nombre y apellido. De ser así, seguro que es por una tragedia o una injusticia. Excepto los cercanos, ninguno llorará su ausencia. Y sin embargo el mundo no habría dado una sola vuelta al sol de la historia sin él, ellos, los nadies.

Sin los nadies no hay ni fábricas, ni comercio, ni progreso. Me refiero al que participa y pone la cara sin esperar nada más que un mundo mejor para los suyos. El que estadísticamente no es nadie no aspira a ser otra cosa que un hombre o mujer de su familia, un buen amigo, un buen laburante. Con eso le basta. A veces tiene ideología, a veces no. ¿Se equivoca? Claro que sí, como nos equivocamos todos. No siente envidia de la capacidad de liderazgo de los otros. A lo sumo le envidia la guita, como hacemos todos.

Quizá muchos de nosotros entremos en esa categoría, por mucho que nos creamos importantes, influencers, artistas y que haya media docena de personas que nos tomen como ejemplo. La mayoría no pasamos de ser parte de esos nadies, y lo digo como un halago, porque los nadies son esa gente llevada de acá para allá, detrás de los sueños construidos por otros, pero imprescindibles. No hay movilizaciones, sin ellos. No hay democracia sin ellos.

Los nadies serán evangelizados, afiliados, arreados, encuestados, vuelto estadísticas, se evaluarán sus deseos y miedos. Su poder reside en que es llevado como vaca al matadero hasta que se niega. Así se escribió la historia de las revoluciones, de los cambios. De no haber sido por ellos, no habría existido la historia. Esa historia que en muchos casos se hizo en nombre de ellos, aunque no tuvieran nombres.

Por ahí la palabra populismo, tan utilizada al voleo, se define mejor allí, en los movimientos que congregan a más nadies que otros. Quizá esa sea la fortaleza de algunos movimientos recientes, como los indignados o los chalecos amarillos, que no tienen liderazgos y no rinden pleitesía, quizá hayan avanzado en este sentido: la lucha de los nadies, de los que se sienten mejor en la multitud, y no quieren más trascendencia que ese logro colectivo, a veces ambiguo, impreciso, resbaloso.

No por perder el rumbo transitoriamente los nadies dejan de ser los protagonistas de los cambios. Aún  de aquellos cambios que duelen, que lastiman, que hieren. Usted me dirá que son los que votaron a Macri, a Trump, a Bolsonaro, y es verdad, así como también es verdad que aprenderán con dolor que cuando los poderosos escupen al cielo pagan los nadies y que cuando son los nadies los que escupen al cielo, pagan también los nadies.

Y se ligan las puteadas desde todos lados, desde todas las ideología, puteadas lanzadas así, al anonimato puro, llamándolos negros, clasemedieros, choriplaneros, vagos y varias asquerosidades más. ¿Y los que no saben cambiar, Chiabrando?, preguntará usted. También son parte del mundo, están acá, son amigos, familiares, compatriotas. No por olvidarlos dejarán de existir y de inclinar la balanza. Mejor ocuparse también de ellos, como se pueda. A veces con una palabra a tiempo, otras con una buena patada en el culo.

Yo me incluyo en este colectivo anónimo. Estoy acá jorobando como si estuviera en el teatro Colón, pero si me callo una semana paso a ser un nadie más. Y no se deja de ser un nadie por estar en Facebook, Twitter e Instagram y veinte redes más. Eso sería demasiado simple.

Me pregunto ahora si la historia de esos tipos que cambiaron el mundo para luego desaparecer, como Rimbaud, no era la historia de un tipo que vivió al revés: cuando pudo ser alguien quiso ser nadie, que lo dejaran de jorobar, que lo olvidaran. 

Es verdad que el sueño del capitalismo es que todos sean consumidores y nada más. Cuando el sistema lo logra, estos nadies muestran su peor cara. Esta situación a  veces dura décadas hasta que explota. Vea Europa, vea algunas ciudades estadounidenses. Ahí puede pasar cualquier cosa: un giro a la derecha, a la izquierda, o que todo se prenda fuego. Es mejor que la inmovilidad, creo.

El mejor de todos es el que a pesar de todo no abandona la lucha, el que no deja de ejercer su derecho a pedir, a marchar. Y sobre todo a creer. Imaginemos un momento de la historia, la revolución francesa. Cuántos nadies habría por cada nombre célebre. Los libros ni hablan de la cantidad de muertos anónimos, probablemente ni se conozca el número.

Las revoluciones, el peronismo, el chavismo, les dieron un lugar de privilegio. O al menos eso intentaron. El feminismo también. Siempre como colectivo. Siempre sin nombres, sin singularidades. Luego de toda epopeya, de la que el nadie formó parte, a veces sin saberlo, los nadies se levantaron como todos los días y se fueron a trabajar. No pidieron más que eso. No sabrían pedir más que una vida sin demasiados sobresaltos.

El nadie lee una realidad que es única. No se parece al del que lo quiere arrear. Y menos al del que lo desprecia o desea usarlo. Es la realidad del que quiere participar a pesar de todo, incluso a pesar de saber que puede estar equivocado o de que lo están usando. Ya sé que usted dirá que  entonces es un idiota útil, y yo le diré que a veces sí, hasta que decide que no. En el medio, la historia misma.

 

[email protected]