Más allá de si consigue o no la estatuilla a la mejor película en la gala de esta noche –la de mayor suspenso en años en la historia del Oscar– se podría decir que Roma ya ganó. Y Netflix también. La película del director mexicano Alfonso Cuarón, financiada por la omnipotente plataforma online, acumuló para esta ceremonia diez candidaturas y es favorita en varias, empezando por las de mejor dirección y mejor película extranjera. Es muy probable que nadie suba tantas veces al escenario del Dolby Theatre esta noche como él. Porque Cuarón es el autor total de su película: la produjo, la dirigió, escribió el guión inspirado en sus propios recuerdos de infancia y la editó y fotografió él mismo, en un elaboradísimo blanco y negro. Si no fuera porque contó con el respaldo de un equipo técnico y artístico tan fiel y numeroso como homogéneo, se diría que es la película de un solo hombre.
Aun antes de saberse si hará historia como la primera película en 91 años de la ceremonia en ganar el Oscar principal sin estar hablada en inglés, Roma ya ganó porque impuso esa posibilidad. Hubo un puñado de películas extranjeras previas que accedieron a la categoría principal (ver https://www.pagina12.com.ar/170068-la-posibilidad-de-hacer-historia) pero de modo casi anecdótico, testimonial, mientras que la de Cuarón está entre las favoritas. Y Netflix ya ganó también porque finalmente le impuso a Hollywood -a su ceremonia más atávica y constitutiva de identidad– su modelo de producción y exhibición. Hasta ahora, ninguna película previa de la plataforma había conseguido semejante nivel de aceptación y prestigio dentro del sanctasanctórum de la industria audiovisual estadounidense.
No fue gratis, claro. El periodismo mejor informado de Hollywood afirma que Netflix invirtió en la producción de Roma unos 15 millones de dólares, mientras que en su promoción puso otros 25 millones adicionales. Es decir, dispuso casi un 70 por ciento más en llamar la atención sobre la película que en hacerla. Hasta adquirió incluso una de las mejores agencias de publicidad de Hollywood para llevar adelante una de las campañas de promoción más agresivas que se recuerden en el condado de Los Angeles. Y lo hizo porque es la primera vez que Netflix tiene la oportunidad de lucirse en la noche de gala de una ciudad que empezó dándole la espalda y que ahora parece resignada a rendirse a sus pies.
Tal como señala en su investigación Ezequiel Boetti (https://www.pagina12.com.ar/176487-si-netflix-fuera-un-pais), Netflix invirtió el año pasado 12.000 millones de dólares en la producción de 80 películas y 700 series y programas varios, entre ellas la esperada The Irishman, la nueva realización de Martin Scorsese protagonizada por Robert DeNiro y Al Pacino, que todavía aguarda luz verde para su estreno. Semejante volumen de inversión y de negocios determinó –no podía ser de otra manera– su ingreso a la Motion Picture Association of America (MPAA), el poderoso organismo de lobby conformado por Disney, Warner, Paramount, Sony, Fox y Universal. Ahora Netflix ya no es un outsider. Acaba de ingresar al club más selecto de Hollywood. Y se diría incluso que es, de la noche a la mañana, el primus inter pares. ¿Cómo no iba a ser también el protagonista de la velada de esta noche?
La paradoja es que una compañía estadounidense de un expansionismo equivalente (o aún mayor) al del país al que pertenece alcanza ese deseado lugar de privilegio en el ritual de la Academia de Hollywood –un psicoanalista diría que esa necesidad de pertenencia de Netflix es casi patológica– gracias a una película esencialmente mexicana. Mexicana por su historia, sus personajes, sus actrices y actores, su director, su equipo técnico y por supuesto sus locaciones, todas mexicanas.
¿Y qué pasa con su identidad narrativa? ¿Cuarón filma como un mexicano o como un “gringo”? Como se señalaba en estas mismas páginas (https://www.pagina12.com.ar/161740-en-busca-de-la-patria-de-la-infancia), en términos de valores de producción, la de Cuarón en Roma sigue siendo la escala de Hollywood. Una escala a la que se acostumbró en Harry Potter y el prisionero de Azkabán, Niños del hombre y Gravedad, por la que ya tiene un Oscar a la mejor dirección. Pero Roma, sin embargo, le debe mucho más a la ambición demiúrgica de un Welles o un Fellini –es decir, a la de un cine de autor– que al modelo narrativo uniforme y homogeneizado que ha impuesto mundialmente Hollywood. Y que su inversionista Netflix no hace sino replicar y expandir en el grueso de su producción.
Hay quien dice que una parte importante de los 8298 socios que la Academia de Hollywood tenía hasta la última ceremonia son varones blancos mayores de 55 años, a quienes no les gusta leer subtítulos y que definitivamente prefieren ver cine en el cine y no por streaming, como ha impuesto Netflix. Y a esos analistas no les falta la razón. Pero también es cierto que a esos miembros, la Academia sumó el año pasado casi mil más de todo el mundo (Argentina incluida), de distinto color de piel, de una franja etaria más baja y con especial predominio de las mujeres, para ir consiguiendo paridad de género y de oportunidades. Y son esas incorporaciones -que la Academia ya venía haciendo en años anteriores- las que pueden inclinar la balanza hacia Roma.
Sucede además que su principal contendiente en cantidad de nominaciones –La favorita, del griego Yorgos Lanthimos, con tantas como Roma: diez– no le hace precisamente honor a su título. En la temporada de premios previa al Oscar se fue desinflando casi hasta desvanecerse, como le sucedió también a Nace una estrella, otra que empezó como favorita y ahora ya casi nadie menciona. Ni siquiera a Lady Gaga, a quien todos presagiaban como la ganadora del premio a la mejor actriz y que ahora ha sido olvidada en favor de Glenn Close, por su composición en La esposa, una película que pasó casi inadvertida por la cartelera porteña.
Estas deserciones de La favorita y Nace una estrella le allanan el camino a otros rivales de Roma. A Green Book, por ejemplo, la aleccionadora fábula de una improbable amistad interracial a comienzos de los años ‘60 que -según dice la historia real en la que se inspira– terminó siendo profunda y duradera. Una suerte de Conduciendo a Miss Daisy (Oscar al mejor film 1989) pero al revés, con chofer blanco y orgulloso pasajero negro, que cumple con todos y cada uno de los tópicos de la dramaturgia hollywoodense.
Sin chances aparentes para Bohemian Rhapsody, que podría aspirar solamente al Oscar al mejor actor para Rami Malek (un lugar disputado también por Christian Bale por El vicepresidente), aparece corriendo de atrás –pero en atropellada– Pantera Negra, una de superhéroes de Marvel, pero con la particularidad de que son todos afroamericanos. Para sorpresa general, la película dirigida por Ryan Coogler y supervisada por la argentina Victoria Alonso (vicepresidente ejecutiva de Marvel) ganó el premio mayor de la gala de los Screen Actors Guild, que tiene su importancia como barómetro del Oscar. Sucede que actrices y actores conforman la mayoría no tan silenciosa de la masa de votantes de la Academia de Hollywood.
El Oscar a la mejor película para Green Book representaría un mensaje de armonía interracial mientras que si fuera para Pantera Negra no sólo se podría leer allí un reconocimiento definitivo al talento afroamericano, tantas veces postergado, sino también al cine popular de entretenimiento, que es con el que Hollywood más recauda en todo el mundo, incluido su mercado interno. Sería la prueba además de que no hace falta instaurar una sub-categoría para estas películas, como la Academia imaginó en algún momento.
En cualquier caso, esta ceremonia del Oscar siempre quedará asociada a Roma y a Netflix. Y todavía no está dicha la última palabra: el film de Cuarón tiene posibilidades ciertas de consagrarse simultáneamente como mejor película extranjera y mejor película a secas, algo que nunca sucedió antes en la historia del Oscar. Que esa película haya sido hecha íntegramente en México y esté hablada en castellano y lengua mixteca no dejaría de ser un tiro por elevación a la política migratoria del presidente Donald Trump. Algo así como socavarle simbólicamente el muro que no consigue terminar.