“No la veo ni mamado”, prometió este crítico cuando se enteró de que Green Book era sobre un chofer blanco y su pasajero negro, que se hacen amigos en Estados Unidos, antes de las leyes por los derechos civiles. Como tantas otras veces, rompió su promesa. Esta vez por razones de trabajo. Y comprendió, una vez más, que no todo es lo que parece. ¿Que el Oscar le queda grande, como señaló con rigor y valentía el conductor de la velada por TNT, violando el precepto de que “son todas buenas”, que rige la transmisión? Sí, seguramente. Pero eso no le quita méritos a Green Book, cuyo valor pasa justamente por su asumida condición menor, su carácter de comedia (que no pierde ni cuando afloran con furia los prejuicios raciales), sus escenas asordinadas, su falta de voluntad de apuntar a la toma de conciencia del espectador. ¿Poco para llevarse el Oscar mayor de la temporada? Sí, pero mucho para disfrutar de su relato de 130 minutos. ¿Qué le importa más, estimado lector? ¿Que una película merezca el Oscar, o que sea buena?
¿Por qué ni en estado de alcoholización quería este crítico ver Green Book? Porque odia las películas en las que la gente se reconcilia, se abraza, supera sus diferencias. Son películas modélicas, que señalan “el camino correcto”, dejando al espectador con una sonrisa estúpida, la de quien de pronto comprendió que somos todos hermanos y hace tanto tiempo que vivimos separados. El cine para adultos debería ser una arena de dramas, conflictos, odios, batallas, conspiraciones, y no de amistades entre contrarios, arrepentimientos, bondades. Uno va al cine para vivir un relato dramático, no un futuro de esperanza. ¿Y qué otra cosa prometía una película (¡basada en un caso real, para peor!) sobre la amistad entre un blanco microrracista y un negro, en el mismísimo Sur profundo de los Estados Unidos? ¡Plagiada de Conduciendo a Miss Daisy, encima!
Lo que a Green Book le sobra y ya no se usa es gracia y fluidez narrativa. Hoy en día todo el mundo está preocupado por qué decir, no por cómo decirlo. En el caso de la película de Peter Farrelly es al revés. No porque no tenga nada para decir, sino que lo da por sentado. Y se concentra en el cómo. La familia italiana del personaje de Tony (Viggo Mortensen), que siempre son tantos que llenan el plano. Los disparatados concursos de quién come más panchos. Las cartas de Tony a su mujer, que empiezan siempre contando qué comió o está por comer. Sus modales de guardaespaldas. Su escasa cultura (sí, hay un momento en que parece Minguito, pero esto pasa en 1962 así que es previo). Definir a su pasajero, el exquisito pianista Don Shirley (Mahersala Ali, premiado como Mejor Actor Protagónico) es más sencillo: tiene todo lo que su chofer no, y viceversa. Las maneras más finas e irritantes del mundo, los dedos más largos, los trajes más sedosos, la altanería y, frente a la tendencia del chofer a trompear al que se le cruce, la condición gay.
No se trata de “tipos” particularmente originales. Lo interesante es que, gracias al trabajo con los actores, esos tipos se convierten en personas, personajes. Sobre todo Tony, porque Viggo, ya se sabe, es un fenómeno, tanto en la composición de personajes como en la comunicación con el público. Don Shirley está un poco más “en personaje”, tan impecable como sus trajes, sin ninguna arruguita (salvo al final, y es el momento en que se vuelve conmovedor). Lo más notable de Green Book es su tratamiento del racismo. ¿Policías, apaleos, sangre? Nada de eso. Lo que muestra Farrelly es el racismo cotidiano, el naturalizado socialmente, cuyos representantes, justamente por esa normalización de la “costumbre”, lo ejercen con una sonrisa, sin siquiera imaginar que están siendo racistas. Cuando en medio de una aplaudida presentación Shirley le pide al dueño de una mansión sureña ir al baño, éste le indica, con la más amable de las sonrisas, un retrete para el personal, en medio del jardín. Cuando quiere sumarse a la mesa de sus amigos en el restorán del hotel, el maître le señala, chorreando cortesía, que no puede hacerlo. Y todo transcurre con la misma fluidez, sin golpes narrativos.
Algo advierte Green Book finalmente: cuidado con las naturalizaciones. Esas que hacen, por ejemplo, que un señor que se considera dueño de “su mujer”, le prenda fuego si ella no le hace caso. ¿Y qué hay sobre la amistad entre contrarios? Green Book no es una película revulsiva, no viola ese mandamiento. Pero lo hace, como todo lo demás, con tanta delicadeza que casi ni se siente. Una curiosidad es que las películas que hicieron famoso a Peter Farrelly (dirigidas con su hermano Bobby) instauraron la revulsividad contra toda forma de buen gusto y corrección. Hablamos de Tonto y retonto, Loco por Mary, Irene, yo y mi otro yo y otras por el estilo. Por lo visto, Peter ha decidido un cambio de marcha. Por último, dice Wikipedia: “Farrelly mostró frecuentemente su pene a sus colegas. Lo hizo con Cameron Díaz el día que se conocieron, así como con 500 personas más, de acuerdo a las estimaciones. El acto fue recibido cómicamente, no como una forma de agresión sexual.” Sin embargo, cuando la curiosa costumbre del realizador trascendió recientemente, se ocupó de pedir disculpas a todxs a quienes pudo haber ofendido. Incluida Cameron Díaz.