Desde Barcelona
UNO De tenerlo en su flamante pisito de divorciado –el leonino contrato de alquiler prohíbe tener perro y todo bien: nada le interesa menos que el tener un mejor amigo tan dependiente de él– Rodríguez, ahora mismo y desde hace tiempo y vaya a saber hasta cuándo, le diría: “Toto, tengo la sensación de que ya no estamos en Kansas”. Y sí/no: porque Rodríguez está en otra parte muy diferente. No en la technicolor Tierra de Oz –como la paradigmática outsider Dorothy Gale– sino en el pálido Páramo de OZtias. No en la alguna vez colorida y tolerante Barcelona sino en la ahora amarillenta y siempre crispada BADcelona. O MADcelona. Todos contra todos. El escenario revuelto, los figurantes desorientados y los “actores sociales” parloteando como munchknis ahora metidos en la precampaña para las elecciones generales en abril. Preliminares que son el equivalente a las dolorosas y nada orgásmicas contracciones en un proceso que es un parto y que, difícilmente, dará a alguna luz sino a una multiplicación de sombras quintillizas o sextillizas que nunca dejarán dormir por las largas noches de estos días interminables. Porque todo iba más o menos bien en una democracia parlamentaria en la que todo se alternaba entre dos grandes partidos. Ahora, en cambio, con la multiplicación de la derecha y la división de la izquierda y, ah, la “crisis catalana”, el reparto resulta un poquito más complicado de repartir.
Así y de ahí, comportamientos extremos que se hacen aún más extremistas. Así –por lo pronto y para empezar, des/cortesía de Podemos– abrieron en canal y destriparon el pacto por las pensiones que ya se suponía cerrado. Así, incursión relámpago de los treinta y seis diputados de Ciudadanos al pueblo natal de Puigdemont para cortar lacitos amarillos; y apenas retiradas las fuerzas invasoras, los lugareños saliendo a baldear con lejía la plaza al grito de “¡Desinfectar! ¡Desinfectar!”. Así, huelga general “fracasada” pero tan molesta en CRACKalunya al cuidado de los “comités de defensa de la república” que no existe y en protesta por los juicios a los presos del Procés (donde todos declaran ahora que lo de la república fue una ocurrencia simbólica). Así Pedro Sánchez presentando su best-seller Manual de resistencia donde cuenta que es muy duro ser considerado simplemente guapo, que la reina quiso conocerlo y que su primera medida al llegar a La Moncloa fue la de cambiar el colchón por eso del refrán que advierte de que “dos que duermen en el mismo colchón acaban siendo de la misma opinión” y porque no quería que se le pegase la modorra oblomoviana de Rajoy. Allí, a vuelta de página, Sánchez confunde cita célebre de Fray Luis de León atribuyéndosela a San Juan de la Cruz. Aunque –Rodríguez tiene que admitirlo– al menos Sánchez parece construir las frases en sus entrevistas con cierta pericia, es dueño de un inglés 6,5 puntos (algo inédito hasta ahora en los jefes de gobierno ibéricos) y parece creer tanto en sí mismo como los habitantes de Ciudad Esmeralda en aquel Mago que, finalmente, tenía truco. Por el momento, Sánchez no deja de ser un enigma: algunos lo quieren como si fuese Rafa Nadal, otros lo desprecian como si fuese Fernando Alonso. Y Rodríguez está cada vez más convencido que no le vendría nada mal una temporadita con un líder estilo Lionel Messi: una especie de Chauncey “Chance” Gardiner en Desde el jardín, con gran pericia para nunca perder el equilibrio y embocarla con ese aire sonámbulo (por lo pronto, el Cirque du Soleil ya anuncia estreno de nuevo espectáculo con el futbolista como tema). Porque Rodríguez ya no sabe qué quiere en este paisaje ideo-ilógico rebosante de leones cobardes, oxidados prohombres de hojalata y espantapájaros con modales de cuervo y todos acusando al otro de ser Bruja Mala del Oeste y proclamándose Bruja Buena del Norte. Algunos dan pena, otros son lamentables. Y todos –PSOE, PP y Ciudadanos, deseando tanto que los quieran quienes ya apenas los aguantan– peleándose por aclarar a quién se le ocurrió primero el slogan “La España que quieres”. España que –brillante en lo macroeconómico, miserable en lo micro– según un crítico informe de la Unión Europea resulta cada vez más polarizada y precaria.
Rodríguez, por su parte, no sabe qué quiere (quiere que lo dejen en paz) y ni siquiera sabe dónde está o en qué sitio pararse. Porque alguna vez estar en el centro de todas las cosas era ser un insider. Ahora, en cambio y sin cambio a la vista, es ser un outsider.
DOS Y de un tiempo a esta parte –volvió a suceder en esa marcha de los independentistas de hace un par de sábados en la Ciudad Condal– a Rodríguez le sorprende descubrir, en primera fila y entre tantas banderas independentistas, una enorme bandera argentina flameando con épica fuera de lugar ¿Qué hacía ahí? ¿Quién la portaba y la agitaba? Rodríguez no puede evitar el imaginar a un personaje digno de la imaginación de Frank L. Baum. Lo bautiza como Nacho Nalista y lo colorea como a joven porteño de clase media argentina llegado a las playas del Mediterráneo para jugar a la revolución como alguna vez jugaron los jóvenes europeos en dirección inversa y en el nombre del Che. Otro outsider un tanto fuera de lugar pero –como tantos, como demasiados– pensando que Roma es una obra maestra y Rosalía una genia.
En cualquier caso, la presencia de Nacho es apenas un dato anecdótico y pintoresco y, seguramente, pasajero. Porque el problema permanente y de fondo es la llegada para quedarse de los barbáricos tártaros y nacionalistas de diferente calibre. Blue Meanies de regreso en Pepperland a los que los estadistas europeos de diferente signo democrático intentan rodear y aislar con un “cordón sanitario” no queriendo pensar e intentando no ver que no llegan en plan al ataque sino como elegidos por los votantes. Y Rodríguez no pudo evitar pensar en todo eso mientras leía Autumn, de Ali Smith (gran escritora escocesa, súper-star en su idioma pero de escasa traducción al español), a la que muchos han considerado como “la primera novela del Brexit”. Allí, la madre de la protagonista –agotada por tanto conflicto interno y fractura social– se desespera con un “Estoy cansada de las noticias, estoy cansada de que informen espectacularmente sobre cosas que no lo son y se refieran a cuestiones graves de manera tan simplista. Estoy cansada del vitriolo. Estoy cansada de la ira. Estoy cansada de la maldad. Estoy cansada del egoísmo. Estoy cansada de que no hagamos nada para detener todo esto. Estoy cansada de cómo lo alentamos. Estoy cansada de toda la violencia que hay y de toda la violencia por llegar, que ya está en camino, que no ha ocurrido aún. Estoy cansada de los mentirosos. Estoy cansada de los santificados mentirosos. Estoy cansada de todas las mentiras que permitieron que todo esto sucediese. Estoy cansada de tener que preguntarme si lo hicieron a propósito o porque son estúpidos. Estoy cansada de los gobiernos que mienten. Estoy cansada de que a la gente ya no le preocupe el que le mientan. Estoy cansada de sentir tanto temor. Estoy cansada de tanta animosidad. Estoy cansada de tanta pusilanimosidad”. A lo que su hija le dice: “No creo que pusilanimosidad sea una palabra correcta”. “Estoy cansada de no saber las palabras correctas”, retruca la madre en el acto.
Y el hastío no sabe de fronteras y Rodríguez entiende a la perfección cómo se siente esa mujer a la que –aunque sólo la conozca por sus letras– siente más próxima que tantas otras, como su ex esposa y su ex hija, que, apenas, sólo lo dejan sin palabras.
TRES Y las palabras que Sánchez citó correctamente pero confundiendo autor –página 48 de Manual de resistencia y que ahora utilizan como motivo de burla los seguramente tan letrados y cultos políticos de la oposición– eran “Cómo decíamos ayer...” y son allí invocadas en el contexto de nuestro héroe recuperando la capitanía del PSOE luego de haber sido expulsado y dado por muerto. También, sus rivales le recomiendan que vaya embalando el colchón. Rodríguez también tiene colchón nuevo pero se teme que lo suyo va para largo, para siempre. “Como diremos mañana...”, piensa chocando en vano sus zapatitos no de rubí sino de bisutería. Y hay noches en las que Rodríguez juguetea con la idea de atarse para no amanecer –y suele ocurrirle cada vez más seguido– como caído de la cama, con el ánimo por los suelos ante tanta pusilanimosidad, y tan cansado de no estar en Kansas.