Escribí “Magnificat” de un tirón, hace tres años, cuando murió mi viejo.  Con el tiempo le fui corrigiendo pequeñas cosas.

No sé cuánto me gusta este cuento, pero sí estoy segura de cuánto lo quiero.

Es uno de los pocos que, aun antes de sentarme a escribir frente a la computadora, ya sabía con lujo de detalles cómo iba a ser el final. Lo que desconocía era el camino mediante el cual llegaría hasta ahí. Por suerte, la respuesta a esa incógnita –ese vaivén entre el hoy y el mañana– se me apareció rápido, en los primeros párrafos.

Digo que conocía el final porque, desde el momento real en que me encontré viviendo en la Catedral esa situación, se me reveló que ahí se escondía la culminación de algo. No sólo de la historia con mi papá, sino también de esta historia que, efectivamente, escribí al día siguiente.