“Clásica y Moderna soy yo”, dijo una vez mi tía Natu Poblet mientras almorzábamos en la Clásica, como ella la nombraba. En cada crisis económica ella inventaba cosas para sobrevivir. Muchas veces la librería se salvó gracias a su ingenio. Cuando Natu murió no tenía casa propia, sus ingresos se dividían en vivir y en ponerlos para Clásica. Si bien sabía del negocio, de lo que más sabía era de libros, por eso se nombraba lectora y no librera.
En el último tiempo cuando su pareja, Alejandro Monod, le preguntaba cómo estás, ella solía responderle “mal, pero acostumbrao”. Era un chiste entre ellos que hacía referencia a un cuento de Fontanarrosa. Siempre estaba de buen humor, incluso cuando la pasó mal el último tiempo. Lo que la inquietaba era cómo solventar Clásica. Pero no le quitaba el sueño, tenía una gran facilidad para separar las cosas.
La iluminación en Clásica era innegociable. A Natu le encantaba la luz que daban las lamparitas de Clásica. Por años fue inconciliable cambiarlas por otras lámparas más sustentables y que no calentaran tanto. Conclusión: los días de calor saltaba la térmica. La mirada visionaria y arquitectónica de Natu inventó la infraestructura de agregarle a la librería el café/restaurant en el año 1988, formato que hoy es implementado por muchas librerías. Su espíritu iluminado fue promover a los jóvenes escritores, quienes años más tarde tenían su primera publicación. Incentivaba el intercambio inter generacional, transformando a la Clásica en Moderna. Ir a Clásica implicaba un viaje en el tiempo, donde te encontrabas con escritores consagrados y otros que años más tarde se consagrarían. Natu tuvo el ingenio de condensar el trabajo y el deseo en una misma causa: el placer por la lectura.
Mi lazo con Clásica y Moderna es, como el de muchos, afectivo. Tendría 10 años cuando fui con mi madre por primera vez. Serían las tres de la tarde y el sol resplandecía afuera. Natu estaba sentada en su mesita del fondo, desde donde tenía una visión de todo lo que sucedía en el local, con sus rulos colorados, un cigarrillo en la mano y un vaso de whisky en la otra. Creo que no hablé en toda la tarde y ella tampoco conmigo. Pero de inmediato despertó en mí una profunda admiración. Tuve una imagen de ella distinta a la que conocía en las reuniones familiares. Fue la ocasión en la que tuve una visión completa de ella. Al momento de irnos, Natu se levanta, toma un libro y me lo da. Y dice: cuando termines de leerlo, me lo devolvés y te doy otro. Esa ceremonia se mantuvo entre nosotras hasta el final. El último que me dio fue Claus y Lucas de Agota Kristof el día anterior a internarse. La primera vez que fui a su casa, cuando entré ví que tenía las persianas casi bajas. Dos ambientes, sin balcón, todas las paredes con estantes de bibliotecas llena de libros. Nunca levantaba plenamente las persianas, prefería encender las luces buscando siempre el clima para cada ocasión. Solía leer en la cama o en un sillón individual que tenía en el living. El diario El País y La Nación siempre estaban apoyados sobre un taburete que estaba junto a su sillón de lectura. Cuando no leía solía mirar muchas series, le encantaban los policiales, y el canal de Cable de España. Marcaba los libros con fibrones de colores y lenguitas. Tenía una letra preciosa, supongo que debido a sus años de arquitecta.
Para los que no lo saben la biblioteca personal de Natu fue donada al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y hace más de un año que ese patrimonio cultural aún no fue puesto a disposición de los vecinos de la ciudad.
Almorzábamos juntas casi todas las semanas. Cuando lo hacíamos en Clásica ella pedía su plato favorito del momento. Podía estar tres meses comiendo el mismo hasta que encontraba otro. Durante esos almuerzos se acercaba gente a saludarla de todas edades, clases, profesiones. Muchos escritores le entregaban la galera de sus próximos libros a ser publicados y esperaban su opinión. Ella le dedicaba tiempo a cada uno.
Natu, se daba cuenta cuando yo quería hablar algo y no me animaba. “¡Dale, gorda, pregúntame!”, decía. Sabía escuchar, nunca daba un consejo salvo que lo pidieras y sus observaciones eran muy sensatas. Tenía una manera muy propia de exponer sus pensamientos en imágenes. Como una metáfora fotográfica.
Después de mis veinte años la relación con ella se fue intensificando. Fue a la primera persona que le conté que me gustaba una chica. Terminé de decirlo y me quedé esperando. Ella untó un grisín con manteca y le hechó sal. Como yo seguía muda, me miró y dijo: “¡Gorda, no hay nada que decir, seguí hablando!”
Natu vivía en la misma manzana de Clásica y años anteriores vivió a una cuadra, sobre Av Callao entre Paraguay y Marcelo T. de Alvear. Como si Clásica fuera su punto en el mundo y desde ahí se movía. Cada detalle de Clásica estaba impregnado por ella.
Natu modifico e impregnó con su espíritu este lugar y cuando ella murió no volvió a ser lo misma. La librería quedó a cargo de su pareja y heredero Alejandro Monod. Clásica para sobrevivir 80 años tuvo que renovarse varias veces y en esta coyuntura se merece tener oportunidades porque es un clásico de la casa modernizarse para poder estar siempre a la vanguardia de los acontecimientos literarios y culturales de la Ciudad de Buenos Aires.
Natu tenía una economía del tiempo muy afinada, siempre se focalizaba en lo positivo del otro, nunca en lo negativo porque decía que eso era perder el tiempo. Era una visionaria, siempre estaba por delante. Tal es así que el día antes de que falleciera, cuando la fui a ver a la clínica en la que estaba internada, me hablaba y yo no entendía nada de lo que me decía. Recuerdo que le di un beso, giré hacia la puerta, caminé para salir de la habitación y entonces escucho un “chau” clarísimo. Días después entendí que se estaba despidiendo. La que no lo sabía era yo.