Rosario me dejó perpleja, en realidad, las travas y trans rosarinas, que demostraron en su Primer Festival Trava/Trans una capacidad de gestión sorprendente para una primera experiencia, al punto de vencer un pronóstico de lluvia y un cielo listo para derramarse sobre el escenario y nuestros cuerpos. La necesidad de unirse fue el centro del festival. Sin pedir permiso, nos juntamos a reflexionar sobre lo que hay que hacer. Hubo camaradería y también, las peleas de siempre y de las que vendrán.
Las actividades previstas eran dos: una cumbre interna y otra al aire libre. La primera jornada fue tensa al límite del desmadre. Mucha diversidad en un colectivo que se presume siempre uniforme, con relaciones erosionadas y no sólo con las propias diferencias, sino con la acción externa que desde las previas al matrimonio igualitario vienen inoculando con la sospecha, instalando la lógica hetero del hacer partidario, potenciando lo que se da de manera propia. Donde hay una mamá o referente se la vuelve puntera para el “lavado de cara rosa”, sin formación, sin dar presupuesto, sin políticas publicas concretas. Esto termina generando que las travas abandonadas en las bases embistan contra las elegidas para ser incluidas. Pero en Rosario comenzaron a salir de esos círculos donde lo hetero partidario siempre sale ileso.
En la cumbre se comenzó pidiendo disculpas por alguna piña dada, reconociendo distancias y reclamando desde la calle, la prostitución y el hambre, y complejizando la realidad. Se propuso reconocer las diferencias y que éstas no desdibujen que hay un enemigo ajeno y otro íntimo. Si la que está en prostitución tiene que negociar desnuda, quienes están en alguna estructura partidaria pueden negociar con mayor firmeza. Entonces, que dejen de pensar que a quienes todo les falta cualquier “alguito” les suma. Ese no es el punto de llegada de ninguna estrategia de intervención política.
Sin embargo, más allá de las diferencias hay una decisión de volver a hacer cuerpo y sostener eso del “no creérsela, sostener la horizontalidad, entonces las diferentes voces fuertes tendrán que esforzarse por correrse de sus egos potenciados por el negocio hetero”, dijo Ayelén Beker, conocida como La Gilda de las travestis.
La Beker es trava, joven y oficia de garantía. Cualquiera de nosotras puede identificarse con ella. Así te soñás de niña esperando llegar a ser adulta y así te soñás de vieja en tu gloria pasada. Así te quisieras ver con el chongo que te oficia de guardaespaldas, con la banda entera esperando que digas, como dijo ella en ese escenario, “cuando quieran comenzamos”. Te soñás con el coro diciendo tu nombre en alto, con las luces sobre vos. En un escenario donde nadie te manosea, ni el policía, ni el cliente, ni el hotelero, ni el puntero, ni el político, ni el médico, ni el cura, ni la maestra, ni la tía, ni lxs vecinxs, ni la OMS, ni Unicef, ni la ONU y su maldita Yogyakarta vuelta letra medio muerta. Nadie mete mano. El arte ahí disolviendo diferencias, fortaleciendo la esperanza, con autoridad para penetrar con la voz dulce y firme al punto de ser escuchada incluso al poner límites. Esa figura, la de Beker, aún más allá de sí misma, es garantía trava. Repara. Nos reconcilia con lo propiamente trava que hemos olvidado o descuidado o pretendido disimular. Pero hay algo en ciernes que vamos a superar a pesar de tantos mezquinos fracasos con que nos han inoculado.