En noviembre del año pasado la Corte Suprema de Justicia india despenalizó por segunda vez la homosexualidad (recriminalizada en el 2013 por presión de los lideres religiosos), al declarar inconstitucional –de nuevo– el artículo 377 contra la sodomía, rémora de la juricidad colonial británica, que ya a estas alturas servía sobre todo para que un pillo con uniforme de policía chantajeara a locas errabundas. O para mantener en el clóset a aquellas otras de clases acomodadas y angloparlantes que fungían de gays globalizados a la noche en el boliche estilo hindi camp Voodo, de Mumbai (ex Bombay), y que ni aparecían por las Marchas del Orgullo en Nueva Delhi: la última fue la décima y la más feliz. Como acá en los noventa, las regias eran esa minoría que, a diferencia de las hijras (las trans ancestrales), no precisa del amparo del Estado para moverse y tiene palacio donde rascarse.
Así y todo no hay rajás libres si son putos y tienen que mantener en cautiverio su deseo homosexual. Cuando el príncipe Mavendra Singh Gohil, heredero del trono de Rajpipla, en el estado Occidental de Gujarat –India es una confederación– abrió su palacio a actividades benéficas tras haber salido del armario y volverse militante de campañas anti VIH-Sida, fue el mayor signo ofrecido al cambio de los tiempos. Al principio, el heredero fue repudiado por familia y plebe (la quema de su retrato era la lettre de cachet que lo condenaba a una muerte civil) pero, después, su lucha por los derechos de la comunidad LGTBI lo convirtieron en líder social de los oprimidos y, a la vez, el buen maricón del reino. Hay que ver si el debate en boga sobre “la cuestión gay”, que viene encendiendo los medios de comunicación, no dulcifica a la sociedad conservadora india –amable devota de muchos dioses pero también origen de violaciones tumultuarias– que se presta ahora a ensueños libertarios inspirados en el formato Bollywood. La influencia del cine en la vida india es más determinante que en Occidente. Desde las butacas se habla, se grita, se aplaude y se llora, y puede ahora espiarse a una mujer musulmana masturbándose (Ka Bodyscape, de Jayan Cherian), todo un desafío que dejó inocente el primer beso en la boca o el primer desnudo entrelazado entre dos hombres de 2010 -en la calle ir de la mano es signo de amistad masculina pero los labios y los contornos del culo son otra cosa-. Quien sabe si el noble Mavendra no devino en medio de la apertura cultural la versión reloaded de “la princesa que quería vivir”.
En 2003 la comedia Pink Mirror, de Gulabai Aliana, acercó el universo drag al espectador de su país y de todo el planeta a través de Netflix, y con ella las transformaciones intestinas del modelo lgtbi vernáculo: si lo esperable de un chongo, como es uno de los protagonistas, es el apareo con la diferencia hembreada, la película termina en cambio con alto romance entre el macho y un pendejo gay que hace de paje de las reinas. Las dos indignadas -una de ellas para colmo se ha enterado de que es seropositiva- dicen algo así como “mire usted cómo nada de lo que en esta casa reluce es oro”. Melancolía equivalente a la que locas del ancien régime occidental manifiestan en el nuevo orden. La cultura lgtbi, desde finales del siglo XX, es marca registrada de lo global en lo local.
El victoriano imperio británico se ensañó con las analidades y los cuerpos jurídicos indios, seguramente inquieto por el kama sutra, las hijra (admitidas por la Suprema Corte como un tercer sexo, como le hubiera gustado al médico activista alemán Magnus Hirschfeld) las esculturas de Kajurao, en esa pequeña localidad donde el amigo Aníbal Coronel -experto viajero de la India desde hace treinta años- se subiría en los noventa al asiento trasero de una rickshaw –la moto techada de tres ruedas– por insistencia de un chofer casado que lo llevó a conocer las cascadas Rani ya entrando la noche. “Olía a transpiración y a algo dulzón. Tenía unos dientes muy blancos y unos ojos negros enormes...cada vez que vuelvo al pueblo me lleva a visitar a su familia y, amparado en que es chofer, nos vamos de nuevo a Rani y, de paso, cogemos”.
He ahí, pues, la India de las hijra expulsadas de sus casas, operadas en circunstancias desastrosas, tesoro escondido que los chongos hurgan en la noche. Agredidas, burladas, mal retribuidas, ellas maldicen como las gitanas: esa es su venganza. Una India donde en los pueblos arrojan ladrillos hasta matar a una marica; y otra plena de piedad y sonrisas de sumisión, pero en la que cada encrucijada, como en Kajurao, un goce homoerótico será posible. Acaso llevada por los flujos de potencia neoliberal emergente, con toda su desigualdad, injusticia y transnacionalización a cuestas, el país busca sumarse a los tiempos del Brics (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). No es Rusia, donde Kremlin y clero fundan una alianza moralista restauradora de un supuesto pasado. Ni el Brasil de los neopentecostales. Es la India, pudorosa y a veces violenta, donde sobreviven los templos eróticos y las imágenes del Kama Sutra son una pedagogía orgullosa. La herencia victoriana hace unos años que empezó la casta retirada, pero nunca en orden: los nuevos debates feministas y lgtbi producen dos movimientos simultáneos y contrarios, el de apertura y el de reacción. A las violaciones colectivas de mujeres solas se suman las de las hijra y los ladrillos que golpean contra nuestras cabezas. Pidamos al dios mono Hamunam (dizque homosexual) que el Estado no se parezca a la Fundación por la Agonía Teresa de Calcuta, y no lleve la diferencia y la periferia a un moridero.