Y ahora me envían al Rosario. Quieren que vigile el río Paraná ante un posible avance realista desde Montevideo. Salimos de Buenos Ayres el viernes 24 de enero de 1812 a las cinco y cuarto de la tarde. Imposible hacerlo más temprano ante el sol duro del verano, con quinientos hombres del regimiento de infantería, dieciséis carretas tiradas por bueyes, con alimentos, municiones, tiendas de campaña, vestuario y útiles, la caja de caudales y la de la capilla, en el mejor orden posible. Un polvo de tierra se levanta como una gran nube en la marcha hacia el Rosario, son los pies de mis soldados.
En Areco, las aguas son pésimas, el campo está pelado y el ganado muy flaco; la costa oeste del río es muy pantanosa y anduvimos por bañados que en tiempos de lluvias serían de penoso tránsito; en Chacras de Ayala los campos son llanos, hermosos con las lluvias, el agua de pozo es muy buena; se ha cocinado con leña y huesos; en Arrecifes, la tierra empieza a elevarse en lomas, los caminos son excelentes tanto como el manantial de agua que encontramos; lavamos nuestras ropas en el río, se trajo el ganado... Cruzamos sin problemas el arroyo Ramallo, algo barrancoso pero casi sin agua.
El 5 de febrero llegamos al arroyo del Medio. El agua es salubre, no hay leña pero sí bosta seca que proporciona la multitud de ganado que cubre ambas riberas del arroyo; el viento norte nos ha abrazado cuando llegamos al arroyo Pavón; una gran tormenta transforma en negro al color del cielo y nos vuela algunas tiendas; a las nueve de la noche llegamos a Arroyo Seco, detuvimos la marcha en inmediaciones de la casa de doña María Gómez.
A la una y media de la mañana del 7 de febrero de 1812 se tocó generala y marchamos por caminos y campos muy llanos, sin dificultad alguna. Con poco trabajo pudieron pasar muy bien las carretas a la salida de una cañada que han formado las aguas de lluvia, que aquí llaman arroyo Saladillo, y hallándonos a una legua del Rosario se formó la tropa, se desplegaron las banderas españolas de nuestros enemigos que aún empleamos, la coronela, roja con el blasón real, y la miliciana, blanca con la cruz de borgoña, también roja, y di la orden de reiniciar la travesía.
Bajé del carruaje, monté a caballo y marché los últimos tramos hasta llegar a la posta del pueblo del Rosario, que sólo era un descampado, y de allí a la estafeta de la aldea, entrando por Mensajerías, la calle que recorren permanentemente mensajeros y chasquis, la más importante de la villa, hasta toparnos con una esquina, donde alguna vez, me cuentan, hubo una pulpería y después la barranca... el río.
Once de la mañana. Lo que observo es un pueblo sin casas ni galpones para hospedar al ejército. El capitán Silvestre Álvarez, que ha llegado aquí antes que nosotros, me tranquiliza. Hay una buena zona al sur, en una barranca a veinte metros del río, con decenas de sauces que dan sombra, ideal en estos días de verano, para que acampe la tropa y descarguemos el parque de municiones y el almacén de vestuario que traemos desde Buenos Ayres. Para una larga estadía es penoso semejante modo de vivir. Pienso en la construcción de barracones para una mejor comodidad de mis soldados del Regimiento de Caballería de la patria. Y pienso también que debería destinar cien hombres de milicia a puestos de observación ante el hipotético avance realista por el Paraná, la única ocupación que les puedo ofrecer; o instruirlos en la carga y descarga de los cañones... Y pienso también en el sueldo que debemos pagar y en qué fecha, una condición clave para que se cumplan mis órdenes.
Al segundo día de nuestra presencia en el Rosario una tormenta de verano arrasó con el campamento; las tiendas de campañas, las ropas, el vestuario, volaron, terminaron en el río. Las carpas son malas para el calor, para el agua y para el frío. El pampero aceleró algunas deserciones de soldados; no me extraña, yo ya venía arrastrando mis dudas sobre la combatividad de esta pobre tropa.
El objetivo se volvió una urgencia. El capitán José Rueda se puso al frente de la dirección de la obra en la que trabajaron decenas de rosarinos. El 13 de febrero sugiero al Triunvirato distinguir con la escarapela nacional a nuestras baterías para diferenciarnos de nuestros enemigos. Abajo esas señales exteriores, señor excelentísimo, que para nada nos han servido y con las que parece que aún no hemos roto las cadenas de la esclavitud.
Al otro día llega al Rosario el teniente coronel Ángel Monasterio con ocho carpinteros y, con su celo, eficiencia y conocimiento de ingeniero, se aceleran los principales trabajos de las baterías. Con el transcurrir de los días, Monasterio se despacha en elogios a un vecino llamado Cosme Maziel.
–Tiene una gran experiencia como baqueano del río –me explica Monasterio.
–¿Está acá? –le pregunto sorprendido.
–Es un entusiasta joven de la patria. Ha talado árboles en las islas, ha cargado los troncos en las canoas y los ha transportado hasta la costa para que se puedan montar las baterías de defensa.
–Tráigalo, quiero conocer a ese joven. Si la memoria no me falla, su tío, Juan Baltasar Maziel, fue el sacerdote que me bautizó cuando nací en 1770, y el abogado de mi padre en cuestiones comerciales en Buenos Aires.
Mi atención está puesta en la información que traen los chasquis... Una patrulla enemiga se apronta desde Montevideo a remontar el Paraná, es una expedición de quinientos hombres que vienen en cuatro lanchas armadas con un cañón de grueso calibre montado en cada una con el objetivo de destruir la batería del Rosario (que no está terminada) y tomar el punto de la Bajada (hoy ciudad de Paraná).
“Deben prepararse para una gloriosa resistencia”, me advierte el gobierno.
He dado instrucciones para adiestrar a los lugareños en el manejo de sables, fusiles o lanzas; los soldados del regimiento se hallan bastante decepcionados. Pido ayuda a mi amigo Celedonio José del Castillo, le escribo que deseo tener a mi lado indios y mestizos, más dóciles y manejables; aquí las mujeres elaboran el pan y lavan las ropas de los oficiales que trabajan en las barrancas.
El primer día que llegamos a la Plaza Mayor del Rosario, donde se levantan la Capilla y algunas casas y ranchos, las banderas del ejército se depositaron en la casa que me estaba preparada, a pocos metros de allí. Era la residencia de la hermana de mi gran amigo y consejero, Vicente Anastasio Echevarría.
María Catalina estaba esperando en el umbral de la puerta.
–Bienvenido, Manuel, esta es su casa.
–Gracias por su hospitalidad...
–A su disposición...
–Teniendo en cuenta que es la hermana de un gran amigo, quiero pedirle un favor.
–Usted dirá.
–Tenemos un ejército sin bandera propia. Usted habrá visto las que guardamos en su casa tras la marcha.
–¿Qué sugiere, coronel?
–Le pido encarecidamente que reúna a un grupo de mujeres para confeccionar nuestra bandera en el menor tiempo posible.
El 25 de febrero mi querida María Catalina me avisa que la bandera está terminada –ha unido verticalmente dos trazos, blanco y celeste, los colores que le pedí, y ha agregado un flequillo de oro en un extremo–, mientras observo, a la distancia, desde una de las habitaciones de la casa donde soy huésped, el ritmo de las obras.
Al otro día, me comunican que la batería de la Independencia, ubicada en la isla de enfrente, ya está instalada. Han colocado el cañón. Observo a mis hombres trabajar con el mayor empeño para terminar las explanadas en la batería Libertad, en la costa firme, a doce metros sobre el río, sus tres cañones, con los fusileros al pie de la barranca y los explosivos depositados en un polvorín.
27 de febrero, seis y media de la tarde. Se ha hecho salva en la batería de la Independencia, donde ha quedado una dotación competente, con tres cañones y municiones. En tanto, María Catalina, y los paisanos del Rosario me acompañan hasta la batería Libertad donde espera otra guarnición.
–Ate bien la bandera –le ordené a Maziel cuando el pozo ya estaba hecho y la tropa formada.
Cuando el sol del 27 se empezaba a apagar por el oeste, levanté mi espada a modo de señal. Entonces Maziel comenzó a enarbolar, por primera vez, la bandera celeste y blanca hasta lo más alto del mástil. Todos los presentes juraron vencer a los enemigos internos y externos frente al río Paraná.