¿Qué es el infinito? Desde esta pregunta, pequeña y absoluta, Pablo Bernasconi invita a los lectores (niños y niñas, jóvenes, adultos) a hacer lo que sugiere la tapa troquelada: abrir la puerta para asomarse a la inmensidad. Pero… ¿esa inmensidad está adentro o afuera, muy lejos o acá nomás? Así, El infinito, se llama su último libro, editado por Sudamericana. Es un libro álbum: sus dibujos, que abarcan múltiples técnicas, y que llevan la marca de su estilo, se enlazan con palabras también de su autoría. Son textos breves, haikus que intentan, cada uno, una nueva respuesta. Siempre imposible, siempre posible.
“Es una cajita musical llena de silencios”. “Es el ojo de un artista justo antes de empezar a dibujar”. “Es la fórmula de la felicidad oculta en el cuero de alguna vaca. Pero por el lado de adentro”. Los intentos de respuesta se abrazan con dibujos que disparan muchas otras, las completan y también, paradójicamente, las anulan. Así forman, en sí mismas, El infinito. “A las que hay que sumar las que aportan los lectores, a cual más sorprendente”, cuenta el autor de El diario del Capitán Arsenio, Finales y La verdadera explicación, entre muchos.
Bernasconi viajó desde Bariloche, donde vive, para participar en el ya clásico Encuentro Libros y Maestros, hoy en el Paseo La Plaza (ver aparte). Allí planteará “Un viaje al infinito”, pensando qué pasa “Cuando la poesía se vuelve imagen y la imagen, poesía”. Antes, charló con PáginaI12 sobre este libro y esta idea, pero también sobre otras cuestiones infinitas. Como el alcance del dibujo y el arte, en particular en estos tiempos.
–¿Por qué la pregunta por el infinito? ¿Cómo apareció?
–En realidad yo estaba buscando una excusa lo más abierta posible para seguir desarrollando esa idea de belleza sobre verdad, que ya había encarado en La verdadera explicación. Allí instalaba la pregunta sobre si es más real la belleza, o el arquetipo de verdad que puede proponer el campo empírico por sobre el poético. Porque cuando uno mira las cosas, está viendo solo un pedacito de esas cosas. Y a veces la poesía, el arte, el campo visual, te interpela de una forma mucho más legítima que otros campos de información.
–¿Y desde el arte se puede responder qué es el infinito?
–Responder la pregunta de qué es el infinito es un proyecto frustrado desde el mismo comienzo. Si hubiese una respuesta, era obvio que yo no iba a dar con ella. Sin embargo, me permitía explorar el haiku, la poesía, un lugar muy metafórico y abierto, y sobre todo, dedicar un espacio más protagónico al lector. En este libro busco dejar al lector toda la responsabilidad de comprensión. Quise generar una cantidad de respuestas, hasta donde me dieran las páginas del libro. Porque infinito se vuelve todo: la cantidad de tiempo, de páginas, de ilustraciones... Empecé a acotar esa infinitud con una serie de escenas que la abordan desde diferentes lugares: la angustia que provoca, el absurdo, el humor, la experiencia casi infantil ante ese infinito, la visión de una hormiga, la que puede tener un niño, que todavía no transitó la vida lo suficiente para desmoralizarse ante la pregunta…
–Cada ilustración se completa con un poema. A veces se apoyan uno en otro, otras disparan hacia otro lado, y a veces entran en contradicción. ¿Cómo los pensó?
–La búsqueda es siempre en el borde: no ser ni críptico, ni redundante. Y en este caso, estaba partiendo de un concepto ya de por sí ambicioso, y lo que hice fue echar mano al máximo de las ventajas de la metáfora. Lo que hago siempre, pero esta vez, desde una posición bien alejada de la soberbia. Dedicando cada página totalmente al otro, tomando la metáfora para considerar la inteligencia del otro. Y dándole a ese otro todo el protagonismo y toda la responsabilidad. Es un juego de mucha ida y vuelta, a pesar de que lo hago solo en mi casa.
–Y, como en otros de tus libros, aparece la ciencia, o lo empírico, y el arte, la poesía...
–Pero no es “ciencia versus poesía”. Por el contrario, es poner de manifiesto que la ciencia tiene un aspecto poético inmenso. La verdadera explicación tiene un apoyo en la elegancia que propone la ciencia. Los científicos más renombrados de todos los tiempos (pasando por Einstein, Newton, Galileo) tenían como premisa que sus descubrimientos –y sus vidas dedicadas a la ciencia–estuviesen basados en la elegancia: si pronunciaban una formula, debía ser elegante. Y esa elegancia tiene que ver con la búsqueda de la belleza.
–¿Y cómo es esa idea de “belleza sobre verdad”?
–Todos nosotros estamos acotados en nuestra realidad según lo que estamos mirando, lo que podemos mirar, lo que creemos que miramos, lo que creemos que opinamos, lo que nos contaron… Eso es lo que generalmente entendemos por “verdad”. La belleza y la metáfora te corren de un lugar cómodo y te ponen a observar, siendo vos parte de ese juego, entendiendo que hay un observador que tiene una opinión, pero que hay un montón de otros puntos desde los cuales mirar. Comprender eso es muy necesario para entender lo que está sucediendo. Sobre todo hoy en día.
–¿Qué devoluciones recibió de El infinito?
–¡Uy, pasaron muchas cosas con el libro! Estoy diseñando una muestra, que es el libro expandido y llevado a un espacio interactivo, como hice con Finales. Me gustaría que también viaje por las provincias, como pasó con aquella muestra. La idea es acercar a las familias a esta rama del conocimiento. Hice un testeo en las redes: “Proponga su definición de infinito”. Y fue una catarata, una avalancha de respuestas, a cuál mejor. Algunas bordeaban el absurdo, otras tenían un sesgo científico, empírico, y lo que me sorprendía era la veracidad de todas.
–Todas valían…
–¡Claro! Y todos las proponían de igual forma, sin especificar si hablaban de una forma poética o científica. Ante semejante problema, todos tenemos que aceptar que nadie conoce la respuesta, todos nos consideramos ignorantes, nadie puede mirar al otro mal, todos tienen razón. Me sorprendió y lo observe después de que hice el libro: hay una necesidad de apoyo en la poesía para preguntas de este tipo. Es como si fuese una búsqueda del alivio. Eso me encanta, me pareció fascinante que la gente se deje llevar naturalmente por algo tan inasible como la poesía.
–Hay un video que te muestra trabajando para este libro con un hilo. ¿Qué técnicas usaste?
–Es parecido a lo que hago siempre: todas juntas. Hay obras en las que necesito estar mucho más cercano a los materiales, sacar fotos, pintar con debajo un cartón, atarlo con alambre, darle volumen, como si fuese una escultura que fotografío. Hay otras en que prevalece el dibujo, el pincel, el lápiz, el crayón, la línea. En otras necesito ser más gradual, y ahí hay escalas o texturas que puedo generar digitalmente; ahí la computadora me sirve para provocar esos registros. Soy como un equilibrista de pericias. Y un insistidor: soy horrible con la acuarela, soy muy impaciente para el óleo, pero sin embargo los uso.
–¿Para no quedarse con una sola técnica?
–Habituarse a una técnica es algo que mata al artista. Yo soy buscador del accidente, o del juego. Combinando elementos, jugando, sé que voy a provocar accidentes que van a ser felices. Ahí van a surgir cosas que no tenía en cuenta ni remotamente. Eso me lo da ese vértigo. A veces es mucho más largo y más impreciso. Pero lo prefiero a disparar conceptos sólo desde el intelecto, sé que soy muy frío para ir conceptualizando las cosas, así que me impongo arrojarme a eso desconocido. Sé que es para mejor.
–Además de tus libros, circulan mucho tus dibujos en las redes. A veces como una editorial, como el que lanzaste con respecto al tema “Niñas, no madres”, con un texto que ancla el sentido. ¿Cómo los pensás?
–Exactamente, como una editorial. Es un espacio que de hecho tengo en La Nación, y que lo pienso así. Ese dibujo yo la había hecho antes para otra editorial de ese diario, sobre el Ni una menos, y ahora le agregué ese texto. Son mis opiniones pero luego viajan solas, uno sabe que lo entrega, o lo sube a la red, y empieza a navegar con vida propia, claramente fuera de control. Como muchos colegas del diario y de otros medios, y como cualquier persona razonable, hay un lugar de expresión sentida y espontánea ante algo así. Y en mi calidad de comunicador, yo ya tengo ese reflejo de generar algo que mantenga, no sé si una postura, pero por lo menos una expresión que, a esta altura, debe ser rotunda.
–En tu currículum decís que hacés los libros que te hubiera gustado encontrar cuando eras chico. ¿Es tu manifiesto?
–Algo así. Me los regalo en diferido. Es muy cierto eso, no es solo una frase que uso. Jamás intenté acercarme a los niños como campo genérico de la infancia, es imposible, no puedo ni con mis hijos tener en cuenta eso. En cambio, tengo mucho recuerdo de lo que me gustaba, me apasionaba cuando yo mismo era chico. Algunas cosas se mantuvieron, otras, no tanto. Entonces, hago un testeo, una pregunta clave, que ha cajoneado tantísima cantidad de proyectos: ¿esto me hubiese gustado de chico? Y a veces, por más que como adulto esté copado con la idea, cuando me hago esa pregunta digo: no, esto de pibe no me gustaba ni a palos. Y se cae.
–Esa pregunta anularía muchísimos libros álbum, que parecen solo pensados desde en el diseño…
–Es que en esta era visual todo tiene que llevar una imagen, aun cuando esa imagen sea completamente descriptiva y redundante. Eso en el libro álbum es terrible, y si algo me aterra es terminar explicando lo que ya está explicado. En ese sentido, se hace bastante obvia y evidente la búsqueda de algo que es muy de adulto, que no tiene nada que ver con los niños. Para evitarlo, a mí me sirve seguir con mi pregunta salvadora: ¿me hubiera gustado también de chico?