No tenía más que su belleza y ahí comenzó el drama. La familia prefería taparla porque reservaban a esa niña preciosa para el negocio del matrimonio. Cuentan que en algunas zonas de México las madres afean a sus hijas para que no sean capturadas por las pirañas de la trata. La historia de Helena podría parecerse a la de muchas chicas anónimas si ella no fuera un mito que empezó en Esparta y terminó en Troya pero que gracias a las astucias de una actriz como Paula Ransenberg todavía continúa.
Ella acepta ir hacia ese juicio vibrante que ensaya como un paso de vodevil. Devenida en una mujer, no en una diosa, se apodera de la palabra como el azuelo imprescindible para alumbrar a la platea con su biografía. Todo lo que en el lenguaje de la Grecia clásica debía leerse como un mito para aceptar ese toque fantástico que lo hacía asimilable y fascinante, hasta un poco inofensivo por su semejanza con la fábula, poblado de animales y hechos sorpresivos y mágicos, la dramaturgia de Miguel Del Arco propone entenderlos como lo que realmente eran, el fundamento de la religión ateniense donde los dioses eran maestros de la potencia y seres híper sexuados que se la pasaban violando, cogiendo y matando a sus hijos. Esa prepotencia de excesos era la materialización de una ideología.
Así se vivía en la Grecia clásica donde la pedofilia era tan común como el goce de filosofar y la embriaguez de las bacanales y los juegos atenienses. Castigar el deseo que una mujer despierta fue también un valor moral de esa Grecia de placeres arrebatados y encendidos. Entonces el texto que Ransenberg para Juicio a una zorra transita con un dominio de la escena tan técnico como sensible, busca llevar la exuberancia sobrenatural del mito al terreno del realismo para instalar asociaciones con situaciones más próximas.
Helena será una niña violada desde los nueve años y obligada a ser madre antes de llegar a la pubertad. En el marco de la obra y convertida en una mujer adulta, va a exponer su experiencia como un reflejo permeable de otros sometimientos y abusos. Pero también, en una trama que es cambiante y busca incorporar diversos registros actorales, ella será una suerte de delatora de las intrigas que le dieron fama a los héroes de la tragedia. Del Arco plantea una mirada sobre la dramaturgia griega que se detiene en los personajes femeninos para liberarlos de la sanción que tuvieron que sufrir en el desarrollo de las ficciones donde fueron presentados al pueblo ateniense. En este sentido Clitemnestra podría identificarse como la mujer que construye su propia ley al matar a su esposo, mientras que las figuras masculinas siempre van a intervenir amparadas por algún dios. Si el coro de la tragedia hace un llamado a la mesura, serán las mujeres, en la mayoría de los casos, las que romperán esa cautela al preparar y realizar una acción por fuera del mandato divino.
En el recorrido que va desde una comicidad intrigante, propia de la maestra de ceremonias de algún cabaret berlines, a la inmensidad de una angustia que intenta sobrellevar pero que a veces la desborda y que contiene con el delirio de una pócima que le suelta bastante la lengua, Ransenberg jamás se aparta de la voluntad de darle un sustento político a todo lo que dice. Es allí, en la forma del alegato que sostiene la dirección de Corina Fiorillo donde es posible establecer una distancia crítica sobre ese modo de asumir la belleza femenina como una instancia permanente de posesión. Como si ser hermosa te hiciera culpable, la excusa impecable que usan los hombres para defender sus masacres.
Juicio a una zorra se presenta los viernes a las 20:30 en Timbre 4.