Amar, amar sólo se puede amar a los varones. Es un axioma que se desprende de lo que Freud llamaba “degradación de la vida erótica”: si el varón no puede amar donde desea y sólo desea donde no ama, es porque cuando ama a una mujer con algún rasgo que la ubique en serie con la madre, no la ama como mujer. La ama como varón.
Para los varones, las condiciones del amor son homoeróticas. Quien ama a alguien, lo ama como varón. El objeto del amor siempre es masculino. Por eso un varón que ama a una mujer suele sentirse pasivizado, a veces tiene fantasías homosexuales –o incluso siente celos–. Desear, en cambio, sólo se puede desear a las mujeres. Quien desea, desea a una mujer. El objeto del deseo siempre es femenino. Por eso la mujer que desea a un varón (incluso cuando desea su deseo) suele sentirse impotente –nada más contradictorio– o sufre de envidia.
Tan cierto es que amar sólo se puede amar a un varón, que esto explica por qué muchos varones necesitan tener amantes: para poder ponerse celosos de esas mujeres que pueden perder, porque sus esposas no les despiertan celos, ya no temen perderlas. A sus esposas las desean, porque sólo se puede desear a una mujer, mientras que a sus amantes las necesitan para amar a otros varones.
El tipo clínico característico de esta última posición es conocido en la literatura y en los consultorios: el marido celoso de su amante (y no de su esposa). Esta es una pequeña contribución a una clínica de la infidelidad, en la que siempre hay algo trágico, no necesariamente neurótico, una especie de destino, que muestra cómo amor y deseo, cuando se cruzan, desgarran a quien tocan. Por eso muchos eligen desear y no amar, mientras otros aman para no desear.
En las sociedades posmodernas, un rasgo propio es la disolución de los rituales de iniciación de los varones. La nuestra es una época de “destitución masculina”. En la consulta de varones que son padres y de adolescentes (algunos no tanto) que están dando sus primeros pasos con la sexualidad y padecen severas impotencias (físicas y psíquicas) se verifica lo siguiente: la aparición de fantasías homosexuales. En los padres se advierte de manera consciente en el temor a tocar demasiado a sus hijos, que declina en la fantasía de abuso, con la idea de causarles un daño. En los jóvenes impotentes es común que el síntoma tarde o temprano conduzca a una fantasía relativa a si el padre no es homosexual.
Ambas indicaciones clínicas muestran una coordenada estructural: la masculinidad se recibe de otro varón, éste era el papel de los ritos iniciáticos. En otras culturas, la formación homosexual del varón era explícita; es decir, hubo un tiempo en que no se la reprimía. Las sociedades modernas instalaron la represión, por eso el homosexual siempre fue símbolo de un deseo subversivo. No obstante, en la actualidad encontramos otra situación: ya no se reprime la homosexualidad, se la desmiente. Es lo que muestran las fantasías mencionadas. Por eso no cabe ser ingenuamente optimista con respecto a que dejemos de vivir en un mundo homofóbico. La segregación será mayor en el futuro, porque incluso aquella perderá su papel subversivo y, gracias a la renegación, veremos aparecer un personaje singular: el homosexual de ultraderecha. En Europa ya es un hecho. En Brasil también.
Ahora bien, ¿qué lleva de la misoginia a la homofobia? Para responder esta pregunta hay que pensar que la masculinidad tiene tres principios: 1. “Ser varón es dejar a la madre” o, al menos, intentarlo, ya que hacerlo es imposible. Hacer de cuenta de que se rechazó a la madre es la primera ficción en que se basa la masculinidad. Varón es quien inventa la fantasía de que existe un padre con el que pelear (que pasiviza, al que es preciso matar) para escapar de la seducción materna. Incluso la queja del varón actual, respecto de la debilidad del padre, es una versión de esa fantasía; lo cierto es que el varón nunca escapa de mamá, por eso la ama tan profundamente como la odia, y el odio a la madre lleva al segundo principio; 2. “El odio a las mujeres”, ya que detrás de todo misógino hay un niño que no pudo terminar de separarse de su madre y que, por lo tanto, siente que tiene que demostrar que su masculinidad depende de no ser mujer (porque, inicialmente, para la madre todos somos niñas); el misógino odia a la mujer que él siente que es (para la madre), desprecia su propia feminización y, sobre todo, cree que para dejar de ser hay que poseer; así se llega al punto siguiente, 3. Que muestra que la homofobia se desprende de la misoginia: el varón misógino no cree que su feminización pueda tener sentido en la relación con una mujer, ya que como mujer él es todo para la madre; por lo tanto, en la relación con otro varón es que aparecerá el fantasma de la mujer, es decir, entre dos varones a uno le toca el lugar de la mujer.
Hasta hace un tiempo alcanzaba con preguntarle a un varón heterosexual sobre la consecuencia de una relación homosexual y que, enseguida, dijera que la masculinidad estaba perdida. Hace poco una nota en el diario hablaba de varones que tienen relaciones con otros varones sin por eso considerarse homosexuales. Es un punto interesante, podría parecer una degradación, una disolución de la homofobia, pero es todo lo contrario. Porque cuando la homosexualidad interpela es la posibilidad de un deseo diferente; con esta nueva desmentida, antes que de una deconstrucción del llamado “macho”, se trata de una instalación más firme de su hegemonía.
La homofobia de las sociedades modernas era el horror al deseo; en las sociedades contemporáneas, se cambió el horror al deseo por formas más sutiles de desprecio.
Esta última coordenada lleva a una reformulación general de los tipos clínicos de las neurosis. Por ejemplo, la histeria en la mujer ya no se define por un deseo insatisfecho, sino por estar obsesionada con el “hombre de verdad”, ese que no existe y que, por lo tanto, está dispuesta a encarnar y actuar ella mejor que nadie con todos sus saberes. Ya no es la histérica esa princesa romántica y excepcional, dependiente del misterio del amor, sino la heroína que dice cómo hay que gozar y cuándo es amor y, por supuesto, cuándo no. La histérica de nuestro tiempo se enmascara con un semblante de varón obsesivo, por eso es tan importante distinguir esta obsesivización histérica de lo que propiamente es una neurosis obsesiva femenina.
* Psicoanalista, docente de la Cátedra de Psicopatología II de la UBA.