El año viene difícil. Nuestros cuerpos en tensión. Cada quien lo murmura. O lo grita. La crueldad crece. Aumenta el rosario de las asesinadas. Pibas violadas y obligadas a parir. La expropiación de nuestras riquezas adquiere un ritmo frenético. Insomne, no cesa ni para descansar. Es tarifas dolarizadas, trabajos precarizados, jubilaciones pisoteadas, ministerios cerrados. El año viene difícil. Si en diciembre de 2017 las calles contra la reforma previsional parecían augurar un temblor combativo, el año siguiente mucho de eso se planchó, entre el cansancio, la amenaza represiva y la dificultad de producir efectos con las estrategias habituales de protestar. La voluntad de pelea se dirige menos hacia arriba, confrontación con el poder, y se expande como disputa entre pares, en los barrios, entre las militancias, en las organizaciones, entre laburantes, en la ciudad, entre vecinxs, en las asambleas, en las reuniones. El paro feminista puede ser afirmación, como otros años, de confluencia en una pelea común y no disgregación y disputa.
Las elecciones presidenciales sitúan un horizonte de posible interrupción del mal gobierno y construyen una tensa espera del momento. La política transcurre en múltiples planos, y esos planos se solapan, superponen, chirrían. La conflictividad callejera y las urnas no son lo mismo. No tienen la misma temporalidad ni lógica. Las calles no producen gobierno pero sí agenda y fuerza social para sostenerla. Confundir uno y otro debilita a ambos. La conflictividad callejera no es una preparación para el momento electoral, ni creación de climas, ni construcción de figuras reconocibles que luego cosecharán en votos su prestigio público. Es algo de todo eso, pero si fuera sólo eso su calendario sería vicario y la fuerza amasada una escena al servicio de algo más relevante. La movilización conflictiva tiene un plus que permite exponer los antagonismos y las querellas y sobre la base de esos antagonismos un gobierno puede distanciarse del respeto prudente de los dominios sociales.
El año viene difícil. Lo será más si diluimos o menoscabamos la fuerza que componemos, si el sujeto político que venimos amasando se empequeñece, se fractura, se desgarra. Si las asambleas no son el terreno, amable pero lodoso, en el que construimos algo nuevo –una conjunción inesperada– sino el escenario de repetición de coreografías y discursos, confrontación entre identidades que conocen de memoria sus diferencias y van ahí para arrojarlas al rostro ajeno. Una asamblea tiene mucho de esa lidia reiterada, pero también aloja –con distintos modos de hospitalidad– el grito angustiado de quien va a denunciar el acoso laboral y sexual, la persecusión y el daño. Una narración sobre lo vivido subyace y aparece por momentos y le da sentido al ágora semanal.
Difícil es construir lo nuevo. Pero es mejor asumir esa dificultad, que nos obliga a reconocer la rugosidad de problemas, obstáculos, cegueras, que renunciar a hacerlo para mantener la pureza que cada quien se atribuye, como si tal pureza existiera más allá de la imaginación. Se puede renunciar haciendo los ademanes de la persistencia: basta con mantener lo previo incólume, volver la afirmación monólogo y la soledad confirmación de la verdad. Todo eso sería renunciar a la pregunta última de cómo construimos un sujeto político autónomo, capaz de expandir los horizontes de lo posible, de poner en juego la imaginación, de tramar formas organizativas. Un sujeto que contribuya a derrotar al neoliberalismo en las urnas pero también en la construcción de otra gobernabilidad. Capaz de plantear problemas y disidencias a cualquier gobierno, porque también un gobierno que interrumpa la crueldad neoliberal necesita las alertas y las demandas surgidas de la movilización social. En el peor y en el mejor de los escenarios electorales, los feminismos callejeros y asamblearios tienen mucho por hacer.
En estos años supimos forjar una transversalidad inédita, que permitía no desconocer las heterogeneidades ni los conflictos sino convertirlos en insumos, combustible, amplitud. No diría pluralista, porque no se trata de la tolerancia complaciente con las diferencias surgida de algún manual de etiqueta liberal. Va más allá de eso, algo que parte de la intuición de que la heterogeneidad permite y abarca más, multiplica las perspectivas, las corporalidades, las vivencias, los afectos. Que un sujeto político es más potente en tanto sea más capaz de ser afectado, y que eso implica la coexistencia de lo múltiple y no el soliloquio de lo uno. Transversalidad es el nombre político del reconocimiento de una realidad plural, que desmerece su propia potencia cuando es encerrada en moldes o etiquetas, sumergida en el ácido sulfúrico de lo regimentado. Los feminismos saben que hay muchos casilleros que nos esperan y que esos casilleros no son amables, aunque a veces prometen confort –¿el de la servidumbre voluntaria, quizás?–, la calma chicha del entre nos o la confianza de lo muy parecido.
Nuestra fuerza es la heterogeneidad. La capacidad de tejer diferencias. No la ensoñación de lo idéntico. Nuestra fuerza es la capacidad de persistir en pulir la autonomía del momento asambleario y callejero, estemos donde estemos en el momento de las urnas. Nuestra fuerza es la que surge de la capacidad de parar y de narrar por qué paramos, para hacer del acontecer de la lucha una instancia de contagio, pedagogía, multiplicación. La calle enseña. Nos enseña, nos conmueve. Queremos el contagio. Lo buscamos. Lo conventilleamos. Nuestra fuerza expansiva surge de los cuerpos reunidos. Limarla o acotarla nos debilita. A cada una al interior de sus organizaciones, a cada quien en la mesa de las alianzas, en cada sindicato y en cada partido. La capacidad de poner agenda, problemas, prácticas, creaciones, por el contrario, nos permite afirmarnos en cada espacio. Un gran paro, el 8M, no es capitalizable por uno u otro sector, por una u otra lista electoral. Es de todes y para todes, tejidito que si tironeamos rompemos y que si seguimos hilando abriga nuestras rebeldías.
No venimos a encarnar una contradicción secundaria, que deberá ser considerada cuando las cuestiones relevantes sean resueltas. No son las cuestiones menores que una agenda de clase debe postergar, no son las pequeñeces cotidianas que hay que esconder bajo la alfombra para conformar alianzas amplias. No. Por el contrario, son el lugar donde se macera la crítica más acabada y material respecto de un orden social que chorrea inequidad. Porque cuando decimos que nuestras vidas valen y nuestros cuerpos no son objetos a poseer, situamos ese grito en la trama de una rebelión contra todas las opresiones y violencias. ¿Cómo alguien que no puede comprender el grito de hartazgo que compartimos ante la violentación de nuestros cuerpos, podría entender y hacerse cargo de los cuerpos de los excluidos del neoliberalismo? La negación de nuestra autonomía a la hora de decidir si maternar o no, si abortar o no, ¿no implica una idea de vida aplanada a la biología y limitada a la supervivencia, que piensa lo popular no como fuerza creadora sino como objeto de asistencia? El año viene difícil y no pocos nos reclaman como víctimas. Incluso para cuidarnos. Nos sacudimos: los feminismos que amasamos, entre gritos, peleas y abrazos, roscas e imaginaciones, nos alejan de ese ser víctimas para pensarnos en nuestra capacidad de hacer.
Un año difícil: de distintos modos se nos pide volver al redil. Desde la guerra declarada de los fundamentalismos hasta la traducción de la agenda feminista como parte de la gobernabilidad neoliberal; desde el intento de aislar y convertir a los núcleos más activos en patrullas perdidas, alejadas de las militancias en organizaciones mixtas, hasta la incorporación de nombres a los frentes políticos sin tomar las agendas. No volver al redil implica sostener que en la experiencia y producción de los feminismos populares se ponen en juego ideas sobre la vida, el deseo y la sociedad futura que son fundamentales para intervenir en la coyuntura. A las derechas no se les gana con una versión más desvaída de su programa o con modos más amables, sino con respuestas nuevas a los problemas a las que ellas dan respuestas erróneas o asesinas. Se trata de construir otros modos de vida. En los días previos al paro, el acampe dibujará un modo feminista de ocupar la ciudad y de hacerla vivible, construir hospitalidad callejera y amparo común. En eso estamos: inventamos o erramos.