No es la primera vez que trabajo y descanso al mismo tiempo. Tenía que reseñar un libro de poesía y me fui a dormir. Antes de ir a dormir, leí otros textos del autor, que al otro día descubriría que se trataban de los mismos temas del libro de poesía. Soñé, por supuesto, que reseñaba el libro. No lo había leído aún al irme a dormir, pero en el sueño lo leía. En el sueño, el autor era hijo de un desaparecido por la dictadura. (El autor del libro real es un simple huérfano, lo que tampoco es leve). Se me mostraba un videoclip que resumía diez años de sus lecturas públicas, donde siempre (y tal vez sin querer) producía en el público cierto sentimiento de culpa. Pero eran lecturas viejas, del tiempo de la década ganada. ¿Seguiría teniendo público? Eso le preguntaban en una entrevista. Confesaba que se le complicaba.
Los poemas del libro del sueño eran breves, de entre ocho y doce versos cada uno. En todos, el autor hablaba del padre desaparecido, y siempre de la misma forma: contando una escena posible, algo que hubieran podido hacer juntos si al padre no se lo hubieran matado, si no hubiera sido uno más entre miles y miles de víctimas políticas de un genocidio sistemático. El libro iba construyéndole al hijo de esa manera una niñez alternativa donde el padre ausente estaba presente.
Había escenas de pesca, escenas de cancha, conversaciones. El autor reescribía íntegramente su propia niñez. No suturaba del todo la herida, y de esa tensión dependía el efecto conmovedor de los poemas.
Como parte de mi trabajo para la reseña, yo entrevistaba al autor. La entrevista se transformaba en una charla donde en un momento dado yo le decía: "Cuando necesitamos desesperadamente que algo exista, y no existe, lo escribimos para que al menos exista como posibilidad". O algo así. Se me desdibujó un poco de la memoria la última frase. Pensé en anotarla ni bien me despertó mi gato a las 5AM; pero preferí seguir durmiendo sin siquiera apagar el ventilador, lo que me hizo soñar con una ventisca invernal en plena avenida de algún pueblo de Estados Unidos adonde yo había viajado no sabía ni cómo. Alguien me abrigaba con una campera gruesa verde oliva prestada que era idéntica a la que me quedé de mi viejo cuando murió. Casi nueva.
En otra parte del mismo sueño, se me mostraba una cama vacía y agitada por vientos helados en una habitación semi subterránea que me estaba destinada en la casa de mis padres. Yo prefería no bajar. Me quedaba afuera, a la intemperie, que también era fría pero un poco menos inhóspita. Alguien me regalaba una porción de comida caliente.
Me desperté y apagué el ventilador. Lo que llamamos realidad, dicen los sabios del Tibet, no es menos ilusorio que un sueño. El libro que reseñaría, saliendo al balcón entre la lectura del libro y la escritura de la reseña para plantar un nuevo retoño de cedrón que me regaló una amiga, no es menos un sueño con sus páginas hechas de árboles, que también son sueños, lo mismo que yo al escribir esto.
En el libro real hay un huérfano de padre y una casa paterna. El padre construyó la casa para su familia y después se murió. Ellos habitaron la casa y la ausencia. La ausencia del padre ocupa siempre un pequeño pero significativo espacio en casi todos los poemas. Hay, por ejemplo, un asiento en el auto donde lo reemplaza la madre: el del conductor. O bien se nos explica que el padre falta en la foto. Se nos cuenta muy brevemente su muerte, sin ningún detalle sentimental. Crear el espacio de esa ausencia parece haber sido la función misma de la escritura del libro, así como la del libro de mi sueño era llenarla.
Porque nada sería peor en estos casos que perder la pérdida. Una pérdida, cuando lo que se pierde es un padre, tiene que ser excavada en la tierra sólida de lo real. Y la pala apta para ese trabajo de excavación es el lenguaje. El lenguaje, cuando nombra la ausencia del padre muerto, le hace tope a la tendencia de lo real a derramarse hacia la completud, llenando los desniveles como tierra suelta.
Excavar la ausencia es un trabajo de lenguaje. Un padre muerto es en el lenguaje. El libro soñado y el libro leído, anverso cada uno del otro, se leían como si fueran el mismo. Uno, al decir cómo hubiera habido un padre, declaraba que no lo había, salvando del olvido al padre asesinado. Otro, al sugerir que ya no lo había, le dejaba libre ese asiento suyo que fue ocupado por otro cuando él murió de muerte natural. En la película Lo que el viento se llevó, la escena que narra el regreso de Scarlett O'Hara a la casa paterna para encontrarse con que su padre ha muerto consiste en confrontarla con su silla vacía.
Escribir sobre un ausente es guardarle una silla. Es poner en algún lugar (aunque más no sea en el lugar virtual de la escritura) la posibilidad lógica de su presencia. Cuando soñé que hablaba de lo posible, lo decía en sentido lógico, el de lo que puede ser o no ser. El olvido, en cambio, imposibilita, convierte lo que no es en algo que no puede sino no ser; al que no está, en quien no puede sino no estar. "Desaparecido" se instituyó como el nombre perverso de esa topadora. "Ni vivos ni muertos", dijo el dictador Videla, más allá de la lógica.
Un nombre es una silla. En cada nombre de un muerto hay una silla vacía. El nombre de un fugitivo espera allí sentado su regreso. Cada uno de nosotros tiene una muerte, una cama vacía llena de viento.
(Todo esto que he escrito más arriba fue para mí una forma de leer, más acá de la reseña, el libro de poesía En la colonia agrícola y ensayos de la serie Resonancia magnética, de Santiago Venturini. También continúa conversaciones con Nacho, Fabiana, Virginia, Pancho).