No debe haber nada más británico que las películas sobre ladrones de guante blanco, sobre bandas que planifican finísimos golpes maestros para saquear la bóveda de un banco, o los robos de diamantes en joyerías de máxima seguridad. En todos los casos realizando la menor cantidad de disparos posibles, diferencia fundamental con las películas de estos subgéneros del policial que se filman al otro lado del Atlántico.
Lo que tienen en común toda esta clase historias es que alguna vez el grandísimo Michael Caine –sinónimo de todo lo que se entiende como británico a la hora de hablar de cine– estuvo involucrado en ellas. Por eso no extraña que al frente del elenco de Rey de ladrones, del director inglés James Marsh, basada en la historia verídica de un grupo de viejos delincuentes que deciden robar una bóveda llena de oro y diamantes, se encuentre la todavía elegante figura de Caine.
Su estampa es un sello de calidad que garantiza el verosímil de un relato que parece anacrónico no solo en términos reales, en tanto la hipervigilancia del siglo XXI ha vuelto casi impracticables a este tipo de golpes basados en el ingenio, sino también para el cine, teniendo en cuenta que estas películas tuvieron su era dorada entre las décadas de 1960 y 1970. Marsh lo sabe y por eso decide comenzar la suya intercalando en la secuencia inicial de títulos escenas de clásicos del género, como Su primer millón (Charles Crichton, 1951) o El asalto audaz (Peter Yates, 1967), para dejar claro cuál es el imaginario sobre el que se va a mover Rey de ladrones. Un mecanismo que volverá a utilizar de un modo diferente sobre el final.
Basada en dos artículos periodísticos publicados en el diario británico The Guardian y en la revista Vanity Fair, Rey de ladrones reconstruye el último de los que fuera denominado El Robo del Siglo en el Reino Unido, en el que un grupo de cinco viejitos se llevó un botín que la policía y las compañías aseguradoras estimaron en 14 millones de libras esterlinas. Unos 19 millones de dólares. Pero Marsh no tiene apuro para llegar hasta ahí, sino que le interesa que el espectador sepa algo más de los extravagantes protagonistas. A través de ellos se encarga de abordar otros temas que, ocultos detrás de la máscara del asalto, son en realidad los que permiten entender la pulsión de vida que motoriza a los personajes.
Porque Rey de ladrones encara el tema del ladrón de guante blanco desde una óptica crepuscular, sabiendo que los mejores tiempos quedaron atrás, pero con una enorme necesidad de creer que todavía se puede. Así, el volver a robar conjura al deseo de recuperar la despreocupación y la irresponsabilidad de la juventud, la necesidad vital de creer que se puede tener de nuevo todo aquello que alguna vez se amó, incluidas las personas, pero que el tiempo se ha ido llevando de a poco. Y Marsh, quién ganó un Oscar en 2008 por su estupendo documental Man on Wire, maneja con pericia esas piezas.
La muerte de la esposa de Brian (Caine) es lo que desencadena la crisis. Hasta ahora la mujer había funcionado como dique de contención, un placebo que impedía que el protagonista volviera a caer en la tentación. Pero ya sin ella la vida de Brian pierde su razón de ser, hasta que un jovencito lo revive proponiéndole un golpe a las cajas de seguridad donde se guardan algunas de las joyas más valiosas del Reino Unido. Con esa excusa vuelve a reunir a sus viejos compañeros (entre ellos varias glorias del cine británico como Jim Broadvent, Michael Gambon y Tom Courtenay), a quienes propone volver a las andadas. Marsh avanza por el relato con paso seguro, sabiendo que en la intriga está la clave de su película, sin olvidarse de jugar las oportunas cartas de la comedia, esenciales en este tipo de relatos. Pero sin condescendencia. Por supuesto que el director deja que el espectador se encariñe con esta no siempre simpática pandilla, pero nunca olvida que trata con delincuentes. Rey de ladrones se mueve entre estos dos extremos con encanto y espíritu nostálgico.