La vida de Jacques de Mahieu es digna de la imaginación de Mariano Llinás. Tanto es así que tranquilamente podría tratarse de un personaje creado para una de las ramificaciones de Historias extraordinarias. Pero no: aunque es cierto que lo mitológico alrededor de su figura es indiscernible de lo real, este hombre no solo existió sino que dejó un legado que aún hoy es objeto de análisis entre historiadores, antropólogos, politólogos y unos cuantos “ólogos” más.
De Mahieu nació en Francia y fue un colaborador del nazismo, hasta que el avance aliado lo obligó a hacer las valijas y refugiarse en la Argentina, siempre con el visto bueno de Perón. Se sabe que conoció al General y hasta se dice que participó en la elaboración de algunos discursos, pues De Mahieu estaba convencido de que “a las masas se la mueve más fácil con el mito que con la cultura”, tal como afirma su hijo. Pero aún más fuerte era su convencimiento de que América no fue “descubierta” por Colón, sino que muchos siglos antes anduvieron los vikingos, algo que explicaría la presencia de varias tribus de indígenas blancos en Paraguay y Brasil. Detrás de su rastro parte el realizador Marcelo Charras en este documental llamado igual que un libro perdido del francés: Memoria de la sangre.
El tercer largometraje del director de Maytland (2010) y La Paz en Buenos Aires (2013) tiene un personaje magnético, misterioso, inteligente, tan lógico y racional como apegado a lo esotérico y místico. Lo que no tiene es confianza, como si hubiera pensado que de Mahieu no podía bancarse solito el peso del relato. Quizás por eso Charras rodea una investigación documental-periodística clásica (cabezas parlantes, imágenes de archivo) de un dispositivo ficticio centrado en una suerte de investigador que persigue las huellas del francés por motivos que nunca se aclaran. En la primera escena se ve a este investigador (¿alter ego del realizador?) charlando con un librero que le entrega dos libros firmados por de Mahieu, no sin antes avisar que no puede revelar cómo los consiguió debido a un pacto no escrito del oficio según el cual el origen de los materiales debe mantenerse oculto. Inmediatamente después, una escena “recrea” el encuentro de ese librero y una mujer con acento galo que le da acceso a una biblioteca enorme. Algo similar ocurrirá más adelante, cuando ese investigador dé con el hijo de Mahieu y lo haga “actuar” varias charlas con su esposa.
No le sienta del todo bien a Memoria de la sangre este tironeo entre el documental clásico y expositivo y el intento de ocultarlo bajo el manto de una ficción. Mejor le sienta arrojarse de cabeza a recorrer la traza de ese supremacista ario y férreo defensor de un darwinismo social, cuya voz recupera tanto a través de sus escritos como de algunos viejos VHS, además de un hijo que oficia como cuidador oficial de la obra de su padre. Un hijo que vive en Ciudad Evita y está firmemente convencido de las bondades de quien presta su nombre al barrio, en línea con el pensamiento de un padre que, igual que tantos, abrazó tanto al fascismo como al peronismo. Así, Memoria de la sangre, cuando define qué quiere ser, hace lo que todo buen documental debería: poner en juego los discursos instalados para ir más allá de lo establecido y hurgar en los pliegues de la historia.