Esta es una novela de referencias culturales. Reúne vivencias reales y las deforma un poco, a la manera de un comic rococó porteño. La Luz negra está protagonizada por cuatro mujeres enlazadas: una estafadora institucional llamada Enriqueta, que tiene tongo con una falsificadora de cuadros, la Negra, que a su vez copia oleos de Mariette Lydis, una pintora austríaca y rarísima de clase alta. Todas comentadas por una cuarta, la narradora, una mujer entusiasmada con los misterios, un poco detective y otro poco ingenua, dicharachera y solitaria. La historia está cargada de guiños históricos sobre literatura, consumos aristocráticos, excentricidades, vida pop en la década del sesenta, arte argentino del siglo XX, mapas de bares, mueblería, fetiches y todo lo que contribuya a la construcción de una bohemia un poco idealizada, es decir muy limpia.
Entre las cuatro conforman un esquema donde se pone en juego una historia dirigida a contar, con el oropel del corrillo y la minucia, un costado del arte que está detrás de las fachadas a las que acceden los miles de lectores del libro, en un verano sin estimulo. La narradora se pone el nombre de Lydis para investigar a la Negra –alguien que existió y tal vez aún exista en la vida real–: Renée Cuellar. No es una novela “histórica”, porque no trata sobre la Negra, sino sobre qué imagen se va haciendo la investigadora de su objeto, la luz (la sombra) de la Negra.
También nos cuenta cómo es que entró al negocio de las falsificaciones que la llevaría a su mito. Nos cuenta que fue periodista de arte, nos cuenta de todo ese sistema un poco impostado y otro poco fascinante. Se traslada por la ciudad acompañando a su maestra de la criminalidad de las pinturas, la señora Enriqueta, que está bien ducha en organizar desde un Banco público todo lo necesario para que cuadros falsos pasen por verdaderos. Entonces alimenta la industria de lo falso, en la que trabajan la Negra y sus amigos; y entonces todos contentos. Hasta la narradora, que anda atrás de los quehaceres. Es ella quien, cuando muere su jefa, pasa a protagonizar una historia no tanto de enredos como de las descripciones de un mundo más o menos reconocible según el origen del lector y de una ficción machacada por el dato verdadero, por la erudición de alcurnia y el “buen gusto” en clave.
El ambiente de la novela parece un poco exaltado por el imaginario sesentista del cigarrillo, la polera y el pensamiento elocuente juvenil. Son la mayoría escenas petiteras, de “masonería rasca”, mezcla de las primeras películas de Godard (donde los personajes bailan en sus ocurrencias) y un don de gentes que encandila. Todo lo que ve la narradora lo confiesa, de ahí su status de bocona o falsa investigadora, porque teoriza mucho sobre el hacer. Cuenta el recurso, problematiza los yeites de estilo literario en la no ficción y hace ficción con algo que existió. La Negra, Lydis, el “Hotel Melancólico” y vaya a saberse qué más. Esos son guiños para el lector invernal, el que estudia y entrelee o lee para dejarse llevar por lo que sabía: los mitos del apogeo de la modernización estética argentina. Es que en su mayoría los datos están bien solapados por la escritura, así que todo puede ser un delirio en trama de la autora o una sucesión de datos que suenan como música pareja, como un jazz que se muerde la cola. Cuando la narradora dice “caí en la vida” está un poco desbaratando su ingenuidad y dando lugar a que esa vida es la de ella, la vida del sueño sobre un pasado que nunca es “tan así”, aunque tiene a la literatura como aliada para vivirlo tiritando “como si”.
En esta novela está tratado el tema de lo verdadero en el arte, con una opción por lo falso como igualado a lo auténtico. La falsedad poco interesante del arte, hoy en día, está también en su incapacidad por desmontar operaciones de intrigas que no existen y en sostener a hombres con habano que mandan a comprar cualquier cosa, sino están ocupados en la timba financiera. La novela intenta meterse en eso, lo logra por momentos, aunque en otros se pega demasiado a una mitología que respeta demasiado. La mitología estructura todo, pero en los momentos donde la novela avanza sobre la leyenda para resaltarla es donde menos fluida se vuelve, donde la lectura se pone más enciclopédica. La falsificación es índice de popularidad, como el caso de Mariette Lydis en los años que el libro recorre (aún hay cuadros a la venta por internet) y algún pintor actual dueño de bares. Son casos distintos, nada iguala las dos autorías, solo la idea de que el calor popular que abraza a un artista para ponerlo en una sala de espera o en la calcomanía de un auto o en el pilar de una plaza seca, hace con los artistas lo que los artistas no hicieron, les arrebata soberanía. La novela hace un poco eso y merece la lectura por entrometerse en la dificultad de rastrear una época (los sesenta) que de tan encontrada ya se nos va.
En su libro anterior, El nervio óptico, unos relatos fascinantes que juntos conformaban una novela sobre las tormentas de la burguesía y lo sublime, María Gainza había fijado un estilo literario que provenía de sus notas sobre muestras de arte y artistas. Había logrado que sus métodos de escritura en diarios den la vuelta sobre sí para quedar en el otro lado del estilo, para trascender a la comentarista. Una escritura más expansiva pero más compleja también, sin perder nada de la gracia.
La luz negra parte de una idea inicial clara y se va perfeccionando hasta no dejar aire para la relación del lector con los fantasmas de Buenos Aires. “Ahora cuando digo ‘la Negra’ sé que la figura que se dibuja en el pizarrón de mi mente es una imagen distorsionada”. De igual manera la novela se lee con la nostalgia del que finalmente da con la persona buscada y la reconoce a medias, porque mientras tanto había construido en sus anhelos una a su medida. Vale entonces la pena leerla también así: como un diario de una pesquisa imperfecta, punteado al dedillo para honrar la pérdida.