En el año 2013, el periodista español Sergio del Molino publicó La hora violeta. Su relato partía de un hecho traumático y delicado, que el autor supo convertir en materia para su escritura; la muerte de un hijo. Del Molino se preguntaba por qué no hay una palabra en español para designar a los padres “huérfanos”. “Los hijos que se quedan sin padres son huérfanos, y los cónyuges que cierran los ojos del cadáver de su pareja son viudos. Pero los padres que firmamos los papeles de los funerales de nuestros hijos no tenemos nombre ni estado civil”. La novela, un ejercicio de duelo en formato de carta, con línea directa al universo autoficcional de Joan Didion, fue un sorpresivo éxito de crítica y de ventas, que le valieron al autor el premio Tigre Juan y el premio Ojo Crítico, entre otros.
Dos años atrás, en 2017, Sergio del Molino volvió a incursionar en el género de la autoficción. Construyó nuevamente un relato en relación a la muerte y a los efectos que genera en su escritura. La mirada de los peces toma como disparador la muerte voluntaria de Antonio Aramayona, viejo profesor de la secundaria del autor. Articulada como una crónica de un suicidio anunciado, el caso obtuvo cierta relevancia mediática en los últimos años en España. Aramayona había hecho de su decisión una causa política quien, postrado en una silla de ruedas, no solo anunció su muerte programática por internet sino que fue protagonista de un documental sobre el proceso de quitarse su vida. Aramayona fue un activista activo y formó parte de una agrupación por una Muerte Digna (a favor de la eutanasia) y también conformó una agrupación que pregonaba por un Estado laico en España (siglo XXI). El anuncio de su suicidio funciona en la novela de Del Molino como un disparador y al mismo tiempo como un efecto de contrariedad narrativa.
“Cuando estés leyendo estas líneas, ya habré muerto. He decidido finalizar mi vida, ejercer mi derecho inalienable a disponer libre y responsablemente de mi propia vida” dice Antonio Aramayona en su blog lautopiaesposible.blogspot.com (que aún puede leerse en los anales de la deep web como un gesto de arqueología digital). Leyendo las entradas del Blog de Aramayona el procedimiento de Del Molino se vuelve más complejo. Su escritura se trasforma en un testigo ciego del proceso de la muerte voluntaria de su profesor. Plantea un distacionamiento no exento de ironías. Porque para una profundización de semejante decisión, entiende Del Molino, está el propio Aramayona, cuya decisión es acompañada también por un documental audiovisual realizado por otro ex alumno, Jon Sistiaga. Del Molino no filosofa sobre la muerte ni sobre el derecho a una muerte digna, ni se despacha citando a Cioran; jamás cuestiona la decisión de su profesor.
Tampoco pretende registrar meramente el deterioro de un cuerpo o de asistir, día a día, a la vida cotidiana de una persona que ha decidido quitarse la vida. Resalta con sordina la tendencia a cierto exhibicionismo, que Aramayona llama “activismo”. Y narra los avatares de Aramayona, luego de tomar su decisión, de un modo distanciado y perplejo: cómo decide ponerse frente a cámara y anotar en un blog la cuenta de sus días previos a quitarse la vida, las llamadas que le hace en el medio de la noche, los breves encuentros en cafes y restaurantes. Por el otro, Del Molino hace un ejercicio de su propia memoria en relación a esa otra vida que se apaga lentamente; como si el oficio de morir por mano propia generara un impacto en la memoria emotiva del narrador. Recuerda el papel crucial que tuvo su profesor durante su adolescencia en el barrio de San José, en la ciudad de Zaragoza, pueblo adoptivo por parte de autor, quien había llegado con su familia desde Madrid. Recuerda los vaivenes problemáticos de su adolescencia, coqueteos con el heavy metal, el alcohol y las drogas blandas. Reconstruye la figura de su profesor como un referente; una figura capital que por un lado les incentivó el capricho por las letras y fomentó cualquier atisbo de rebeldía contra lo establecido, y por el otro no los preparó del todo bien para la vida adulta que se avecinaba.
El relato pivotea entonces, de un modo alterno, entre esos dos tiempos; el presente del relato y el pasado del narrador, aunque no bucea en las motivaciones personales que lo llevan a Aramayona a tomar una decisión. Del Molino tampoco opina sobre el derecho a la muerte voluntaria; respeta la decisión de su viejo profesor. Anota, digamos, quirúrgicamente, los breves encuentros, las frases escamoteadas, las imágenes del presente que se superponen a las del pasado. La mirada de los peces es un relato que divaga, hecho con descartes y pequeñas nimiedades amplificadas por la prosa clara y lenta de Del Molino; retazos que, ubicados estratégicamente dentro del relato, en un montaje alterno entre 1996 y el 2016, funcionan como pequeños destellos. De a poco la novela se va llenando de huecos y de vacíos; refleja como una radiografía fantasmal los ecos urbanos de la ciudad, el deterioro rural de España (el libro anterior de Del Molino es La España Vacía, un ensayo que mezcla la crónica y la literatura, sobre el deterioro de la antigua vida en el campo español), las voces de los antepasados que, aún cuando eligen morir por su cuenta, quedan resonando entre quienes eligen permanecer de este lado del tiempo.