Un archivo de diseño casero –una tacita sobre un primoroso mantel– circula por internet: su nombre es Consentimiento sexual, algunos pensamientos sobre el psicoanálisis y la ley de Judith Butler, extraído del Columbia Journal of Gender and Law, volumen 21, nº2 y traducido por Laura Contreras Florencia Gasperín, Lucas Morgan y Nayla Vacarezza. Empieza por un ejemplo bien familiar para los porteños: la sesión psicoanalítica. ¿Acaso no es en el espacio donde dos han consentido y sin embargo, sin saber por adelantado a qué han consentido? Butler nos recuerda en su artículo que, como el yo en el curso de un análisis, el yo del consentimiento no permanece igual en el curso del consentimiento mismo. Si como dice Gramsci, bajo condiciones de hegemonía el consentimiento es siempre manufacturado u organizado por poderes a los que nunca se ha consentido realmente y entonces el consentimiento sería siempre instrumento de una coacción y la libertad, si es que existe, duda Butler, algo completamente diferente al consentimiento  ¿cómo es que la ley suele simplificar la idea de consentimiento bajo la figura del contrato para violentar con sus fallos a las mujeres y trans víctimas de ataques sexuales? Al pensar el consentimiento en términos de contrato, como lo hace, sigue Butler, la ley, según los pensadores Michel Foucault y Guy Hocqenghem lo convirtieron en un discurso legal cuando los contratos no tendrían lugar en la vida sexual de la gente, quien suele experimentar una y otra vez lo que es opaco y no completamente conocible de su deseo. Porque decir sí significa al mismo tiempo deseo y miedo de experimentar, curiosidad y vacilación, ganas de probar y de conservar, superarse a sí mismo en prácticas hasta entonces desconocidas y desafío a encarar las consecuencias, querer ser sorprendido y mantener la ilusión conocida; y en el cumplimiento de todos estos vaivenes,a lo largo del tiempo,puede surgir a menudo el no, es decir la urgencia por detener la situación inmediatamente. “Si disponerse a los desconocido es parte de la exploración sexual y de la experimentación sexual, entonces ningún* de nosotr*s comienza siendo un* individu* enteramente auto-consciente, deliberad* y autónom* cuando consiente ¿cómo podemos comprender este `no saber` no solo como parte de cualquier formación sexual, sino como un riesgo continuo del encuentro sexual, incluso como parte de su atractivo?”escribe Butler centrándose en la figura del consentimiento entre personas del mismo sexo, los ordenamientos legales como cruzadas de moralidad y la baja de la edad para el consentimiento no con espíritu libertario pro deseo de los niños sino, por ejemplo, en países como Filipinas, para permitir que una niña de 12 años sea casadera. Pero lo que hoy me gustaría transmitir es lo inspirador de Consentimiento sexual, algunos pensamientos  sobre el psicoanálisis y la ley para pensar casos recientes de violación y muerte. 

En una película traducida como Acusados, una camarera llamada Sarah Tobías es violada sobre la máquina El juego del millón por tres tipos a su vez victoreados por una runfla accionada a cerveza. Luego de que se condenara a los culpables a una pena menor bajo la figura de “imprudencia temeraria”, debido a una transa entre leguleyos corporativos y la fiscal Katryn Murphy, quien descontaba que no encontraría las pruebas necesarias para una violación en grupo y dada la reputación de su cliente, ésta se le presenta en su casa en medio de una cena burguesa y sobrevolada por la preocupación por el grado de cocimiento de la carne y la arenga “soy una borracha, una fumata, una drogadicta, una puta a la que se han tirado en un bar, espero que te hayan pagado bien por tu traición. Yo que todavía siento lo que es que me bajen la bombacha, me dejen con el culo al aire y me la metan tres tipos, soy la juzgada”. ¿En que momento el yo del consentimiento en Sarah, cambió hasta convertirse en un no angustioso? Seguramente no cuando se dejó besar por el borracho Dany con la esperanza de sacárselo de encima debido a que estaba, precisamente, borracho? Ni cuando se fumó un porro ni cuando le comentó a su amiga, también camarera, de lo bueno que estaba un tal Bob -cuando se la metió ella ya estaba herida y el cuerpo que se le había venido encima sólo le daba asco. Ni cuando oyendo su tema favorito en la rockola, empezó a desplazarse en una danza sexy (rigurosamente vestida). Seguramente el sí inicial de Melina Romero, de Lucía Pérez sufrieron una mutación del mismo modo atroz, pero la ficción en el caso de Acusados tuvo un final “feliz” que dejaré en un previsible suspenso aunque dudo de que alguien se interese por una película sobre violación como si fuera un policial simple ¿o sí? Butler ejemplifica cómo el deseo y el amor hacen endebles los contratos, como el que suelen hacer las parejas que quieren correrse de la zona de confort de su casalito exclusivo decidiendo –por lo general hay quien propone y hay quien consiente– encarar una relación no monogámica con la premisa de excluir el amor romántico. Un decidido entusiasmo puede acompañar de buena fé el plan que llevaría en principio la certeza de un acto de vivificación de la pareja pero hete aquí que se produce con un tercero un cierto exceso que desborda el deseo sexual y que el excluido rompe el contrato mientras que el “cofirmante” ha excedido sus términos. Escribe: “(…) a veces queremos ser algo para le otr* que no podemos ser , y entonces accedemos al sexo o a la no monogamia  como un acto de amor que sobrepasa a quienes somos y a lo que podemos sostener, solo para luego reconocer, una mayor humildad en relación con lo que podemos hacer , y o que es psíquicamente manejable para nosotr*s El modelo del contrato pensado desde el liberalismo político –¿reforzado ahora por el neoliberalismo efectivo con su énfasis en la desigualdad y el retorno de una política cuyo canibalismo ejercido sobre derechos creíamos imposible de imponerse?– supone un sujeto que sería intencional, volitivo y autónomo, y por eso responsable de asumir compromisos con los bienes y servicios contratados: entonces alguien ajeno a las fuerzas extrañas del deseo. Que la casa, al poco tiempo de alquilada, revele luego tras su flamante pintura, los caños viejos y agujereados a través de grumos y manchones sombríos, luego de un contrato firmado de buena fe,no hace comparable al locatario con la víctima de femicidio en nombre del deseo ni al victimario con un dueño inescrupuloso. Sin embargo los fallos injustos cuando no escandalosos siguen usando ese modelo tanto para la víctima como para el victimario: un acto inicial, a la manera de una firma que rubrica un compromiso voluntario, se vuelve una prueba sólo que, en el primer caso, de consentimiento, en el segundo, de la inocencia en el deseo de matar. La entrada al boliche de Melina Romero, la aceptación de una cita en el de Lucía Pérez estarían inexorablemente ligadas al desenlace de su muerte. Que Matías Gabriel Farías haya comprado facturas y Cindor lo haría inocente a pesar de su coacción sobre una menor-durante el juicio la defensa la hizo crecer hasta convertirla en el arquetipo de la mujer independiente que, cuando quiere y cómo quiere, sabe sacarse de encima a un acosador, coge con adultos y elige, cuando todos sabemos que esa autonomía es ilusoria a cualquier edad de la fragilidad humana -el darle drogas sin límite y cogerla con violencia hasta provocarle la muerte. A Brian Petrillan, condenado a 12 años por apuñalar a su mujer, Erika Gallego, dejándola paralítica, se le bajó la carátula de intento de femicidio a lesiones porque habría dicho antes de hacerlo “Te vas a acordar de mí” lo cual, según los jueces y mediante una lógica digna de un Sherlock Holmes perverso,probaba que no quería matarla ya que recordar no es una capacidad de los muertos. A pesar del fallo condenatorio por la muerte de Diana Sacayan que inauguró la figura del travesticidio, los dichos durante y por fuera del juicio no dejaban de agitar  que en la vida de toda travesti habría una fusión entre modo de vida y modo de muerte a la manera de un contrato irrevocable. El yo del consentimiento que culmina con la propia muerte y el yo del femicida son inestables –aun en la precaria figura de la premeditación y alevosía– pero es el final el que establece una diferencia tan radical que haría de uno y otro sujetos pertenecientes a economías antípodas. El consentimiento no cabe en un contrato, el deseo suele romperlo pero el crimen suele caer del mismo lado. Alguna vez (1989) escribí “Porque no hay equilibrio posible entre la vida y la muerte. Porque mientras Monzón respira en el banquillo de los acusados, Alicia ya no vive aquí, Alicia ya no vive”.