Poco después de las doce del mediodía del viernes Arthur, de siete años, murió. Había sido internado en un hospital de San Bernardo do Campo, en el cinturón industrial de la ciudad de São Paulo, cinco horas antes. Diagnóstico: meningitis aguda.
Se pasaron unos veinte minutos y sonó el móvil del jefe de la Policía Federal en Curitiba, donde el abuelo de Arthur está detenido desde abril del año pasado. Y le tocó al funcionario transmitir la noticia al preso.
El abuelo se llama Luis Inacio Lula da Silva, fue el presidente más popular de Brasil en las últimas seis décadas –hay los que afirman que el más popular de la historia– y ha sido condenado en un juicio totalmente manipulado por un juez de provincia llamado Sergio Moro, transformado por los grandes medios hegemónico de comunicación en una especie de paladín de la justicia. Un sujeto cuya integridad moral tiene la consistencia de las alas de un mosquito transmisor de rabia.
Arbitrario hasta mucho más allá de los límites de la decencia, ese juez ocupa ahora el ministerio de Justicia y Seguridad Pública del gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro. Ha sido el premio por meter Lula preso, en una sentencia absurda –“acto indeterminado”, dice literalmente, para luego aclarar que está basada en “convicciones”, o sea, sin prueba alguna– e impedirlo de disputar y ganar las elecciones presidenciales del año pasado.
Al escuchar la noticia dada por su carcelero, Lula se derrumbó en un llanto sin fin. De sus nietos, Arthur era el más allegado. Desde la muerte de doña Marisa, esposa del ex presidente, Arthur fue vivir con su padre, Sandro, hijo de Lula, y su madre, Marlene, en el departamento del abuelo. Amarga coincidencia: Arthur murió cuando se cumplieron treinta días de la muerte de Genival Inacio da Silva, el Vavá, hermano mayor de Lula que lo cuidó a lo largo de toda la infancia.
Cuando de la muerte de ‘Vavá’, la justicia de la provincia de Paraná impidió que Lula fuese al entierro, un derecho que le era garantizado por ley. Ahora, autorizaron el viaje, pero con restricciones inmorales: el abuelo podría permanecer solamente hora y media en el velorio. ¿Por qué no hasta el final? ¿Por qué no?
Bueno, Lula es Lula: se quedó dos horas. Lloró varias veces. El despliegue de seguridad fue otra aberración: uno de los policías federales que lo escoltó usaba chaleco antibalas, gafas de sol, ostentaba un fusil y en el pecho exhibía un escudo de la SWAT de Miami, Florida. Docenas de policías militares cercaron la capilla en que se velaba el cuerpo del niño Arthur y al menos diez entraron en el recinto, en una grotesca falta de respeto a la familia. Más que un circo absurdo, una muestra clara del pavor que Lula sigue despertando entre los abyectos de este país podrido.
Nada, sin embargo, se comparó a la actitud asquerosa de un pedazo de asco llamado Eduardo Bolsonaro, hijo del igualmente grotesco padre presidente: en las redes sociales, protestó contra el permiso –vale reiterar: asegurado por ley– para que el abuelo fuese al velorio del nieto. Y aprovechó para exigir que Lula sea transferido de la Policía Federal de Curitiba para una cárcel común.
Tanto Eduardo como sus dos hermanos animalescos, el senador Flavio y el concejal por Rio de Janeiro Carlos, son íntimos, junto al papá presidente, de grupos de exterminio en Rio de Janeiro, los llamados “milicianos”. El cuarteto traba una intensa disputa interna para probar cuál de ellos es capaz de destilar más odio y rencor. Ese es el clan que ocupa el poder en mi país. Esa la obscenidad que impera día y noche.
En poco más de un año Lula perdió a doña Marisa, a su hermano más cercano, a su nieto más allegado. Ayer, volvió del velorio a la celda y a la soledad más profunda. ¿Hasta cuándo aguantará? ¿Hasta cuándo este país de mierda seguirá aceptando lo que ocurre? ¿Hasta cuándo irá imperar la impotencia generalizada frente a una sucesión absurda de escándalos?
Lula sabe que he sido crítico de muchos aspectos de sus dos mandatos presidenciales. Que he sido –y soy– crítico de muchos actos de su partido.
Pero también sabe de mi amistad a toda prueba, y de mi afecto. Lo que no sé es si el mismo Lula sabrá el tamaño de su dolor. Y de mi indignación por lo que este país nuestro está viviendo resignado, callado, avergonzado.
Te abrazo, mi buen amigo.