Acaban de cumplirse cincuenta años del primer zarpazo de zepp. El 12 de enero de 1969, Robert Plant, Jimmy Page, John Paul Jones y John Bonham –recién horneaditos como grupo– se le revelaban al mundo a través de la publicación de un disco bluseramente espeso, un tanto ecléctico, e indicador, como tal, de un devenir que licuaría su espontaneidad en una verdad histórica. Si no la mejor, Led Zeppelin ha sido -.y es– una de las mejores bandas de rock and roll de la historia. La misteriosa, onírica y penetrante “Dazed and Confused”, más la portentosa “Communication Breakdown” y ese remanso y onírico instrumental de nombre “Black Mountain side”, advertían sobre la cosa. Cincuenta años se cumplirán, en octubre, de la publicación de otro disco también demoledor, pero tal vez más en la línea estética que la banda seguiría desde entonces: Led Zeppelin II. La sola mención de la díada que abre el lado dos del vinilo (“Heartbreaker”– “Living Loving Maid”) ahorra comentarios superfluos.
¿Qué mejor que este doble aniversario redondo, entonces, para publicar un libro sobre la banda y preguntarse por qué la escuchamos? “Afirmar que uno escucha a Led Zeppelin o cualquier otra banda que ya no grabe más o se haya separado creo que puede leerse de dos formas. Una es que hay ciertas canciones, ciertos discos, que siguen emocionándote, brindándote una suerte de rara energía. La otra es que puede pasar al primer plano de nuestra atención algún pliegue que nuestra escucha en piloto automático haya descuidado”, comienza Luis Sagasti, el autor del brillante libro publicado por Gourmet Musical bajo el nombre, precisamente, de Por qué escuchamos a Led Zeppelin.
–¿Por qué “escuchamos” y no “seguimos” escuchando?
–Porque creo que decir “seguir escuchando” da idea de resistencia, de postura conservadora, como si uno pretendiera ser una suerte de centinela de una tradición sonora que debiera resguardarse.
Hace cincuenta años, Sagasti tenía seis cuando los Zeppelin metieron su primer gancho a la mandíbula, y medio año más cuando un poderoso uppercut hizo trastabillar oídos de propios y extraños en el segundo round. Pocos tenía, todavía, para advertir un mundo sonoro y sensorial que iría descubriendo. La primera vez que se les acercó fue en 1978, en un cine de su Bahía Blanca, cuando un primo mayor –cuándo no– lo llevó a ver The Song Remains the Same, pero apenas pudo conmoverse con el incendiario solo de bata de “Moby Dick”. “Como cuento en el libro, salí bastante desconcertado de ahí. Sentí que se abría una puerta por la que valía la pena internarse, pero en verdad no había entendido mucho el asunto hasta que al poco tiempo, un sábado por la mañana, compré Zeppelin IV y recuerdo claramente cuando sonó ‘Black Dog’. Estaba solo en casa. No recuerdo qué pasó con el resto de la placa, no sé qué me sucedió con ‘Stairway to heaven’. Pero ese perro negro tuvo la presencia absolutamente singular de lo que es primero, fundante. Puro trotyl. Mi vieja en la cocina me pidió que bajara el volumen, varias veces”, señala el autor, cuyo disco preferido sigue siendo el IV. “Creo que expresa tanto la madurez como la síntesis de la propuesta del grupo. La cohesión sonora, la originalidad de los riffs, la incorporación de cadencias isabelinas hacen de él algo difícil de soslayar”.
–Y ya que estamos en el juego, ¿de los temas de la banda cuáles prefiere?
–Si tuviera que elegir tres comenzaría con “Kashmir”. Luego me gusta mucho la versión en vivo de “The Song Remains the Same”. Creo que es algo arrollador. Y luego, a la par de “When Leeve Breaks” coloco el lirismo renacentista de “The Battle of Evermore”, cuyo final me parece sobrecogedor.
El devenir de Sagasti, puede decirse, fue el de media generación. Pero para darle un curso que filtrara lo sensorial, contuviera las emociones (esas que se viven, y no pueden decirse) y asir vivencia y experiencia para volcar en una narración, tuvo que pasar mucha agua bajo el puente. Mucha crítica de arte. Mucho viaje. Mucha escritura. Mucha novela. Los mares de la luna, por caso. O Maelstrom. O Una ofrenda musical, la que él elige para relacionar con el flamante libro. “Hay un vínculo entre ambos, sí, porque en Una ofrenda... se enlazan muchas historias de músicos, conciertos y experiencias de escucha”, admite. “Pero en verdad creo que mejor se relaciona con Leyden Ltd (notas al pie), que aparecerá este año. Hay una revolución de los cuerpos, una política del goce, un principio ordenador del placer que se opera en los sesenta y que nunca tuvo su correlato en un programa político consistente. La novela narra la historia de esa generación hasta llegar a hoy. Creo que Zeppelin, su legado, su suerte incluso, encaja bien en alguno de esos tópicos”, explica el autor.
–¿De qué entraña subjetiva le salió esto de escribir sobre Zeppelin? ¿Cómo interpela el todo de esta banda a su imaginario personal, existencial?
–La verdad es que Zeppelin no es la banda que más me gusta. Primero se recortan por lejos The Beatles. Acaso Page & compañía se encuentren en mi ranking personal a la par de Pink Floyd. Con todas sus tribulaciones, tampoco se trata de una banda digna de una biopic, creo que allí The Who gana por varios cuerpos. Lo primero que me atrajo fue su descomunal fuerza en vivo. Sobre todo cuando, si bien la voz de Plant es insoslayable, son solo tres instrumentos los que suenan en un concierto. Creo que era la conjunción de potencia, energía y complejidad en compacta amalgama lo que me interpelaba, lo que me dejaba en estado de ciernes; debo añadir ciertos climas enrarecidos, cierto misterio, la sensación de que allí brotaba algo que no podía agotarse con mucha facilidad.
–En la página 72 habla de cierta semejanza entre “Como el viento voy a ver”, de Pescado Rabioso y “Since I’ve been loving you”. Dos cosas al respecto: ¿Podría extender el por qué de la comparación? ¿Acuerda con ese sentido común del rocker argentino que ve en Pescado al Zeppelin argentino?
–Yo creo que ambos temas comparten la misma cadencia armónica, ciertos matices propios del blues. No se puede negar cierta vinculación pero está lejos del plagio. Pescado tiene su propio valor, no los llamaría los Zeppelin argentinos. Pero teniendo en cuenta su contemporaneidad y el espíritu de búsqueda dentro de un subgénero acotado en sus recursos, sin duda constituye la banda que se ha enriquecido de manera más imaginativa con la música de Zeppelin.
–Es difícil en un banda tan orgánica como Zeppelin quedarse con una de las partes. ¿Podría?
–Creo que hay bandas en las que es más fácil tener favoritos: se me ocurre que Gilmour es número puesto en Pink Floyd. También creo que uno puede cambiar de favoritos de acuerdo crece o incluso al estado de ánimo, como The Beatles. Con Zeppelin coincido que es difícil, porque pareciera que en cada uno de sus miembros se encarna la totalidad de la banda. Como si los habitara el estatuto de lo irremplazable. Page es algo así como Flaubert y Madame Bovary. Pero creo que me quedaría con la ductilidad sigilosa de John Paul Jones, que, cosa curiosa, sería el que acaso podría ser sustituido por un John Entwistle, por ejemplo. Músico sensible, delicado, versátil, imaginativo, que sostiene desde atrás y sin despeinarse una tormenta de búfalos que mete miedo.