Desde Baradero
El rostro parecía desfigurado: una mancha negra se derramaba desde los ojos. Ese antifaz pintado que se iba corriendo a medida que avanzaba el recital le daba un aire espectral a su mirada. La figura alta y esmirriada de Cristian “Toti” Iglesias, cantante y líder de Jóvenes Pordioseros, desaparecía una y otra vez del escenario. Se movía por los márgenes, bajaba y subía. Se escurría de la cámara, que se mantenía fija sobre el resto de la banda sin poder captar en dónde estaba él. Hasta que desapareció por completo. En medio de una versión rabiosa de “Pegado”, Toti apareció del otro lado del predio, subido al escenario principal. Desde ahí aceleraba el tiempo de la banda, en medio de contorsiones espasmódicas que lo transformaban en una suerte de Sid Vicious bailando con una elegancia propia de Mick Jagger. Se daba el lugar para preguntar por su madre y para vociferar aullidos guturales. El pulso frenético e imprevisible de Jóvenes Pordioseros, que lograron recomponerse luego su inesperada separación en 2010 –cuando atravesaban su momento de mayor éxito–, desnudaba el corazón de la primera jornada del festival Rock en Baradero: un abanico de bandas que exhibían sus cicatrices y que encontraron en las canciones el camino para atravesar las tormentas internas.
La grilla estaba signada por la transmutación. Se ordenaba a través de una serie de bandas que, cada una a su tiempo, lograron conquistar el núcleo más duro del rock, e intentaban recuperarlo. Pier llegaba en su formación con Walter Sidotti, baterista de Los Redonditos de Ricota. Los Gardelitos con una formación completamente nueva, en la que una vez más, solo se mantiene Eli Suárez al frente. Los Villanos volvían a mostrar la alineación con la que grabaron Súperpoderosos, el disco que los puso a rotar en todas las radios en 2004. Y el recorrido se cerraba con el punto más fuerte de esta cadena de transformaciones: Riff. Vitico, legendario bajista de la banda, decidió reanimar el fuego y conformó un seleccionado del rock, con dosis similares de experiencia y empuje. La potencia de Luciano Napolitano y Nicolás Bererciartúa en guitarras, más Juanito Moro en batería, funciona como escudo para las estocadas de Vitico junto a JAF, quienes aún mantienen la llama encendida. Pero para acercarse a cada una de esas bandas, antes había que comprender que no solo se trataba de presenciar lo que ocurría en sus entrañas. Había que comprender que estaban rodeadas por nuevos sonidos que juegan con los límites del rock y otros que se mantienen en su ruta cada vez con más fuerza.
La jornada comenzó con un sol que se iba poniendo violento. Las calles de la ciudad estaban vacías, la tranquilidad de pueblo bonaerense se imponía. A las 14 nada hacía suponer que esa noche terminarían por llegar más de diez mil personas. El Anfiteatro Municipal, a orillas del río Paraná, recibía las primeras dentelladas con los uruguayos Once Tiros y su capacidad para reinterpretar las diatribas punk de La Polla Records entre vientos y arengas rioplatenses. El show comenzó un poco antes de lo previsto. La Cumparsita, la banda que debía precederlos, había quedado varada a cincuenta kilómetros de la ciudad, y los productores buscaban la manera de darles un espacio en caso de que pudieran concluir la travesía. Algo que terminaría ocurriendo pero de forma tangencial. Mientras ese viaje avanzaba, Los Militantes del Climax, con su funk poderoso y cargado de hip hop, movían hasta al público que no les era propio. Decenas de pibes y pibas con remeras de La 25 se arremolinaban bajo el escenario. “No es lo que me gusta”, decía uno de ellos, “pero está bueno porque acá adelante esta música te pega más fuerte”.
La parte central del predio, ordenada por dos inmensos escenarios semi enfrentados, alternaba las bandas con precisión aceitada. La aparición de Cruzando el Charco y su cancionero hecho de melodías adhesivas permitió un cruce inesperado. La Cumparsita había logrado arribar al predio y las dos bandas platenses cerraron con una versión improvisada y sentida de “Circunvalación”, el tema insignia de los recién llegados. “La cuestión más sectaria de la música, como algo que te define, es una cosa que ya caducó”, decía Santiago Andersen, violinista de El Plan de La Mariposa, la banda que estaba a punto de subirse al escenario. “Cada vez más, las personas se permiten escuchar música más allá de un prejuicio o de una idea de tribu”. Su “rock libre”, como ellos lo definen, fue uno de los puntos altos. Un sonido ajustado y el despliegue escénico de sus dos vocalistas mostraba también la capacidad de resiliencia –esa habilidad para sanarse a uno mismo– del grupo, que tuvieron que desarrollar luego de la muerte de la madre de los cinco hermanos Andersen. “La vida cura” fue el ejemplo más fuerte de ese viaje, en el que el rock funcionó –y se expresaba– como catalizador del dolor.
La noche empezaba a caer sobre el predio y las canciones de Pier daban paso a las decenas de banderas que llegaban para quedarse. “La ilusión que me condena”, “Puñalada” y “Sacrificio” se dispararon en la forma en que eran esperadas: versiones apegadas al disco que potenciaban el canto del público. Los Jóvenes Pordioseros destilaban parte de sus canciones iniciáticas, como “Cuando me muera”, y luego disparaba una lista de éxitos inoxidables: “Ñam Fri Frufi Fali Fru” de Los Redondos, “Intoxicado” de Viejas Locas, y una extraña versión de “Paint it Black” mezclada con “Por lo que yo te quiero”, de Walter Olmos. Luego, el escenario principal apareció flanqueado por dos perros gigantes que disparaban miradas azules en medio del fuego. La puesta en escena de Gardelitos acompañaba la fuerza de su nueva formación, que mostró una suficiencia musical como canal para esas canciones mágicas y lisérgicas compuestas por Korneta: “Los Querandíes”, “No puedo para mi moto” y “Anabel” allanaron el nuevo vínculo. En esa tríada de “rock barrial” volviendo a hacer valer sus canciones, se sacudía el nervio de la primera jornada.
El tramo final comenzó con el reggae simbiótico de Nonpalidece –que cerró con una versión “Cuidado” de Resistencia Suburbana, junto a su cantante, Luis Alfa–, y luego con Guasones, quienes mostraron la impecabilidad de un sonido en el que el blues y el folk del sur de Estados Unidos parecen haber surgido en realidad en el conurbano bonaerense. “Estupendo dìa”, “Leila” y “Desireé” fueron el nexo para las baladas y un cierre con potentes versiones de “Una noche más” y “Gracias”. Restaba entonces el final esperado. Mientras Los Villanos sacudían su “rock and roll cabeza” en el tercer escenario –con Niko Villano bajando a la calle para un solo desquiciado donde la gente se le tiraba encima–, Riff mostraba el poder de su sonido demoledor consumado una vez más.
Las armonías de voces entre Vitico, JAF y Luciano Napolitano –junto a su forma tosca y pesada de pararse frente al micrófono–, hacían parecer que el propio Pappo estaba ahí. La banda sacó entonces a relucir todos sus clásicos, desde “Sube a mi Voiture” hasta “Susy Cadillac”, pasando por “Mucho por Hacer”, “Que sea rock” y “No obstante lo cual”. En el cierre, pasada la una de la mañana, La 25 se colocó frente a un público que mostraba como rasgo principal su fidelidad. Mientras el cansancio se extendía, cerca del escenario flameaban cada vez más banderas y en los bordes se armaban pequeñas círculos humanos de baile, atizados por “Sucio Sheriff”, “Cruz de Sal” y “Mil canciones”. En la pantalla gigante que se elevaba sobre el escenario, se reproducía un video de Diego Maradona defendiendo al chavismo. Era el preámbulo de “Hasta la victoria siempre”, el grito de guerra de una banda que había encontrado, como punta de lanza de ese rock criado en los márgenes, un territorio fértil en el que seguir creciendo.