Son una novedad europea y un éxito de larga data en países como China y Japón. Los clientes, en su mayoría varones heterosexuales, pagan por compartir una habitación durante unas horas con una muñeca de silicona hiperrealista. ¿No sería más práctico usarlas en sus hogares? El servicio que ofrecen los burdeles de muñecas tiene una razón de ser económica: las tarifas van de cincuenta a doscientos euros, mientras que comprar una acompañante de goma ronda los cinco mil. Este tipo de muñecas, que han ido mejorando el realismo del diseño, texturas y proporciones, existen desde hace cientos de años, pero en países como Reino Unido e Italia generan más interés que nunca.
Casa de muñecas
“Una prostituta es una persona real, puede juzgarte por tus fantasías y preferencias. Con una muñeca sólo tengo que pensar en mi satisfacción”, dice un cliente joven, sentado en la cama de un nuevo burdel inaugurado en Turín, Italia, mientras le da la espalda a la cámara en el documental de la BBC sobre el tema. Una de las preguntas que aparece ante la popularización de estas no tan nuevas tecnologías es si reemplazarán a la prostitución. “La instalación del burdel de muñecas y muñecos en mi ciudad redujo mi clientela. ¿Acaso ya no sirvo?”, se queja un taxiboy. Mientras tanto, los dueños de estos prostíbulos resaltan un supuesto beneficio ético del negocio: reduciría el impulso de los clientes de pagar por mujeres, o lo que Cecilia Varela, antropóloga e investigadora del Conicet especializada en comercio sexual, llama “reducción de daños”. ¿Su expansión podría llevar al fin de la prostitución? Para Varela la respuesta depende de la posición que se tenga frente al debate entre abolicionismo y regulación: “si uno piensa que el trabajo sexual es una forma de violencia, el sexo con muñecas podría tener un correlato positivo. Si uno está a favor del reconocimiento del trabajo sexual, puede aparecer el miedo de perder trabajo”. Pero hay una tercera posición: “Hoy en los mercados sexuales se ve una diversificación de los servicios, muchos mediados por la tecnología. La popularidad de los webcammers, sesiones de pornografía interactivas, no reemplazó las modalidades tradicionales de la prostitución. Hay pánico de que los humanos seamos reemplazados por máquinas pero no va a desaparecer el encuentro entre personas. Va a haber otras posibilidades”.
Yo, robot
Los más interesados parecen ser los varones. Lo que el mercado tiene para ofrecer en su gran mayoría son muñecas o sexbots –muñecas robóticas con diversos grados de inteligencia artificial que ya se comercializan en ciudades como Japón, Berlín, Amsterdam– que reproducen los estereotipos corporales dominantes y los clisés del porno convencional. Ni hablar de casos como la empresa True Companion, denunciada por sacar a la venta una muñeca que naturaliza la violación, programada para resistirse y llorar. Al final de cuentas, ¿la irrupción de las muñecas y máquinas sexuales humanoides diversifica u ofrece más de lo mismo con el plus del hiperrealismo? “Hoy la oferta en el mercado está casi en su totalidad orientada al público masculino y hetero”, explica Jordi Vallverdú, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona especialista en epistemología de la informática, en conversación con PáginaI12. Sin embargo, “el abaratamiento de costos y la personalización de las máquinas podrían permitir en un futuro democratizar la sexualidad visibilizando toda clases de gustos”. Para Vallverdú esto conllevará también la necesidad de control de estos mercados, “como ha sucedido con las muñecas sexuales de niñas para pedófilos de la empresa japonesa Trottla. Algunos países han prohibido su venta, obviamente”. Del mismo modo que Internet puede ser “tanto un ágora de debate o como de troleo y odio, la robótica sexo-afectiva puede producir liberación o sublimación de prejuicios retrógrados”.
Enrique Stola, médico psiquiatra y feminista, lo ve de otro modo: “el uso de estas muñecas es un aspecto más de la cosificación de las mujeres”. Stola no cree que se convierta en un consumo masivo: “hoy es muy fácil para los hombres ‘conseguir’ cuerpos de mujeres y niñas, por la trata y porque son cuerpos subordinados, porque hay una precarización de la vida de las mujeres, niñas y trans”.
¿Qué dicen este tipo de lazos entre humanos y objetos de los modos contemporáneos de vivir los vínculos entre humanos? Opina Vallverdú: “ya hay personas, hombres orientales por lo general, que se han ‘casado’, simbólicamente claro, con un robot, incluso un holograma. En cierto modo, ¿no es lógico que un anciano sienta afecto por un robot de compañía más que por sus hijos, que jamás lo ven? Como siempre, dependerá de cómo los humanos resolvamos nuestras actitudes entre nosotros”. Lo mismo se aplicaría para Vallverdú en el plano sexual: “una máquina podría proporcionar sensaciones más placenteras que un humano gracias a su ‘dedicación’, algo que a los humanos nos falta. Pensemos en las diferencias en la obtención de orgasmos en relaciones heterosexuales: en casi todo el mundo los hombres lo ven asegurado casi al 100 por ciento, mientras las estadísticas arrojan un número ridículamente menor para las mujeres”.
“¿Si hay cierto consenso en no juzgar las preferencias sexuales de las personas, por qué mirar con pavor que alguien pueda encontrar en un objeto formas de disfrute y hasta otro modo de compañía?”, cuestiona Julie Carpenter, investigadora del grupo de Etica y Ciencias Emergentes de la Universidad de California. Y agrega ante la pregunta de este diario: “Las interacciones entre una persona y un robot o muñeca sexual no indican necesariamente ninguna tendencia acerca de cómo nos comunicamos o nos relacionamos con otros humanos. No es nada más ni nada menos que una opción para los interesados”.