Hace poco escribí, a raíz del comentario de otro problema, que me sentía sólo, que mi generación iba desapareciendo. Pensé sobre todo en sus mejores personas, aquellas que nos sirven de norte, a las que, por una parte, admiramos y, por la otra, le agradecemos su amistad, sus consejos, su bondad para con nosotros y todo el mundo en general, razones por las cuales las extrañaremos si no están presentes. El “Bebe”, Esteban Righi, no sólo es una de estas personas, sino, antes bien, un ejemplo singular que deja para la historia de nuestra joven República una huella admirable por una cantidad de razones que conducirían a escribir páginas sobre él, jurista, político, académico e, incluso funcionario judicial. Si me detuviera en exponer sus méritos en cada uno de estos oficios, como corresponde a una columna como ésta, ella, seguramente, no podría ser publicada por su extensión; tan sólo sus méritos académicos me conducirían a ese resultado.
Yo creo que es mejor insistir en que el “Bebe”, como lo apodaban sus conocidos, reunió en una sola persona algo que debe ser característico de todo buen jurista. Reunía, a la vez, un sentido político extraordinario y un nivel de conocimiento de la ciencia jurídica que lo tornaban único. Y todo ello en una persona de bien, como lo exponen sus acciones, ejemplos de moral republicana y democrática. Basta leer, como lo hago en estos momentos, su discurso a la Policía Federal como ministro del Interior del gobierno del Dr. Cámpora, recordado hoy por otros. Si se trae a colación, además, el momento en que ello sucedía, el ejemplo se convertirá en una lección moral, que, lamentablemente, no es común en nuestro país, ni tampoco en el mundo. Debo confesar que, por las razones antedichas, varias veces, cuando por alguna razón flaqueaba acerca de una decisión que yo debía tomar, me permití pedirle una entrevista y un consejo que, por supuesto, nunca eludió.
Estimo que es por esto por lo cual debemos honrarlo y recordarlo, antes que por sus títulos académicos, por sus libros y escritos en la ciencia del Derecho, o por los cargos y honores que, gracias a Dios, su vida le deparó en beneficio de todos nosotros y de nuestro país. Valdría la pena también recordar que su bonhomía y sus acciones ejemplares no fueron para él –ni para su familia– gratuitas, sino que debió pagar por esas virtudes precios extraordinarios, como lamentablemente sucede en la historia de nuestro país con demasiada regularidad.
Como siempre termino con el auxilio del poeta español, pues aquí también es verdad, para nosotros y para su familia, que “nos dejó harto consuelo, su memoria”.
* Profesor emérito UBA.