Es imposible darse cuenta hasta qué punto tenemos naturalizado ver cierto tipo de caras y cuerpos en el cine (generalmente englobados dentro de lo que se considera bello, salvo que la fealdad se use para indicar algún rasgo moral) hasta que aparece una película donde lxs protagonistas son realmente fexs. No “fexs” como esas actrices preciosas -supongan, Anne Hathaway en El diablo se viste a la moda- que después de un make-over que no incluya cirugía ni magia parecen modelos, sino fexs con rasgos perrunos, dientes podridos, pelo pajoso, cuerpo encorvado y que además coman gusanos. Todo eso junto, y mucho más, está en Border, la película de Ali Abbasi basada en un cuento de John Ajvide Lindqvist (el mismo de la bellísima Let the right one in, del 2008) que Abbasi, Ajvide Lindqvist e Isabella Eklof adaptaron como guión cinematográfico. Ambientada en una Suecia semi-rural de un realismo sórdido, casi white trash, Border se ubica en una zona de transición entre la ciudad y el bosque en la que vive Tina, en una cabaña que recuerda más a un trailer que a una casita de campo. Tina (Eva Melander, con cuatro horas de maquillaje encima) es policía y trabaja en la Aduana; la conocemos haciendo su trabajo, en el que es particularmente buena porque un olfato hiper desarrollado le permite saber cuando alguien esconde algo. Todo es triste en la vida de Tina: su complejo de fea, el padre poco afectuoso internado en un geriátrico, el novio (por decirlo así) que cría perros y más que tener una relación con ella parece que le usara la casa para comer fideos baratos mientras mira la tele.
Por lo demás, una puede pasarse varios minutos preguntándose si Tina es una especie de perro criado entre humanos por error, pero no se preocupen: en un momento se explica lo que ella es, y es fantástico. Sucede cuando llega Vore (Eero Milonoff) a su vida, como en una canción de amor: Vore es igual a ella. Su versión masculina, al parecer, aunque luego se verá que no es tan así. Mientras Tina investiga un caso de pornografía infantil y pedofilia que pone los pelos de punta, ella y Vore se atraen cada vez más, usurpando magníficamente con sus caras horribles esa danza de atracción que incluye momentos de ternura, calentura por la proximidad del otrx, peleas, casi ladridos. Border hace el ejercicio alucinante de pedir que empaticemos con estos personajes oscuros, en los que una ternura casi animal se tensa con otros rasgos más complicados: Vore, con su sonrisa jedienta, nunca deja de parecer un degenerado, y Tina carga una tonelada de tristeza encima que no la abandona ni en los momentos más alegres. La película hace -de modo bastante explícito- ciertos planteos en torno a la humanidad y la falta de humanidad, contraponiendo los humanos a los monstruos, y para ello fuerza una visión algo maniquea donde los humanos, además de ser siempre personajes secundarios con ningún desarrollo, son malos. Pero esta es la parte menos interesante: lo que impacta de Border es su materialidad novedosa, y el modo en que no hay ningún elemento en la película, excepto esta versión algo pueril sobre monstruosidad/humanidad, que no sea maravillosamente ambiguo.
Como ese vampirismo de Let the right one in de bidones con sangre y ventanas tapiadas con cartones, Border construye un mundo de pobreza y salvajismo sutil, donde las casas son sórdidas y el bosque no es bello sino otra cosa: un territorio erizado de vida casi secreta que la película nos hace mirar desde la altura de un insecto. Ahí es donde Tina y Vore se sienten más a gusto, en esa tierra donde pueden desplegar su animalidad sin tapujos, y donde existe un poco de alegría. Pero paraísos no hay en ninguna parte; al contrario, la oscuridad y la violencia predominan en toda forma de vida. Border, que mezcla elementos del folklore escandinavo con un realismo sucio y pesimista, es una experiencia particularmente intensa y es imperdible porque revela cómo la belleza -incluso la belleza de los monstruos- funciona como un filtro que todo lo amortigua, al punto de que su ausencia nos deja la mirada áspera, desnuda.